En las décadas de 1990 y 2000, respectivamente, dos socialdemócratas encantadores y un tanto dejados destacaban en las filas de los líderes europeos. Básicamente, ambos se habían labrado una notable carrera a base de no preocuparse demasiado por el sufrimiento que suele conllevar el hecho de llegar a un alto cargo político. Los asuntos mundanos como los déficits presupuestarios y las reformas estructurales estaban por debajo de su idea de la dignidad, o eso creían ambos caballeros. Schröder dotó a Alemania de una economía ágil y capaz de competir en los mercados internacionales La amenaza de que España siguiera los pasos de Grecia hizo ver la luz del día a Rodríguez Zapatero Cuando Gerhard Schröder se convirtió en canciller de Alemania en octubre de 1998, deleitaba más a su ciudadanía luciendo trajes de diseño y fumando puros cubanos caros que centrándose realmente en el talón de Aquiles del país: los abrumadores costes sociales y las inflexibles estructuras del mercado laboral. Es cierto que durante ocho años fue primer ministro de la Baja Sajonia, uno de los 16 Estados federados de Alemania, de modo que no era ningún novato en puestos políticos de responsabilidad. Cuando fue reelegido para una segunda legislatura, en septiembre de 2002, daba la impresión de que superaría fácilmente su estancia en el cargo centrándose en tareas internacionales como congraciarse con los rusos y batallar con George W. Bush, el belicoso presidente estadounidense. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero llegó a la presidencia española, en abril de 2004, tenía solo 43 años. Estaba decidido a dejar huella a base de simpatía y se centró en cuestiones como reforzar el papel de la mujer en la política y la sociedad españolas. Aunque hay que reconocer que esta reforma vital tiene un mérito considerable, Zapatero -como ese otro simpático líder socialdemócrata antes que él, el alemán Gerhard Schröder- dejó bien claro que no quería ensuciarse las manos lidiando con la economía nacional. Sí, había pájaros de mal agüero que presagiaban un recalentamiento de la economía, una economía que dependía con exceso de la vivienda y de la construcción. Y el desempleo en general, y el nivel de paro entre los jóvenes en particular, era irritante, pero ¿qué puede hacer un presidente español ante esos desafíos, teniendo en cuenta la apabullante naturaleza de la economía mundial? En semejantes circunstancias, Zapatero -igual que Gerhard Schröder, su alma gemela política- prefirió dorar la píldora y engatusar a sus compatriotas para que se olvidaran de los sombríos horizontes. No estaba por la labor de deslucir su mandato centrándose excesivamente en los presupuestos y las políticas estructurales. Pero volvamos al caso alemán. Poco después de finalizar su primer mandato, Schröder tuvo su momento y se puso las pilas. Un hombre al que se consideraba el equivalente de un calavera decidió de golpe y porrazo que no iba a perder más el tiempo en el cargo y que iba a hacer frente a los problemas económicos del país lanzando la denominada Agenda 2010 en marzo de 2003. Con ese ambicioso programa se recortarían las prestaciones sociales hasta alcanzar unos niveles manejables en un contexto económico mundial. La reforma de las pensiones significaría que la gente tendría que trabajar más tiempo. Los parados ya no podrían rechazar tan fácilmente una oferta laboral alegando que el trabajo les quedaba demasiado lejos de casa y, por tanto, no podían aceptarlo. Para que las reformas calaran, los subsidios por desempleo en Alemania descendieron prácticamente a niveles comparables a los de EE UU, lo cual significa que eran cualquier cosa menos generosos. Las ventajas de ese severo planteamiento han quedado plenamente de manifiesto durante la actual recesión, con unos niveles de desempleo en Alemania que son los más bajos de los últimos 20 años. Es difícil determinar cuál fue la causa exacta de ese cambio de Schröder, si no de opinión, sí al menos de actitud. A lo sumo podemos imaginar que su conversión guarda relación con la revelación de que es terrible desperdiciar dos mandatos al timón de la política del país de uno. Schröder deseaba que su tiempo en el cargo de canciller sirviera para algo, y al final lo consiguió. En lo que respecta a Zapatero, su conversión no ha sido tan voluntaria. La reacción de los mercados internacionales a raíz de la crisis griega en la primavera de 2010 -y la amenaza de que "España sería la siguiente"- le hicieron ver por fin la luz del día. Es verdad, ha habido que llevarlo a rastras al altar de la rectitud fiscal y las reformas estructurales entre pataleos y gritos, pero el hecho es que ahora está ahí. En estos momentos, Zapatero afronta su prueba de fuego política: conseguir que se apruebe el paquete de reformas que ha anunciado su Gobierno. Hay quienes dudan de su fortaleza interna. Creen que cuando se tope con protestas en la calle lo suficientemente fuertes, cederá en cuestiones clave como el mercado laboral y la reforma de las pensiones. Y, en efecto, puede que lo haga. ¿Quién puede saber su grado de fortaleza interna? Pero en este periodo de considerable incertidumbre política en España por el futuro de su proceso de reforma económica y social, hay unas cuantas cosas que Zapatero puede dar por sentado. La versión de los noventa de primer ministro despreocupado, el también socialdemócrata Gerhard Schröder, lo consiguió. Se mostró firme y puso a su país en el buen camino. Sí, hubo quienes dudaron en todo momento, convencidos de que la política alemana y la sociedad en general nunca tragarían con unas reformas profundas. Pero a la postre lo hicieron. ¿Por qué? Probablemente porque en la era de la democracia mundial y la integración económica internacional, los electores tienen la sensación instintiva de que todas esas protestas que enfrentan a capital y trabajadores son cosa del pasado. En realidad, las empresas tienen tantos problemas como los ciudadanos para afrontar las cambiantes circunstancias mundiales. Lo principal es que ciudadanos y empresas consigan un justo equilibrio que siga motivando a los ciudadanos-empleados y que permita a las empresas prosperar y competir. En este mundo feliz, los ciudadanos también son conscientes de que aferrarse a unas prestaciones demasiado elevadas ya no equivale en esencia a un acto de desafío y conciencia social como es debido, sino a mirarse el bolsillo. A fin de cuentas, los gastos sociales son sufragados en buena parte por los contribuyentes, y no por organizaciones capitalistas amorfas. Y, por último, Schröder desarrolló un sentido innato para entender que no podía pedir a sus compatriotas que consintieran un cambio a menos que él también estuviera dispuesto a someterse a una transformación. Un líder político de verdad es aquel que planta cara a las dificultades y dirige desde el frente, y no el que se limita a difundir trivialidades. Todo eso debería infundir a Zapatero fortaleza interna, determinación y la confianza en que puede, y debe, mantener el rumbo, aunque las batallas presupuestarias que se avecinan en el Parlamento quizá sean duras. Si lo consigue, puede que incluso se enfrente a lo impensable para un político profesional: perder la reelección. Al fin y al cabo, Schröder era la misma clase de animal político que Zapatero, y su determinación y éxito a la hora de encarrilar la Agenda 2010 le pasaron a él -y a su partido- una factura elevada en lo que se refiere a unos partidarios profundamente decepcionados. Algunos de ellos estaban tan frustrados que se escindieron y fundaron otro partido férreamente a la izquierda de los socialdemócratas de Schröder, lo cual menguó todavía más sus probabilidades de salir reelegido en otoño de 2005. Al final, Schröder perdió esas elecciones y tuvo que retirarse de la política, aunque, ante la gran sorpresa de todos, casi se las apañó para salvar la diferencia de votos en los últimos días de campaña. Pero Schröder hizo bien lo importante, que era transformar la economía de Alemania, hinchada y con unos costes poco competitivos, en una economía ágil y capaz de competir en los mercados internacionales, y ese es un mérito imperecedero. Quedará ante la historia como un legado más que respetable para alguien que en opinión de todos siempre sería un calavera que se toma las cosas a la ligera. - Stephan G. Richter es editor y director de theglobalist.com Traducción de News Clips.
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