jueves, 9 de abril de 2009

El futuro de la Socialdemocracia, de Joaquin Almunia

NOU CICLE

EL FUTURO DE LA SOCIALDEMOCRACIA

JOAQUIN ALMUNIA


Conferència en CCAII Figueres, Girona 8-11-2002
Si nadie cuestionase el futuro de la socialdemocracia, hubiera denominado esta charla de otra manera. Pero lo que me ha llevado a proponles esta noche una reflexión sobre ese punto es el hecho de que existan dudas al respecto. Hay quien se pregunta: ¿Tiene futuro la socialdemocracia?
Inmediatamente les anticipo que mi opinión es que sí, que tiene futuro. Mucho futuro. Me encuentro pues entre los optimistas, entre los que creen que una fuerza política, o si se quiere una familia de ideas, surgida allá por la mitad del siglo XIX para tratar de traducir en políticas y en vectores de cambio las aspiraciones de libertad, de democracia, de justicia, de igualdad y de fraternidad de los sectores más débiles de la sociedad, sigue hoy teniendo tanto futuro como entonces. Si no fuese así, deberíamos estar mirando al siglo XXI con pavor.
No obstante, hay quienes adoptan una actitud pesimista cuando se les formula esa pregunta. Y no sólo entre los adversarios de la socialdemocracia. Desde dentro de la izquierda, también hay quienes se cuestionan, a veces con angustia, si las ideas que compartimos siguen teniendo vigencia. Se preguntan: ¿las ideas socialdemócratas tienen futuro en un mundo como el que vivimos?
Merece, pues, la pena reflexionar un poco sobre ello. Y eso me propongo hacer esta noche, partiendo de un rápido análisis de la evolución política seguida por los países europeos durante los últimos años.
En la década de los ochenta ya había quien cuestionaba que la izquierda tuviese futuro. Eran los años de Thatcher, de Reagan, del neoliberalismo. Es verdad que aquí en España gobernábamos los socialistas. Acabamos de celebrar en estos días el veinte aniversario de nuestra victoria electoral de octubre de 1982. Pero entonces constituíamos una de las pocas excepciones progresistas dentro en un entorno caracterizado por el predominio de las ideas y de los gobiernos neoliberales, recelosos respecto de la acción pública y de la propia actividad política. Sus defensores pretendían hacer valer el mercado como el único dogma capaz de gobernar nuestra vida colectiva. A partir de 1989, incluso arreciaron esas ideas neoliberales, porque había caído el muro de Berlín, había desaparecido la Unión Soviética, y con ella el comunismo como sistema y como alternativa al capitalismo.
Quienes en los años ochenta habían enarbolado las banderas neoliberales, al ver la caída del comunismo dijeron “ésta es la nuestra”. Frases como “se acaba la Historia”, “ya hemos triunfado”, o “que toda la izquierda desaparezca o reconozca que está derrotada” se oían por doquier en determinados círculos. Pedro Schwartz, un conocido neoliberal español, tituló un artículo de prensa con la siguiente imprecación: “¡Arrodillaos!”.
Pero esas euforias pasaron y en los años noventa empezó de nuevo la recuperación del pensamiento de izquierda. Su primer hito se produjo en el año 1992, con la victoria de alguien que no es socialdemócrata pero que sin duda es un político progresista y representaba una opción de esa naturaleza. Me refiero a la victoria de Clinton en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. En el país más poderoso de la tierra, y en un momento en que los neoliberales –algunos de cuyos máximos exponentes eran norteamericanos– se creían ya vencedores absolutos de la batalla, el presidente Clinton ganó la batalla por sorpresa al padre del actual presidente Bush. Y como suele suceder en tantos otros terrenos, la oleada que empezó en Estados Unidos –en cuyo espectro político no existe la socialdemocracia como tal, pero en el que sin duda el Partido Demócrata es más progresista que el Republicano– llegó a Europa a mitad de los noventa, justo cuando aquí nuestro ciclo político empezaba a mostrar claros síntomas de agotamiento.
Porque el ciclo político de los socialistas españoles está invertido. Gobernábamos con una amplia mayoría parlamentaria en los ochenta, cuando la oleada neoliberal arrasaba; y en cambio cuando en los noventa la socialdemocracia se recuperaba en Europa, nosotros entramos en crisis y perdimos las elecciones de 1996. Justo en el momento en el que pasábamos a la oposición, tras más de trece años de gobierno, estaban a punto de ganar Blair en Gran Bretaña y Jospin en Francia, habían ganado Guterres en Portugal y Simitis en Grecia, gobernaban los socialdemócratas en Holanda, se preparaba la victoria de los socialdemócratas en Alemania, los socialdemócratas escandinavos recuperaban la mayoría,…
Entre el 1997 y el 2000, mientras aquí gobernaba Aznar, en la Unión Europea trece de los quince gobiernos eran socialdemócratas o al menos contaban con una participación importante de éstos. Recuerdo que cuando acudía cómo secretario general del PSOE a las reuniones de los líderes políticos del Partido de los socialistas europeos, once de los quince líderes nacionales eran a la vez primeros ministros de los países de la Unión Europea. ¡Once primer ministros socialdemócratas! Nunca antes en la historia se había producido tal conjunción. Ni existía el precedente de que Francia, Italia, Gran Bretaña y Alemania estuviesen a la vez gobernados por los socialdemócratas. Hasta el extremo de que, en febrero del 2001, hace tan sólo dieciocho meses, el actual presidente del Partido de los Socialistas Europeos, Robin Cook, miembro del gobierno Blair – primero fue ministro de Exteriores, ahora es el ministro de relaciones con el Parlamento- decía: “estamos en un momento impresionante de fortaleza de la socialdemocracia, nunca cómo hasta ahora hemos tenido tanto poder, tanto peso, tanto apoyo electoral”.
Por lo tanto, ¿tiene futuro la socialdemocracia? A la vista de lo sucedido durante la segunda mitad de los años noventa, tiene todo el futuro del mundo. Tanto, que los socialdemócratas europeos estaban arrasando en febrero del 2001. Pero meses después, las tornas cambiaron de repente. Nuestros compañeros empezaron a perder elecciones; nosotros lo hicimos por segunda vez en el 2000. Primero fueron los austriacos, con una gran subida de Haider y de su partido de extrema derecha. Luego se perdió en Italia, en Portugal, en Holanda, en Dinamarca, en Francia. En el último año y medio, parecía como si fuese la derecha la que arrasa en Europa. De aquellos once primer ministros y de aquellos trece países con gobiernos con presencia socialdemócrata solamente quedan a día de hoy cinco. La derecha ha recuperado posiciones en muchos países europeos; aunque en España, el ciclo invertido está jugando esta vez a nuestro favor, pues el PP no sólo no gana posiciones sino que las pierde.
En estos dieciocho meses, además, una parte del viento que nos llega desde la derecha es un viento no democrático. En ocasiones se benefician de ello populistas xenófobos como los que han aparecido en Holanda, Noruega o en Dinamarca; en otros casos se trata de respaldar a líderes fascistoides como el austriaco Haider, a fascistas puros y duros como Le Pen o a políticos de dudosa estirpe democrática como Berlusconi. También en nuestro caso, la derecha gobernante endurece su talante y su discurso.
Por lo tanto, otra vez ha cambiado el panorama, y ya se han vuelto a oír voces que dicen que la socialdemocracia está en peligro, que puede ser derrotada por los populismos y los egoísmos individualistas. A pesar de todo, más recientemente recuperamos el aliento de nuevo: en los últimos meses Schröeder ha resistido en Alemania con el apoyo de los Verdes, en Suecia Goran Persson ha vuelto a ganar con unos buenos resultados. Y por no salir un momento fuera de Europa, en Brasil ha habido un triunfo apoteósico de Lula, que por fin ha ganado por goleada las elecciones; una goleada que recuerda mucho la goleada socialista de octubre del 82 en España.
Así que si nos atenemos a los resultados electorales vemos vaivenes, aparecen fuerzas preocupantes desde un punto de vista democrático, la derecha es en muchos sitios una derecha dura, agresiva y a veces xenófoba, que muestra un talante antidemocrático con sus actitudes, con sus leyes, con sus criterios,…pero, a su vez, desde la izquierda hay capacidad para el contraataque, se reacciona y existen lugares dónde la izquierda aguanta muy bien, donde avanza.
Por todo ello, quiero ir ahora más allá de los resultados electorales, y pasar un poco más al fondo del asunto. Y el fondo del asunto es que la alternativa progresista es mucho más necesaria hoy que lo era hace veinte o hace veinticinco años. Si miramos lo que está pasando en el mundo, cuáles son los grandes problemas o los grandes desafíos a los que tenemos que hacer frente en los comienzos del siglo XXI, se echa en falta -mucho más de lo que hubiésemos podido imaginar hace poco tiempo- la existencia de una fuerza política o de un conjunto de fuerzas políticas progresistas que, basándose en los valores históricos de la socialdemocracia, hagan frente a las desigualdades tan brutales que caracterizan el momento actual. Incluso considerando que en nuestros propios países las desigualdades siguen siendo en muchas ocasiones lacerantes –y España es uno de los países más desiguales de Europa- éstas son nimias al lado de las existentes en el entorno exterior. La mitad de los habitantes de nuestro planeta vive con menos de dos dólares al día de ingresos; el 20% de la población posee el 80% de la riqueza. Esa desigualdad seria intolerable en cualquiera de nuestros países, pero nadie le está haciendo frente hasta ahora a escala mundial.
Un mundo en el que además de desigualdad hay desorden económico, pues las crisis financieras arrasan con países que han hecho políticas económicas serias, sin que haya una autoridad capaz de remediar esas crisis, de ponerles coto. Estamos viviendo situaciones - Europa es a estos efectos una isla que se salva de esos vendavales- en las que países que han hecho un esfuerzo ímprobo de política económica para superar desigualdades, para afrontar desequilibrios, para equilibrar sus finanzas públicas, para poner orden en el funcionamiento de sus instituciones económicas,… pueden ver cómo, de la noche a la mañana, su trabajo se lo lleva por delante una crisis urdida por unos mercados financieros que nadie sabe muy bien quienes los componen ni a qué pautas obedecen. Pero cuya fuerza una vez que han tomado una decisión es tal, por la cantidad de dinero que se mueve al día en operaciones financieras no respaldadas por un movimiento de bienes y servicios, que no hay economía real ni monedas que resistan sus ataques.
A la vez vivimos en mundo con un riesgo evidente –no me voy a extender en ello, sería objeto de una y de muchas charlas –de choque de civilizaciones. Lo estamos viendo de cerca, y somos más conscientes de ello, a raíz del once de septiembre del año pasado. Cuando Huntington lo anunció como un choque inexorable hace unos cuantos años, su tesis parecía el vaticinio de un falso profeta. Pero ahora, tal como están las cosas en Oriente Medio, en Irak o en otros muchos países árabes, sabiendo lo que pasa en países musulmanes con muchísima más población que en cualquiera de los países árabes como es el caso de Indonesia, y viendo la situación de África - por dibujar en pocos trazos la situación mundial- sentimos que aquel vaticinio agorero de Huntington, absolutamente indeseable, podría convertirse en realidad. Por supuesto, no digo que vayamos a llegar con toda certeza a una situación de esa naturaleza. Pero ese escenario será tanto más verosímil si no somos capaces de hacer frente a los elementos que actúan como caldo de cultivo para exacerbar las tensiones identitarias contra todo lo occidental, y en especial contra lo norteamericano; o si no atacamos las causas de la tensión contra los países ricos, basada en elementos reales que nutren el contenido de las protestas. Lo que preocupa a la mayoría de los ciudadanos no es tanto si existen o no razones que fundamenten las protestas, que sin duda existen en muchos casos, sino la falta de instrumentos políticos para enfrentar esas tensiones. Porque sin tales instrumentos, los conflictos pueden exacerbarse y llegar a estallar.
En fin, podría seguir hablando de los problemas ambientales o de otros, para trazar el panorama de un mundo que está necesitando una propuesta de regulación política –que tiene que ser global porque vivimos en la globalización– vinculada con unos valores progresistas similares a los que informan a la socialdemocracia en cada uno de nuestros países. Unos valores que, allí donde se han podido llevar a la práctica a escala nacional, han sido capaces de resolver conflictos hasta cierto punto análogos a los que hoy acechan en el mundo global. En los países occidentales existían, a finales del XIX y a lo largo de muchas décadas del siglo XX, conflictos sociales o de otra naturaleza que hoy han sido definitivamente superados; en muchos otros lugares del mundo, están hoy planteados conflictos y desafíos similares, a los que de momento no se les ve ninguna salida.
Decir que una alternativa es necesaria no quiere decir que sea fácil construirla. Ése es reto que tiene la socialdemocracia actual, en el año 2002. Tomando como guía sus valores se puede construir una alternativa para un mundo necesitado de propuestas para regular y resolver conflictos, para integrar posiciones distintas, para articular una comunidad política, para legitimar instituciones, para tomar decisiones… En un mundo como este, la socialdemocracia ofrece teóricamente las mejores soluciones. Pero concretar eso, articularlo, ponerle cara y ojos, decir cómo se hace, es extraordinariamente complicado.
Vivimos tiempos de desorientación en términos de respuestas políticas, con independencia de los resultados electorales que fluctúan de un lado a otro. E incluso ésa desorientación lleva muchas veces a no saber bien cuáles son la diferencias entre la izquierda y la derecha. Hay ciudadanos que se empiezan a preguntar si la diferencia real no será la de quienes están en el “establishment” político por relación a quienes están fuera de él, mucho más que las diferencias tradicionales con las que hemos venido orientándonos en política durante todo el siglo XX.
Se tiene la sensación, yo al menos la tengo, de que muchas de las señales del código de circulación política del siglo XX ya no valen para ordenar la política del siglo XXI; que hay que dotar a ésta de un nuevo código adecuado a la naturaleza de los vehículos y de las carreteras por las que debemos transitar a partir de ahora. Porque si nos empeñamos en buscar quién tiene soluciones políticas, por dónde van las alternativas o qué hay que hacer para afrontar determinados problemas, con las herramientas, los criterios, los valores y las referencias del siglo XX, corremos serios riesgos de equivocarnos. O de aparecer como políticos triviales, que hablan de lo que no interesa a la gente y que no son capaces de captar cual es la realidad que circunda a los ciudadanos a los que dirigen el mensaje. En un artículo que he leído en estas ultimas semanas, Alain Touraine, un sociólogo francés, da en el clavo cuando, refiriéndose a la situación en la que vive la política actual, afirma que “falta pensamiento político, hay mucha gente que habla de política, que escribe de política, que por supuesto hace política, pero falta un pensamiento político”. Lo argumenta planteando tres preguntas que cree que no tienen una respuesta fácil, aunque sean bien simples.
La primera de esas preguntas es “¿qué intereses defienden los partidos políticos?”. En algún momento del siglo pasado dejó de funcionar el referente identitario a través de la pertenencia a una determinada clase social. Un partido, sea de izquierdas o de derechas, ya no es el partido de una clase social, porque la sociedad ya no es una sociedad de clases perfectamente divididas que se confrontan entre sí. Lo cual no quiere decir que no existan las clases. Existen, pero la dinámica de nuestras sociedades ya no es la de una confrontación abierta entre la clase dominante y la clase dominada, entre los empresarios y los trabajadores. Hay conflictos de esa naturaleza, pero hay otros muchos que también forman parte de la dinámica social; los conflictos ligados a la producción, a la vida en las empresas, no lo explican todo ni condicionan toda nuestra realidad. Sin embargo, la política todavía tiene a veces como referencia en los diferentes partidos –y eso afecta mucho a la socialdemocracia – determinadas pistas y vínculos con nuestro origen de hace más de un siglo, aunque ya no se pueda explicar con esas bases nuestra función como partido político, ni nuestros objetivos.
La segunda pregunta que plantea Touraine es “¿cómo debe intervenir el Estado? ¿Tiene la izquierda que defender que haya más déficit público y más gasto público? ¿O las cosas ya no son como eran hace veinticinco años, cuando la actitud respecto al gasto público era una característica distintiva del color político respectivo? Entonces, era de izquierdas el que gastaba más, y de derechas el que gastaba menos; era de izquierdas el que quería más déficit público, y de derechas el que apostaba por que hubiese superávit. Ahora las cosas ya no son así. Hay políticos de derechas, como Bush hijo, que nada más llegar han acabado con el superávit acumulado por un político progresista como Clinton; o hay políticos como Aznar, que en seis años de gobierno ha aumentado la presión fiscal, aunque su discurso diga lo contrario – afirma que baja los impuestos, pero aumenta el dinero que recauda de los ciudadanos- y en cambio ha habido en España años, bajo gobiernos socialistas, en los que la parte de la renta de los ciudadanos que se llevaban los impuestos estaba estancada e incluso bajaba.
La tercera pregunta de Touraine es “¿cómo hacer política a escala internacional?” Nadie sabe responder a esa pregunta. Pero los partidos tenemos que incorporar en nuestro discurso una dimensión internacional, por muy difícil que sea de llevar a la práctica. Hoy en día las Internacionales, empezando por la Internacional Socialista, son cascarones vacíos, no tienen nada que ver con los instrumentos de actuación política a escala supranacional que necesita el mundo global.
Esa es la descripción del panorama que enfrentamos, hecha a grandes trazos. Un panorama de desorientación, con muchas preguntas sin respuesta, y una evidente desazón de los que hacemos política por no ser capaces de definir con claridad cual es nuestra función, cuáles son los instrumentos, cuáles son los objetivos, para qué estamos aquí y como vamos a conseguir lo que decimos que queremos.
¿Por qué pasa esto? Sin duda por la globalización. Vivimos inmersos en ella y queremos cambiarla en muchos aspectos; porque tiene aspectos muy injustos, aunque también tiene otros aspectos muy positivos. No hay que ser dogmático: la globalización tiene cosas buenas y cosas malas. Eso sí, sólo los que no están integrados en la globalización tienen la osadía de decir: ¡yo quiero estar ahí metido!. Si hoy le preguntásemos a un ciudadano de un país africano: ¿usted prefiere vivir aislado, fuera de los flujos de la economía mundial, fuera de los intercambios financieros, fuera del ámbito de las inversiones extranjeras, fuera de las nuevas tecnologías, incluso fuera de la capacidad de deteriorar el medio ambiente por un exceso de utilización de capacidades productivas o de uso de recursos naturales? Su respuesta sería, seguramente: “¡no, yo quiero estar ahí dentro con ustedes, claro que quiero!”. Estar fuera es la única alternativa peor que vivir dentro de la globalización.
Por lo tanto, la globalización es un hecho, con sus aspectos positivos y negativos. Ahora bien, el mundo global está escapando a la capacidad de actuación de los políticos, y ese es el dato más preocupante. La política no está siendo capaz de gobernar o de regular la globalización. Estamos desbordados por los mercados, e incluso también lo estamos a veces por los movimientos sociales y por las Organizaciones No Gubernamentales, que tienen hasta ahora mucha más capacidad de reacción, más capacidad de actuación y más sensibilidad ante los problemas que plantea el mundo global que los propios partidos políticos.
Los ciudadanos lo intuyen, lo sienten y ven que hay algo que no va. Escuchan que la globalización es un hecho real, pero ven que los políticos que afirman eso no estamos siendo al mismo tiempo capaces de actuar y de condicionar lo que sucede a ese nivel. Comprueban que ellos sólo pueden votar a sus representantes a nivel municipal, autonómico o nacional, pero que no tienen ninguna capacidad de elegir y de controlar a los que toman las decisiones en el plano global. Y todo ello produce una desarticulación democrática que genera desazón y tensión.
Esos mismos ciudadanos sienten incertidumbre e inseguridad. Nuestro entorno es más hostil e injusto de lo que parecía hace quince o veinte años. Los ciudadanos perciben nuevas amenazas y riesgos que no se conocían en la época de la Guerra Fría. Entonces no sentían como hoy la amenaza del terrorismo internacional y nacional, los problemas ambientales o unos flujos migratorios que la gente interpreta como si los inmigrantes viniesen aquí a quitarnos nuestro trabajo y nuestras prestaciones. Hay también sensación de incertidumbre e inseguridad por la precarización laboral, por la inseguridad ante el trabajo de muchos jóvenes, de mucha gente que añora la época en la que existían trabajos estables y carreras profesionales mucho más definidas.
Todo ese conjunto de sensaciones puede y debe ser una oportunidad para la izquierda. Porque es la izquierda la que apuesta por la política como vía para tomar decisiones y resolver desde las instituciones cuestiones que no deben ser dejadas a la libre iniciativa de cada individuo. Nuestro modelo no es el del “sálvese quién pueda”; es decir, que quién tenga recursos se resuelva sus problemas, se compre lo que necesite, se financie su seguridad; y quién no tenga recursos, que se esfuerce y que se busque la vida. Ése es el modelo de la derecha. Una sociedad que busca protección dirige sus demandas hacia la izquierda; es hacia ella dónde apuntan en primer lugar las miradas de la gente. ¿Quién apuesta por la política para superar estas sensaciones de miedo e inseguridad? Sin duda la izquierda.
Pero el problema que tenemos es que no siempre nos creen. En ocasiones, los electores no nos ven como una fuerza capaz de dar una respuesta eficaz ante la incertidumbre y la inseguridad. Y eso es lo que está pasando en algunos países europeos, dónde una parte de las bases sociales o del electorado tradicionalmente más próximo a la sensibilidad de la izquierda está dirigiendo su voto a los partidos populistas y a la extrema derecha. Ha pasado en Francia, en Italia, en Austria, en Holanda, en Dinamarca. Y aun en los lugares donde, como en el caso de España, eso no ha sucedido, se ha producido una abstención mucho mayor entre los votantes de la izquierda que en los de la derecha. Ello indica que se ha creado una lejanía notable entre el electorado de la izquierda y sus representantes.
El electorado de la derecha se acomoda mejor a otra de las características de la sociedad actual. hoy los ciudadanos son más autónomos, cuentan con más recursos y por lo tanto, son más individualistas y más exigentes con sus políticos, con sus representantes. Por eso, el electorado es más volátil. Hace cuarenta o cincuenta años, los campos estaban mucho más consolidados en uno y en otro sentido. Hoy en día, algunos de los principales temas de la agenda política - cómo los relativos a los impuestos, la estabilidad económica y presupuestaria, la inseguridad ciudadana, el patriotismo, la inmigración - son debates en los que la derecha, en general, se siente más cómoda que la izquierda. Y estos temas tienen más relevancia y ocupan más espacio que los debates tradicionales en los que la izquierda se sabe en su terreno, cómo la salud, la protección social o la educación. Hay, por lo tanto, una pelea entre las agendas de la derecha y la izquierda, y los ciudadanos – esa parte de la sociedad individualista, exigente,… - prestan más atención a la agenda más cómoda para la derecha que a las prioridades que la izquierda trata continuamente de imponer, sin mucho éxito. Entre otras cosas porque poder hablar con credibilidad de la educación pública, de la sanidad para todos, de la protección social a través del sistema de pensiones públicas, de los servicios sociales, de los impuestos,.. la izquierda tiene pendiente una respuesta en torno a la eficacia de la acción pública.
Los ciudadanos le exigen al Estado, y a los servicios públicos que pagan con sus impuestos, mucha más eficacia. Le piden que los servicios que él gestiona directamente compitan en eficacia con los que presta la iniciativa privada. Porque hay muchas personas que no pueden pagarse los servicios que presta la iniciativa privada. Pero quieren, lógicamente, que los servicios que les da el Estado - en tanto que ciudadanos – se presten con la misma eficacia, con la misma agilidad, con la misma calidad, que los que presta la iniciativa privada a quién se los pueden pagar de su bolsillo. Y cuando el Estado no responde suficientemente, lo que desgraciadamente sucede, y cuando la izquierda se ve en dificultades para ofrecer a sus electores todo lo que éstos le piden - porque el Estado no actúa con agilidad, porque está burocratizado, porque no es tan eficaz como debiera - la derecha liberal aparece enarbolando la idea de la modernidad. O surgen los populismos de derecha, con actitudes antisistema, como una especie de ácratas de derecha tratando de sacar partido de esa ineficacia, y de la desazón y el descontento que se provoca entre los electores.
Tony Blair tiene un asesor que ha estado con él en todo el proceso de modernización del “New Labour”, que le ha ayudado a ganar las elecciones en el año 1997 y le sigue ayudando ahora, cuando por primera vez un gobierno laborista ha ganado dos veces seguidas la elecciones en Gran Bretaña y aspira a ganarlas por tercera vez. Se llama Philip Gould, y en un reciente artículo ha expresado ese conjunto de sensaciones de forma muy clara y muy radical. Dice Gould: “Estamos en unos tiempos nuevos, todo está cambiando, la política se ha hecho cada vez más difícil. Cunden el escepticismo y el pesimismo, no hay un compromiso cerrado de los ciudadanos con la política, se recela del poder, se extienden las quejas”. Esto lo dice el asesor de un político que ha ganado unas elecciones en el año 1997, y que ha vuelto a ganarlas de manera muy amplia hace unos meses. Y añade con sinceridad: “los laboristas estamos ganando elecciones, después de años de gobiernos de la derecha, pero la pelea para conseguir fijar un relación de confianza con nuestros propios electores es tremenda. Porque el terreno de juego ha cambiado, las actitudes de los votantes han cambiado, y es mucho más difícil de lo que nos gustaría conseguir retener esa relación de confianza en la que se basa un compromiso político”.
He empezado diciendo que soy optimista y que creo en que hay futuro. Pero ahora he cargado las tintas en las dificultades del terreno en el que tenemos que trabajar, en los problemas a los que hay que dar respuesta, en las actitudes del electorado,… ¿Cómo responder ante todo ésto?
Hay dos alternativas claras: una consiste en asustarse ante la incomodidad del panorama, ante los cambios, ante los desafíos sin respuesta clara, ante la desorientación, y en buscar la respuesta conservadora: vamos a intentar utilizar las recetas que nos dieron éxito hace veinte años - en nuestro caso seria en el 1982 - vamos a levantar otra vez las viejas banderas de la izquierda, vamos a buscar en la historia de nuestros antepasados aquello que hizo vibrar, en su día, a los ciudadanos que les votaban. Ésta es una estrategia conservadora.
Hay otra estrategia posible, que es la apuesta por la modernización de la socialdemocracia. Por la modernización de la política que hacemos los socialdemócratas. Consiste en decir que, si la sociedad está cambiando, si los problemas son diferentes, si las actitudes no son las que eran hace veinte años, si notamos distancia entre nosotros y la gente, si la gente se preocupa por cosas que no tenemos integradas en nuestro discurso, somos nosotros los que tenemos que cambiar. No tiene que cambiar la sociedad para que nosotros podamos seguir hablando y diciendo lo de siempre, sino que tenemos que cambiar nosotros para conectar de nuevo con una sociedad que está en otro lugar, muy diferente al de hace veinte o veinticinco años.
Yo creo que hay que apostar claramente por esta segunda hipótesis. Por la hipótesis de modernizar la política de la izquierda, y en particular la política de la socialdemocracia. Y lo digo desde el optimismo, porque la modernización, el rebelarse contra lo de siempre, contra la inercia, el ser un poco insurgente – que diría un mejicano - es una característica de la izquierda. Las posturas acomodaticias, el acostumbrarse a lo que hay, dejarse llevar por la inercia, considerar que todo lo bueno es lo que se viene repitiendo desde el pasado y que el futuro da miedo, es una actitud conservadora propia de la derecha. Claro que también en la izquierda hay conservadores, y no podemos confiar en que el futuro de la izquierda lo inventen los conservadores que albergamos en nuestro seno. Hay que optar, dentro mi punto de vista, por la modernización.
Giddens - teórico del laborismo inglés y de la Tercera Vía – dice que esta opción consiste en dar tres batallas. Se puede estar de acuerdo o no con él en muchas de sus afirmaciones, pues los planteamientos de la Tercera Vía están pensados ante todo para Gran Bretaña y en algunos aspectos incorporan elementos que a nosotros, los continentales, no nos suenan bien. Pero en las tres batallas a las que alude Giddens, creo que podemos coincidir plenamente.
Se trata de una batalla de las ideas, de una batalla estratégica, y de una batalla táctica.
Me voy a referir a cómo debemos dar esas batallas, desde mi punto de vista, para que la socialdemocracia gane el futuro, que es nuestra aspiración.
En primer lugar, la batalla de las ideas. Desde mi punto de vista, hay que asumir un cierto cambio filosófico y pensar en como interpretamos o reinterpretamos la relación entre los ciudadanos y el Estado. La izquierda del siglo XXI no puede ser una izquierda estatalista, que crea que todo lo va a recibir el ciudadano del Estado, o que el Estado se tiene que ocupar de todo lo que al ciudadano le importa o le preocupa. Los ciudadanos del siglo XXI son mucho más capaces de lo que lo eran sus antepasados de hace cien años a la hora de resolver muchos de sus problemas por sí mismos, y de aportar muchas energías a la sociedad en la que viven. Por lo tanto, la izquierda del siglo XXI no puede heredar, sin una lectura crítica, la visión del Estado que sustentó la izquierda del siglo XX. Lo mismo sucede respecto de la comunidad en la que vivimos insertos. El individuo – antes me refería a las tendencias individualistas - del siglo XXI vive en sociedad, pero la relación entre el individuo y su entorno ya no es igual. Ahora, en una sociedad urbana, en una sociedad moderna formada por gentes de un nivel educativo muy alto, con una capacidad de emprender, de imaginar y de innovar muy alta, la relación entre individuo y sociedad es muy diferente a la de hace varias décadas, cuando la mayoría de los individuos no tenían por sí mismos recursos suficientes para salir adelante, porque no habían tenido educación, porque no tenían ingresos suficientes, porque tenían una cantidad de carencias enormes, etc.
Lo mismo que el individuo es más autónomo respecto del Estado y menos dependiente respecto a la sociedad, ese individuo - más capacitado, con más recursos, con más autonomía - no solo debe reclamar derechos, lo que sin duda hará, sino que tiene también que asumir responsabilidades respecto de esa sociedad. Los ciudadanos no son sólo titulares de derechos sino que el Estado les debe pedir una serie de responsabilidades. Y ello no nos debe crear mala conciencia, porque además de ser titulares de derechos, y de saber que por el hecho de serlo tienen acceso a una serie de servicios y de tutelas, se trata de ciudadanos enormemente exigentes como consumidores y como contribuyentes. Y por lo tanto, junto a la petición de responsabilidades hay que reconocer que van a ser unos ciudadanos extraordinariamente exigentes a la hora de relacionarse con la esfera pública.
A partir de ese entorno, ¿qué ideas debe proponer la socialdemocracia? Creo que las tres grandes líneas-fuerza que debemos proponer en una sociedad como la actual son una idea de democracia política, una idea de igualdad y una idea de prosperidad económica.
Hasta ahora, cuando hablábamos de profundizar la democracia pensábamos que, una vez conseguidas las libertades democráticas, debíamos ir hacia una democracia social y hacia una democracia económica. Es decir, una democracia que nos reconoce una serie de derechos sociales a los ciudadanos – a la educación, a la sanidad, a la protección social – y una democracia económica que nos permite participar en la toma de decisiones en el mundo económico y en las empresas. Ahora, junto a la democracia social y económica, que son muy importantes, hemos de dar una respuesta para profundizar en la democracia política, en la democracia como tal. Tenemos que ser capaces de establecer un nuevo compromiso político, un nuevo contrato político con esos ciudadanos desorientados, temerosos, asustados, exigentes, individualistas,… No podemos pensar que vamos a progresar como comunidad política sin establecer un nuevo contrato político que vigorice la idea de política, que eleve el rango que los ciudadanos otorgan a la política y a las instituciones, y que haga que cada miembro de la sociedad se sienta más cómodo en la esfera pública y en las instituciones que seamos capaces de organizar los políticos.
¿En qué se debe traducir esa profundización de la democracia política? En cercanía. La política necesita un discurso que los ciudadanos no vean como algo lejano, sino como algo accesible, comprensible. Cosa difícil en una sociedad con tanta avalancha de información. Pero hay muchas técnicas que la política puede incorporar para hacer accesibles y próximos su discurso, su razonamiento y sus debates en la vida cotidiana de los ciudadanos. Los ciudadanos deben sentir que sus políticos son controlables, que son honestos, que son transparentes.
Y continuamente vemos ejemplos que invalidan ese desiderátum. En los últimos días, de nuevo estamos viendo en nuestro parlamento ejemplos de diputados que, con una interpretación laxa de la ley, están legislando sobre materias en las cuales tienen intereses privados. Cuestiones que afectan a la honorabilidad de las personas se quedan en la nebulosa, porque no se acaban de aclarar si son falsas o ciertas determinadas imputaciones. Asistimos a una cohabitación insana entre los intereses públicos y los privados, entre las decisiones que se toman en la esfera pública y los intereses privados de determinadas empresas o determinados grupos. Todo ello aleja a los ciudadanos de la política y de sus representantes, quiebra la confianza. En ese clima no puede profundizarse la democracia, para que los ciudadanos se sientan partícipes de lo que están haciendo sus representantes.
Se requiere un compromiso serio para luchar contra todo tipo de corrupción. También para mejorar el funcionamiento de los partidos políticos, reabriendo cauces de participación en esferas que éstos van abandonando y dejando en manos de otro tipo de organizaciones, de movimientos sociales o de organizaciones no gubernamentales. Y esto exige de los partidos y de los políticos un aprendizaje para adaptarse al funcionamiento de la sociedad de la información. Hay que funcionar en red. Antes decía que la Internacional Socialista es un cascaron vacío. Sin duda, los políticos, a escala nacional, europea y mundial, tendríamos que estar utilizando muchísimo más las posibilidades que ofrece Internet para intercambiar experiencias, para dialogar entre nosotros, para comunicarnos unos a otros practicando lo que los anglosajones llaman benchmarkings, conociendo las mejores prácticas de unos para aplicarlas en otros lugares. Eso se está haciendo muy poco todavía en la política actual, pese a que es ya lo habitual en otro tipo de organizaciones, y desde luego el sector privado. Nos estamos quedando atrás en esos avances de la sociedad y de la vida económica. La política da la sensación de ser algo poco comprensible, poco inteligible, lejano, medio oculto, que hay que soportar pero que no nos presta un servicio útil en el día a día.
Y sin duda, tiene que haber a escala europea entes con capacidad para tomar decisiones, con capacidad de ser relevantes y utilizar el poder en beneficio de los ciudadanos. Si no conseguimos democratizar las instituciones europeas, que son el lugar dónde se toman las decisiones que condicionan el 70 % de las leyes que aprobamos en el Parlamento español, los ciudadanos mirarán con recelo a unos entes poco transparentes y alejados de su sensibilidad cotidiana, pero que son imprescindibles. Europa es una oportunidad que no podemos desaprovechar para afrontar el reto de la globalización. La integración europea se inició después de la Segunda Guerra Mundial, para reconciliar a Francia con Alemania. A partir del Tratado de París de 1952, que fue seguido del de Roma en 1957, se abrió una vía que se ha revelado extraordinariamente inteligente, aunque al principio fuese un tanto abstrusa. Se decidió unir el mercado del carbón y del acero, luego se acordó poner en marcha la política agraria común, después se logró una unión aduanera, y más tarde un mercado interior único. Todos ellos eran, y siguen siéndolo, unos conceptos que a la mayoría de los ciudadanos les resultan lejanos. Pero hoy, Europa es un espacio común, un espacio político que tiene que jugar un papel en el mundo global, sin limitarse a ser – por mucha potencia económica que tengamos todos los europeos juntos – un mero apéndice político. La profundización de la democracia es, por lo tanto, la primera batalla de ideas que la socialdemocracia tiene que ganar, y es fundamental que la gane.
La segunda es la batalla de la igualdad. Por supuesto, la idea de igualdad es la que estuvo en el origen de las expresiones políticas de la izquierda. La pasión por la igualdad y la lucha contra las desigualdades siguen siendo la razón de ser de la socialdemocracia. Lo que de verdad nos diferencia del resto de las fuerzas políticas democráticas no es tanto la idea de democracia, sino la idea de igualdad. Toda desigualdad provocada por la sociedad en la que vivimos o generada por las instituciones que tenemos, por la decisiones que tomamos, por las barreras que no somos capaces de saltar, por los privilegios que no eliminamos,… choca con nuestra conciencia socialdemócrata. Nosotros queremos que el modo en que se organice la sociedad no sea un elemento que provoque desigualdad, sino en todo caso una palanca de oportunidades para que todos los hombres sean iguales. Ahora bien, ¿qué parte de las desigualdades que existen entre nosotros, - de lengua, de cultura, de gustos, de aspiraciones, de ambiciones, - debemos respetar e incluso proteger? ¿Hasta qué punto la socialdemocracia, que tiene pasión por la igualdad, también debe erigirse en la defensora de la diversidad y de la pluralidad social en una sociedad como la nuestra? Ese es un debate fundamental, que tenemos que saber resolver. Las ideas igualitaristas, según las cuales todo el mundo tenía que ir vestido igual, con uniforme, han quedado arrasadas. Ése nunca ha sido el modelo de la socialdemocracia, y la historia lo ha dejado arrumbado para siempre.
La socialdemocracia acertó mucho más que el resto de la izquierda- es decir, que el comunismo – en ofrecer una visión equilibrada de la igualdad, compatible con y complementaria de la idea de la libertad que forma parte también de nuestro núcleo de ideas y de planteamientos. Es verdad que a veces las políticas socialdemócratas no han podido llegar a asegurar la igualdad de oportunidades. Y que por otro lado, nuestra sociedad, que tolera demasiadas desigualdades, admite muy mal la diferencia. Puede parecer paradójico, pero es así. Somos, a veces, muy poco sensibles ante las desigualdades injustificadas, pero muy recelosos ante la diversidad enriquecedora.
En el interior de un país como el nuestro, existe una pluralidad muy grande desde muchos puntos de vista, que se va a ver intensificada aún más con la inmigración. Ésta ya forma parte de nuestra sociedad, y lo va a hacer aún más en las próximas décadas. Tenemos que acostumbrarnos a ello. Debemos organizar la convivencia de manera que la diversidad y la pluralidad cultural, lingüística, estética… no sean un lastre ni un motivo de enfrentamiento o de tensiones, sino que sean un factor de enriquecimiento, y desde luego, respetadas por unos y por otros.
Los cambios en la estructura social que se están produciendo, derivados de la igualdad entre hombres y mujeres, de los avances tecnológicos o del pluralismo cultural en nuestras sociedades, son una oportunidad magnífica para que la socialdemocracia redefina y explique con claridad a los ciudadanos un modelo de sociedad, distinto al actual, que podemos construir a través de la acción política. No debemos tener miedo a ese debate. A veces parece que la izquierda tiene reticencia a hablar de un modelo de sociedad diferente al actual, una vez que cayeron las viejas utopías del siglo XX, que nos llevaron a los totalitarismos y a sus desastres consiguientes. Pero no hay que tener miedo, desde una izquierda que cree profundamente en la democracia, de hablar de la necesidad de ofrecer un nuevo modelo de sociedad, aprovechando muchas de las energías que se están viendo en una sociedad como la actual, plural, con una creciente igualdad de género, dotada de numerosos recursos humanos.
Y por último, la identidad económica de la socialdemocracia. Hablar de más educación, de más protección social, de más servicios, de eficiencia,…requiere hablar de política económica, de dinero. Y la izquierda a veces es reticente, todavía, a expresar con claridad sus puntos de vista en este terreno. Una izquierda no conservadora no debe tener miedo, sin embargo, de decir que está de acuerdo con el equilibrio económico, con el equilibrio en las cuentas . Parece razonable que, en la medida de lo posible, las cuentas públicas estén equilibradas, y no se vaya generando deuda un año tras otro. La socialdemocracia moderna debe utilizar el Estado para incrementar el capital humano, a través de más educación y formación, y para mejorar el capital tecnológico. No debe copiar a la derecha, que mantiene una visión débil del papel del Estado en estas materias. Un Estado que ya no tiene por qué seguir haciendo lo que hacía en el siglo XX, siendo propietario de empresas fabricantes de zapatos o cosas por el estilo, pero que es en cambio insustituible a la hora de aumentar el capital humano en nuestra sociedad, de asegurar la igualdad de oportunidades en la educación, de asegurar una asistencia sanitaria para todos, de eliminar barreras a la creación de empleo, de tener empleos de calidad,…
El Estado tiene una enorme capacidad, sin desarrollar, para mejorar la provisión de servicios públicos y para redistribuir la renta y la riqueza. Otra cosa es que lo deba hacer de manera distinta, con instrumentos diferentes, con políticas nuevas. Pero eso es ya una cuestión de estrategia, de cómo instrumentar las ideas. Y en ese plano, el cliché de las viejas políticas, en el sentido de que para ser de izquierdas hay que estar en contra de las empresas, tiene que haber más impuestos y más gasto público, no hay que preocuparse de la seguridad ciudadana,… todos esos viejos clichés que todavía la derecha intenta mantener, forman parte del pasado. Como dice Clinton en un discurso reciente, “ un político progresista, a principios del siglo XXI, no tiene por qué elegir entre defender al trabajador o defender a la empresa”. También hay que rechazar la disyuntiva entre perseguir a los delincuentes o prevenir que se cometan delitos; frente a lo que la derecha quiere hacer ver, lo uno no es incompatible con lo otro, pues se puede atacar a los delincuentes y simultáneamente a las causas que generan el que haya gente que se vea inducida a delinquir . Hay que rechazar que la política educativa tenga que optar entre la excelencia para unos pocos y la equidad en el reparto de las oportunidades educativas; se puede tener un sistema educativo que sea equitativo y a la vez que aspire a dar una educación de la máxima calidad posible a sus niños, a sus jóvenes. Hay que rechazar que la asistencia sanitaria tenga que elegir entre un sistema gratuito y abierto para todos o una asistencia de calidad; lo uno y lo otro es posible obtenerlo, en un país con los recursos y la capacidad que tiene España o que tienen otros países europeos. Hay que rechazar que el respeto al medio ambiente sea incompatible con el crecimiento económico; más bien sucede lo contrario.
La socialdemocracia actual se debe sentir muy cómoda defendiendo unos bajos tipos de interés y una baja tasa inflación, obtenidas gracias a la disciplina fiscal. Se encuentra cómoda protegiendo el entorno empresarial para crear empleo, o diseñando impuestos compatibles con el trabajo y con la inversión. Dando trabajo en vez de dar subsidios a la gente, organizando y gestionando servicios públicos destinados a satisfacer al usuario y no simplemente orientados a satisfacer a los empleados públicos que prestan ese servicio. Luchando contra los delincuentes, pero también contra las causas que generan el que se puedan cometer esos delitos. Tratando de influir en el mundo a través de la organización de un sistema de defensa y de una capacidad militar que disuada a quienes nos quieran agredir o a quienes quieren establecer un orden mundial basado en la violencia o la tensión. Pero desde luego se tiene que encontrar cómoda, ayudando a conseguir un orden mundial justo, potenciando mecanismos de ayuda al desarrollo y sistemas justos de intercambio entre países ricos y países menos ricos.
La izquierda del siglo XXI, por lo tanto, tiene todo el futuro para ella si se moderniza. Y su modernización es posible. En algunos países la izquierda está inmersa claramente en esa fase. Todos los modelos tienen elementos críticos, los que son válidos en un país no se pueden exportar sin más a otro. Pero sin duda existen en este momento ejemplos de políticos y de experiencias de gobierno que están ofreciendo resultados muy estimables en términos de eficacia económica, de equidad social, de participación democrática, de compromiso con el mundo que les rodea,… Experiencias socialdemócratas, que son incomparablemente superiores a cualquier modelo de gobierno conservador o de otro signo que podamos poner en estos momentos encima de la mesa. Los socialdemócratas lo podemos exhibir con total tranquilidad e incluso con orgullo. Lo que debemos hacer es insistir en la tensión modernizadora, no ceder a la tentación del conservadurismo.
Querría acabar con dos palabras sobre la situación española. En España, los socialistas fuimos una izquierda moderna hace veinte años. En esos años se consolidó la democracia, gobernamos con eficacia, logramos grandes objetivos, mejoramos la situación de millones de ciudadanos de este país, acortamos desigualdades, modernizamos el sistema productivo, incorporamos España a Europa y al mundo. Luego entramos en una fase descendente, en un ciclo - me van a perdonar los compañeros- de una cierta decadencia. Cometimos errores, no supimos responder rápidamente a algunos de los errores más graves que se cometieron en nuestras filas. Y al final perdimos las elecciones.
Llevamos ahora seis años y medio en la oposición. Cómo decía antes, el ciclo político en España está invertido. Cuando en Europa predomina la socialdemocracia, nosotros estamos en la oposición; y cuando en Europa la socialdemocracia pasa a la oposición, nosotros nos acercamos al gobierno. En este momento hay dos países importantes de Europa gobernados por la socialdemocracia – Gran Bretaña y Alemania – pero nuestro ciclo ya está en franca recuperación. Nos estamos acercando de nuevo a la posibilidad de ganar las elecciones y de gobernar. En parte, ello es fruto de la modernización que se está produciendo en el Partido Socialista en estos dos últimos años. Se perciben ahora elementos de modernización que muchos ciudadanos estaban esperando en el Partido Socialista desde principios de los noventa. Han tenido que ocurrir dos derrotas electorales, y la superación de algunos graves problemas internos, hasta encontrar el impulso suficiente para retomar esa dinámica modernizadora. Ahora lo estamos haciendo muy bien. E igual que antes decía que la socialdemocracia debe ser optimista, creo que en España, en estos momentos, el optimismo y la esperanza en el futuro los encarna otra vez el Partido Socialista. Y también en Cataluña, por supuesto. Con Pasqual Maragall y con el PSC.
El mensaje que debemos tener los socialdemócratas en España, en Europa, y en el mundo es que, sin negar los problemas que hace que a veces el mundo actual nos parezca hostil, podemos afrontar el futuro con ilusión y con esperanza. No hay problemas, por muy graves que parezcan, que no tengan solución. En parte, muchos de ellos, en una sociedad como la actual, ya no se resuelven a través del Boletín Oficial del Estado, sino gracias al entorno familiar, a los recursos humanos que cada persona lleva consigo, a su trabajo, a su profesionalidad. Pero aún existe un amplio listado de problemas que los tiene que resolver la acción política. Y creo que en España los socialistas empezamos a ganar las tres batallas a las que me refería antes. Estamos en condiciones de impulsar un compromiso político que restablezca la confianza y la ilusión de la gente en la política, y en que se puedan superar dificultades y alcanzar metas que por la propia dinámica de la sociedad y del mercado quedarían fuera de nuestro alcance. Empieza a percibirse de nuevo esa química, esa sintonía entre los sectores más dinámicos e ilusionados de la sociedad española y lo que el Partido Socialista representa. En la actual estrategia de los socialistas existen propuestas que responden al esquema de una socialdemocracia moderna, a la que me refería antes. El PSOE actual han abandonado la tentación conservadora de ir por un camino ya trillado, pero que no vale ya para sembrar nuevos terrenos del siglo XXI. Creo, en definitiva, que la posibilidad de ganar las elecciones en el año 2004 es real. No digo que haya seguridad, sino que existe esa posibilidad. Y en Cataluña, yo creo que hay práctica seguridad de que vamos a ganar las elecciones del próximo año.
Me gustaría acabar esta visión de la socialdemocracia del futuro imaginando por un minuto lo magnifico que sería tener en España un gobierno socialista, y al mismo tiempo, por primera vez desde los años ochenta –lo siento, Josep, ya os toca pasar a la oposición- un gobierno socialista en la Generalitat de Cataluña. Es imprescindible la alternancia. En estos momentos, el PSC puede ofrecer muchas más cosas para el futuro de Cataluña que cualquier otra fuerza política. Pero además ese proyecto no quedará culminado, no quedará inscrito en la historia de Cataluña y de España, si no se complementa, o hasta que no se complemente, con un gobierno socialista en Madrid, en la Moncloa. Con un gobierno del Partido Socialista Obrero Español. En ese momento, cuando se produzca esa coincidencia hasta ahora inédita, no solo habrá lugar para el optimismo respecto de lo que podemos hacer durante otro ciclo histórico de progreso y de modernización en España, gobernando en el Estado, en Cataluña, en Andalucía y en otras comunidades autónomas. El socialismo español, que en los años ochenta hizo muchas cosas pero no fue capaz de contarlas y de trasladarlas a nuestros compañeros socialdemócratas en Gran Bretaña o en Alemania o en otros sitios, puede erigirse ahora en un punto de apoyo muy fuerte para los demás socialdemócratas de Europa, y participar junto con ellos en la construcción de un futuro que es muy necesario para los europeos y para los ciudadanos del mundo.
Si la socialdemocracia española y europea es capaz, en los próximos cinco o diez años, de plasmar en un proyecto colectivo una idea de Europa política fuerte, abierta y solidaria, estoy seguro que el mundo del siglo XXI va a ser extraordinariamente mejor que el de los siglos pasados.
Éste es mi deseo y mi esperanza. Y eso es lo que trataba de trasladarles a ustedes esta noche. Muchas gracias,

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