LA IDEA DE IZQUIERDA
Artículo de MICHEL WIEVIORKA en “La Vanguardia” del 22/02/2004El final de la guerra fría hizo que las democracias tuvieran que enfrentarse a sí mismas. De pronto, ya no pudieron definirse en relación con otro modelo, competidor, y se encontraron en la extraña situación de verse triunfadoras –de ahí el éxito del tema del final de la historia relanzado entonces por Francis Fukuyama– y, al mismo tiempo, obligadas a efectuar un trabajo sobre ellas mismas si querían pensarse y mejorarse. Dicho fenómeno coincidió más o menos con otro: el declive de la lucha de clases; es decir, de la oposición fundamental entre el movimiento obrero y los dueños del trabajo. Por toda Europa quedó claro en ese momento que las sociedades occidentales dejaban de ser industriales y que se alejaban del principio de estructuración dado por esa oposición. Una consecuencia capital de esta doble transformación fue la toma de conciencia de sus implicaciones sobre la democracia representativa. Ésta, a lo largo de toda la época industrial, dio mucha importancia a la lucha de clases, que encontraba su prolongación –e incluso su expresión política– en la dicotomía izquierda-derecha y que era capaz incluso de ofrecer una clave para la lectura de las relaciones internacionales. Diversas fórmulas habían hecho que, en todos los países, esa dicotomía funcionara. Así, en la izquierda, encontrábamos partidos socialdemócratas o laboristas apoyados en una clase obrera organizada –y deseosa de negociaciones y reformas– y partidos comunistas que apelaban más –en sus discursos, si no en sus prácticas– a lógicas de ruptura revolucionaria mientras seguían adheridos a Moscú. Ocurría también a veces que algunos partidos de izquierda apelaban a la clase obrera sólo de forma mágica (aunque apelaban de todos modos). Ahora bien, de repente, se hizo difícil seguir construyendo un programa político sobre la base de referencias fundamentales a una clase obrera en declive: la izquierda quedó huérfana de su base, al tiempo que se volvió cada vez menos capaz de representar a un electorado masivo. En tales condiciones, la propia idea de izquierda se debilitó. En algunos casos, se retrajo hasta convertirse en una especie de fundamentalismo obrero cuya huella se encuentra aún en algunos restos de partidos comunistas. En otros casos, lo que hizo más bien fue disolverse, hasta volver opaca y confusa toda distinción con la derecha: es lo que ocurrió especialmente cuando los partidos de izquierda se convirtieron ante todo en fuerzas de modernización cultural o económica, abiertas al mercado, alejándose de los modelos clásicos del servicio público a los que se habían apegado por lo general las antiguas fuerzas de izquierda. Así, para numerosos observadores, la tercera vía de Tony Blair ha sido considerada no como un programa de izquierda, sino como un programa centrista, e incluso de centroderecha. Sin embargo, el declive del movimiento obrero no significa el agotamiento de todas las formas de conflictividad social, y, desde la década de 1970, hemos presenciado el desarrollo de numerosas figuras contestatarias, los “nuevos movimientos sociales”, de los que habló Alain Touraine a propósito de las luchas estudiantiles, regionalistas, feministas, ecologistas, antinucleares, etcétera, y luego los movimientos “altermundistas” aparecidos en la segunda mitad de la década de 1990, así como todo tipo de agentes culturales y religiosos, empezando por los que apelan al islam. Esas nuevas figuras del compromiso habrían podido contribuir a renovar la idea de la izquierda. Al fin y al cabo, dibujan el nuevo paisaje de las luchas, son portadoras de expectativas que la izquierda podría intentar representar. En realidad, esa renovación no ha pasado de un tímido esbozo; al menos, por esa vía. Ocurrió que los nuevos agentes suscitaron el nacimiento de nuevos partidos políticos. Fue el caso, en especial, de los partidos verdes, anclados por lo general en la izquierda aunque de forma más o menos autónoma y casi siempre tras muchas vacilaciones. A veces, las nuevas contestaciones fueron capitalizadas por fuerzas de extrema izquierda, que operan –como dijo Pierre Bourdieu– a la izquierda de la izquierda y que desarrollan entonces posiciones hipercríticas, hostiles a toda idea de cambio negociado o de reforma. Sin embargo, la mayor parte de las nuevas contestaciones han conjugado expectativas colectivas y fuertes demandas de sus miembros de ser considerados como sujetos singulares, como individuos. El derrumbe del comunismo real convirtió en imposible proponer, por parte de la izquierda, promesas de futuros esplendorosos o la construcción colectiva de un hombre nuevo; pero la cultura de la izquierda la incomoda cuando se trata de tomar en cuenta a individuos, personas singulares, puesto que su pensamiento es en primer lugar el del colectivo. En unos universos dominados por el individualismo, por el deseo de cada uno de construir su propia experiencia, de construirse como sujeto autónomo, la izquierda tiene dificultades para presentar un discurso convincente, proponer utopías, una visión del futuro, no sabe conciliar bien lo individual y lo colectivo. Y cuando lo hace en seguida corre el riesgo de perder su alma (precisamente, uno de los reproches dirigidos contra la tercera vía de Blair). Al tiempo que perdían una parte de su base clásica, las fuerzas de izquierda no siempre percibieron bien las evoluciones sociales que transformaban una parte de su electorado anterior en figuras de mera protesta, abiertas al populismo e incluso al nacionalismo. Sólo les quedaba convertirse en la expresión de las capas medias protegidas, más que de los pobres, los desposeídos y otros excluidos del cambio. De modo que en los lugares, como en Francia, donde el Estado desempeña un papel importante, se convirtieron ante todo en la expresión política de sus agentes, funcionarios, enseñantes, asalariados de los servicios públicos y similares, etcétera. De manera que los partidos de la izquierda clásica tuvieron dificultades para adaptarse a la gran mutación de los años setenta, ochenta y noventa. Sin embargo, no estuvieron solos, y el balance, en las filas de la derecha, no es más brillante. En este sentido, la crisis de la izquierda es también una crisis más amplia de los sistemas políticos. La idea de izquierda siempre apeló al internacionalismo. Sin embargo, en un mundo globalizado y donde una respuesta posible a los estragos de la mundialización neoliberal podría ser una aceleración de la construcción europea, los partidos de izquierda en conjunto han dado la impresión de una gran dificultad para pensar la política alejándose el marco del Estado-nación. No saben muy bien cómo situarse en relación con los movimientos “altermundistas”, hasta el punto de querer estar representados, por ejemplo, en los grandes foros sociales, al estilo de Porto Alegre, y también en los encuentros de los “líderes globales” simbolizados hoy por el nombre de Davos. Y no constituyen en la actualidad –es lo menos que cabe decir– una fuerza motriz en los esfuerzos por hacer avanzar Europa. ¿Es posible que se reconstruyan en Europa, a medio plazo, unos proyectos, unas visiones de izquierda que den forma a unos partidos que se renueven de verdad? Semejante hipótesis implica el cumplimiento de varias condiciones. La izquierda tendría que aprender primero a articular mejor las aspiraciones de su electorado a la autonomía de la persona, y el sentido de lo colectivo y, por lo tanto, de la responsabilidad general de cada uno. A continuación, tendría que volver a encontrar el camino de los excluidos y de todos aquellos a quienes inquieta el cambio socioeconómico, los desposeídos, los precarios, los asalariados con ingresos más modestos. Tendría igualmente que mostrarse sensible a las peticiones de renacimiento cultural –por ejemplo, en materia religiosa–, cuya importancia sigue sin percibir de forma muy clara. Tendría además que convertirse en un elemento motor en la construcción de una Europa que fuera social y cultural, y no sólo económica y monetaria, que fuera capaz de promover, por ejemplo, esfuerzos europeos en materia de investigación, enseñanza superior, sanidad, ayuda al Tercer Mundo... Sin embargo, por ahora, los partidos de izquierda, cuando están en la oposición, parecen esperar sobre todo el fracaso de los partidos de derecha en el poder, mucho más que dar la apariencia de ser capaces de inventar ideas que sean a la vez nuevas, generosas y realistas. Y cuando se ponen manos a la obra, dan sobre todo una impresión de impotencia a la hora de alejarse de la gestión de lo cotidiano. Por tanto, no hay motivo para mostrarse optimista en relación con la buena salud de la izquierda, no más que –más allá de ella– con la de nuestros sistemas políticos.
MICHEL WIEVIORKA, sociólogo y profesor de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París Traducción: Juan Gabriel López Guix
Artículo de MICHEL WIEVIORKA en “La Vanguardia” del 22/02/2004El final de la guerra fría hizo que las democracias tuvieran que enfrentarse a sí mismas. De pronto, ya no pudieron definirse en relación con otro modelo, competidor, y se encontraron en la extraña situación de verse triunfadoras –de ahí el éxito del tema del final de la historia relanzado entonces por Francis Fukuyama– y, al mismo tiempo, obligadas a efectuar un trabajo sobre ellas mismas si querían pensarse y mejorarse. Dicho fenómeno coincidió más o menos con otro: el declive de la lucha de clases; es decir, de la oposición fundamental entre el movimiento obrero y los dueños del trabajo. Por toda Europa quedó claro en ese momento que las sociedades occidentales dejaban de ser industriales y que se alejaban del principio de estructuración dado por esa oposición. Una consecuencia capital de esta doble transformación fue la toma de conciencia de sus implicaciones sobre la democracia representativa. Ésta, a lo largo de toda la época industrial, dio mucha importancia a la lucha de clases, que encontraba su prolongación –e incluso su expresión política– en la dicotomía izquierda-derecha y que era capaz incluso de ofrecer una clave para la lectura de las relaciones internacionales. Diversas fórmulas habían hecho que, en todos los países, esa dicotomía funcionara. Así, en la izquierda, encontrábamos partidos socialdemócratas o laboristas apoyados en una clase obrera organizada –y deseosa de negociaciones y reformas– y partidos comunistas que apelaban más –en sus discursos, si no en sus prácticas– a lógicas de ruptura revolucionaria mientras seguían adheridos a Moscú. Ocurría también a veces que algunos partidos de izquierda apelaban a la clase obrera sólo de forma mágica (aunque apelaban de todos modos). Ahora bien, de repente, se hizo difícil seguir construyendo un programa político sobre la base de referencias fundamentales a una clase obrera en declive: la izquierda quedó huérfana de su base, al tiempo que se volvió cada vez menos capaz de representar a un electorado masivo. En tales condiciones, la propia idea de izquierda se debilitó. En algunos casos, se retrajo hasta convertirse en una especie de fundamentalismo obrero cuya huella se encuentra aún en algunos restos de partidos comunistas. En otros casos, lo que hizo más bien fue disolverse, hasta volver opaca y confusa toda distinción con la derecha: es lo que ocurrió especialmente cuando los partidos de izquierda se convirtieron ante todo en fuerzas de modernización cultural o económica, abiertas al mercado, alejándose de los modelos clásicos del servicio público a los que se habían apegado por lo general las antiguas fuerzas de izquierda. Así, para numerosos observadores, la tercera vía de Tony Blair ha sido considerada no como un programa de izquierda, sino como un programa centrista, e incluso de centroderecha. Sin embargo, el declive del movimiento obrero no significa el agotamiento de todas las formas de conflictividad social, y, desde la década de 1970, hemos presenciado el desarrollo de numerosas figuras contestatarias, los “nuevos movimientos sociales”, de los que habló Alain Touraine a propósito de las luchas estudiantiles, regionalistas, feministas, ecologistas, antinucleares, etcétera, y luego los movimientos “altermundistas” aparecidos en la segunda mitad de la década de 1990, así como todo tipo de agentes culturales y religiosos, empezando por los que apelan al islam. Esas nuevas figuras del compromiso habrían podido contribuir a renovar la idea de la izquierda. Al fin y al cabo, dibujan el nuevo paisaje de las luchas, son portadoras de expectativas que la izquierda podría intentar representar. En realidad, esa renovación no ha pasado de un tímido esbozo; al menos, por esa vía. Ocurrió que los nuevos agentes suscitaron el nacimiento de nuevos partidos políticos. Fue el caso, en especial, de los partidos verdes, anclados por lo general en la izquierda aunque de forma más o menos autónoma y casi siempre tras muchas vacilaciones. A veces, las nuevas contestaciones fueron capitalizadas por fuerzas de extrema izquierda, que operan –como dijo Pierre Bourdieu– a la izquierda de la izquierda y que desarrollan entonces posiciones hipercríticas, hostiles a toda idea de cambio negociado o de reforma. Sin embargo, la mayor parte de las nuevas contestaciones han conjugado expectativas colectivas y fuertes demandas de sus miembros de ser considerados como sujetos singulares, como individuos. El derrumbe del comunismo real convirtió en imposible proponer, por parte de la izquierda, promesas de futuros esplendorosos o la construcción colectiva de un hombre nuevo; pero la cultura de la izquierda la incomoda cuando se trata de tomar en cuenta a individuos, personas singulares, puesto que su pensamiento es en primer lugar el del colectivo. En unos universos dominados por el individualismo, por el deseo de cada uno de construir su propia experiencia, de construirse como sujeto autónomo, la izquierda tiene dificultades para presentar un discurso convincente, proponer utopías, una visión del futuro, no sabe conciliar bien lo individual y lo colectivo. Y cuando lo hace en seguida corre el riesgo de perder su alma (precisamente, uno de los reproches dirigidos contra la tercera vía de Blair). Al tiempo que perdían una parte de su base clásica, las fuerzas de izquierda no siempre percibieron bien las evoluciones sociales que transformaban una parte de su electorado anterior en figuras de mera protesta, abiertas al populismo e incluso al nacionalismo. Sólo les quedaba convertirse en la expresión de las capas medias protegidas, más que de los pobres, los desposeídos y otros excluidos del cambio. De modo que en los lugares, como en Francia, donde el Estado desempeña un papel importante, se convirtieron ante todo en la expresión política de sus agentes, funcionarios, enseñantes, asalariados de los servicios públicos y similares, etcétera. De manera que los partidos de la izquierda clásica tuvieron dificultades para adaptarse a la gran mutación de los años setenta, ochenta y noventa. Sin embargo, no estuvieron solos, y el balance, en las filas de la derecha, no es más brillante. En este sentido, la crisis de la izquierda es también una crisis más amplia de los sistemas políticos. La idea de izquierda siempre apeló al internacionalismo. Sin embargo, en un mundo globalizado y donde una respuesta posible a los estragos de la mundialización neoliberal podría ser una aceleración de la construcción europea, los partidos de izquierda en conjunto han dado la impresión de una gran dificultad para pensar la política alejándose el marco del Estado-nación. No saben muy bien cómo situarse en relación con los movimientos “altermundistas”, hasta el punto de querer estar representados, por ejemplo, en los grandes foros sociales, al estilo de Porto Alegre, y también en los encuentros de los “líderes globales” simbolizados hoy por el nombre de Davos. Y no constituyen en la actualidad –es lo menos que cabe decir– una fuerza motriz en los esfuerzos por hacer avanzar Europa. ¿Es posible que se reconstruyan en Europa, a medio plazo, unos proyectos, unas visiones de izquierda que den forma a unos partidos que se renueven de verdad? Semejante hipótesis implica el cumplimiento de varias condiciones. La izquierda tendría que aprender primero a articular mejor las aspiraciones de su electorado a la autonomía de la persona, y el sentido de lo colectivo y, por lo tanto, de la responsabilidad general de cada uno. A continuación, tendría que volver a encontrar el camino de los excluidos y de todos aquellos a quienes inquieta el cambio socioeconómico, los desposeídos, los precarios, los asalariados con ingresos más modestos. Tendría igualmente que mostrarse sensible a las peticiones de renacimiento cultural –por ejemplo, en materia religiosa–, cuya importancia sigue sin percibir de forma muy clara. Tendría además que convertirse en un elemento motor en la construcción de una Europa que fuera social y cultural, y no sólo económica y monetaria, que fuera capaz de promover, por ejemplo, esfuerzos europeos en materia de investigación, enseñanza superior, sanidad, ayuda al Tercer Mundo... Sin embargo, por ahora, los partidos de izquierda, cuando están en la oposición, parecen esperar sobre todo el fracaso de los partidos de derecha en el poder, mucho más que dar la apariencia de ser capaces de inventar ideas que sean a la vez nuevas, generosas y realistas. Y cuando se ponen manos a la obra, dan sobre todo una impresión de impotencia a la hora de alejarse de la gestión de lo cotidiano. Por tanto, no hay motivo para mostrarse optimista en relación con la buena salud de la izquierda, no más que –más allá de ella– con la de nuestros sistemas políticos.
MICHEL WIEVIORKA, sociólogo y profesor de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París Traducción: Juan Gabriel López Guix
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