Pablo Iglesias
VIRGILIO ZAPATERO 09/12/2000
Las sociedades se nutren de olvidos y de recuerdos. Pero no es inocente lo que, en cada caso, se recuerda y lo que se olvida. No hace mucho, y bajo los auspicios entusiastas del Gobierno, pudimos asistir a la conmemoración de una figura histórica como la de Cánovas. Y en estos días, al parecer, alguna institución bancaria patrocina una no menos justificada recuperación del legado de Sagasta. Son felices iniciativas que merecen el aplauso sincero. Pero conviene no olvidar que, al mismo tiempo que daba sus primeros pasos la Restauración, Francisco Giner de los Ríos ponía en marcha la Institución Libre de Enseñanza y Pablo Iglesias fundaba el Partido Socialista Obrero Español. Y forzoso es recordar que ambos articularon una idea de España más acorde con los ideales y los valores de nuestra España constitucional y moderna que la representada por el sistema canovista.Hoy precisamente hace setenta y cinco años que falleció Pablo Iglesias, una buena ocasión de recordar su vida, que, como dijera Ortega, merece ser contada -como ejemplo que solicita la imitación- cualquiera que sea la aquiescencia que a sus opiniones se preste. No fue Pablo Iglesias un teórico del socialismo: no era éste el papel que le correspondía a un obrero autodidacta que se había alimentado casi en exclusiva de la visión esquemática que del marxismo diera Jules Guesde. Tampoco fue un hombre de gobierno: su máximo cargo público fue diputado a Cortes. Ni fue únicamente -con ser mucho- un estilo moral de vida. Si Pablo Iglesias es una las figuras egregias de nuestra historia es porque supo formar y organizar a los trabajadores de España, fundar un partido y un sindicato obrero, lograr que la clase trabajadora superara la llamada a la acción directa y canalizara a través de las instituciones todo un programa de urgentes reformas sociales. Es así como terminó conquistando la admiración de los mejores pensadores de su tiempo, Unamuno, Machado, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Luis de Zulueta, Azaña o Marañón, quienes no dudaron en compararlo a Giner de los Ríos. Dos hombres han revolucionado por igual la conciencia española: don Francisco Giner y Pablo Iglesias. ¿No lo cree usted?, preguntaba Fernando de los Ríos a Prieto mientras seguían el cortejo fúnebre de Iglesias. Han sido muchos los que desde entonces han respondido afirmativamente a esta pregunta que dejó en el aire don Fernando.
Representante, Giner, de lo mejor del liberalismo español, y expresión genuina, Iglesias, del socialismo en España, ambos tenían, no obstante, características en común. La primera y fundamental, la de ser educadores. Educador el primero de la élite intelectual -la generación del 14-, que contribuyó decisivamente a forjar aquella edad de plata que supusieron las tres primeras décadas del siglo XX. Del segundo, Pablo Iglesias, educador de muchedumbres en feliz expresión de Morato. Si Giner de los Ríos supo ilusionar a los jóvenes universitarios de su tiempo con el proyecto de regenerar España a través de la educación, para Pablo Iglesias, "la fuerza de un partido popular depende de la educación que dé a la masa que le forma". Los discípulos de uno y los seguidores de otro, respectivamente, terminaron por compartir un similar proyecto de superación del sistema de la Restauración; los unos desde las universidades, los otros desde las escuelas de muchedumbres que fueron las casas del pueblo. Y ambos, Giner e Iglesias, fueron vistos como modelos del ciudadano virtuoso en que había de mirarse la España moderna y europea a construir. "Si hoy consideramos como aspiración profunda de la democracia hacer laica la virtud", decía Ortega, "tenemos que orientarnos buscando con la mirada, en las multitudes, los rostros egregios de los santos laicos. Pablo Iglesias es uno, don Francisco es otro, ambos, los europeos máximos de España".
El instrumento de ambos "santos laicos" fue la palabra. Si algo de Pablo Iglesias impresionó a sus coetáneos fue su voz. Recuerda así Machado el primer mitin al que asistió con trece años: "Al escucharle hacía yo la única honda reflexión que sobre la oratoria puede hacer un niño: parece que es verdad lo que ese hombre dice. La voz de Pablo Iglesias tenía para mí el timbre inconfundible -e indefinible- de la verdad humana". Fue su palabra la que cautivó también a Ramón María del Valle-Inclán: "Todavía me parece verle y oírle con el calor y el entusiasmo de un hombre convencido. Desde el primer día me sentí atraído por aquel apóstol que no vacilaré en llamar grande". O a Gregorio Marañón, que siempre recordó la voz de Pablo Iglesias escuchada desde Alemania: "¡Con cuánto entusiasmo oíamos aquella voz lejana que aterró a los espíritus mezquinos de la sociedad española; pero que desde allí, lejos, se veía bien que era la voz de la verdad!".
Pero si lo que decía era la verdad, forzoso es recordar qué es lo que decía; cuál era la verdad de Pablo Iglesias; aquella verdad que movilizó a los miles y miles de españoles que, de una u otra clase o condición social, recogieron total o parcialmente su legado. Pablo Iglesias denunció con dureza -como hiciera buena parte del liberalismo español no integrado en el régimen canovista- las limitaciones e insuficiencias del sistema político de la Restauración; se opuso a las aventuras colonialistas de España, clamó contra la injerencia del poder militar y eclesiástico sobre la vida civil, rechazó la soberanía nacional limitada que representaba la Monarquía restaurada, criticó la actitud de los gobiernos en la Gran Guerra, exigió una política social que atendiera a las necesidades económicas y educativas de la clase trabajadora e hiciera innecesaria una revolución en España. No, no era sólo el ademán ni el tono o la fuerza de su voz lo que impresionaba. Si las intervenciones públicas de Pablo Iglesias impresionaron siempre a sus oyentes es porque sus palabras representaron también la verdad de cuantos le escucharon. Unos y otros -liberales que vivieron extramuros del régimen de la Restauración y seguidores de Pablo Iglesias- compartieron, especialmente a partir de 1910, una misma visión de los problemas de España; y también de sus soluciones.
El recuerdo, obligado por demás, de los hombres de la Restauración no puede significar ni su mitificación interesada ni el olvido de aquella otra España que, en muy buena parte, simbolizan los nombres de don Francisco Giner y de Pablo Iglesias. Hoy, cuando se cumplen setenta y cinco años de la muerte de este último, la necesidad de cultivar ciertos olvidos no puede ser la disculpa para dar una visión estrábica de nuestra historia, recuperando el legado de los Cánovas y Sagasta y olvidando el legado de los Giner o Pablo Iglesias. Al visitar Su Majestad el Rey Juan Carlos la Exposición que sobre Pablo Iglesias ha organizado la UGT, el partido socialista y la Fundación Pablo Iglesias, con la ayuda de los ayuntamientos de Madrid y La Coruña, ha dado un ejemplo de cómo ha de cultivarse la memoria en un país con una historia tan turbulenta.
Recordar, decía M. B. Cossío, es lo mismo que acordarse, y el recuerdo tiene que ser algo como el acuerdo entre los espíritus y el acorde entre los sonidos y la concordia entre los hombres, ya que todas esas palabras tienen un mismo fondo e idéntico origen, pues todas -recordar, acordar y concordar- vienen de corazón en su forma latina: cor, cordis. Tal es el sentido del homenaje que hoy, setenta y cinco años después de su muerte, se dedica a la memoria de Pablo Iglesias. Es recuerdo, es acuerdo y es concordia.
Virgilio Zapatero es comisario de la exposición Pablo Iglesias. 1850-1925.
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