La mejor reforma estructural que puede aprobar el G-20 para salir de la crisis económica es refundar la socialdemocracia. Si el mundo vive un profundo bache que le puede llevar a decrecer por primera vez en la historia, es por la actuación egoísta de unos empresarios desaprensivos aupados por una ideología desrreguladora, antiestatal y a favor del mercado libre.
Hemos tenido que sufrir los efectos salvajes de un sistema capitalista que mantiene una fatal atracción sistémica por las crisis recurrentes para decir no a esa marea conservadora que, con su propuesta de dotar al capitalismo de un rostro humano, intenta disimular que sus errores conceptuales están en el origen de la actual depresión.
Cuando ha fallado la lógica del máximo beneficio privado a corto plazo, sin responsabilidad social, sin perspectivas de sostenibilidad, sin nada que pusiera freno al pelotazo individual, la solución hay que buscarla en actualizar el clásico principio socialdemócrata de tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario.
Así lo está haciendo Obama. Los primeros Presupuestos presentados por el presidente norteamericano y su equipo tienen todo lo que le falta a sus planes de emergencia. Expresan una voluntad clara de que el Estado asuma un liderazgo en la conducción de la economía ante el fracaso que ha supuesto tres décadas en las que ha sido el mercado quien ha estado al mando con el resultado demostrado de ineficiencia, crisis, e inmoralidad. Así, se postula una clara expansión y refuerzo de los servicios públicos esenciales como educación y sanidad, junto a un potente plan de inversiones públicas, todo ello financiado con deuda, reducción en gastos militares y hasta una ligera subida de impuestos para los más ricos.
También sus propuestas sobre el Nuevo Orden Financiero Internacional se asientan en la constatación del fracaso de la autorregulación privada y la necesaria intervención pública en actividades sensibles con graves repercusiones sobre el conjunto del sistema. Si algo es demasiado grande para caer, la responsabilidad social exige no dejar sus decisiones en manos exclusivas de sus gestores y accionistas, que juegan la ventaja de que ante dificultades serias reciben la ayuda pública.
Todo esto significa pasar del keynesianismo con el que hasta la fecha se ha pretendido hacer frente a la crisis a una socialdemocracia moderna que convierte la redistribución de oportunidades vitales en el corazón de una política pública que busque devolver la confianza a los ciudadanos en su sistema económico.
La socialdemocracia europea ha desperdiciado varios momentos para refundar su mensaje frente a un neoconservadurismo en declive.La nueva socialdemocracia que viene de Estados Unidos recupera lo mejor de la tradición europea de los 60, habiendo aprendido de sus defectos más evidentes.
Para maximizar esa ola progresista que viene de América hace falta, en primer lugar, impulsar el análisis de la eficacia en las medidas de política económica, sobre todo, en lo referente al uso de gasto público. Ante el fracaso de muchas iniciativas privadas, no podemos refugiarnos en otras públicas sin demostrar su superioridad en términos de resultados. Por ejemplo, abaratar el despido, o apoyar el copago público de una hipoteca privada, o avalar una emisión de deuda bancaria, o aprobar un programa de inversión local, no debería ser una cuestión ideológica. Lo importante es evaluar si funciona o no, si sirve de verdad para conseguir los objetivos propuestos. Y ese análisis de lo que sirve y no sirve debe tomarse en serio para que el debate sobre el gasto público no sea si es mucho o poco, sino si es útil o no.
Incorporar la evaluación de las políticas públicas como vector obligatorio ante tanto gasto millonario, como se está aprobando, debería ser una bandera de la socialdemocracia refundada. Tanto gasto público como se pruebe necesario, pero ninguno que se muestre ineficaz.
Una regulación más completa de las transacciones financieras internacionales, un mayor control de la actividad de las entidades financieras con límites legales y cuantitativos a la creatividad crediticia y contable así como una supresión de los paraísos fiscales debería formar parte también de la propuesta de una socialdemocracia moderna.
Pero igualmente hay que revisar la manera en que se regula y cómo se ejerce el control de la supervisión. En las últimas décadas ha estado de moda, sin fundamento suficiente, situar la responsabilidad en manos de organismos y entidades independientes, sea lo que sea lo que signifique esto en una sociedad democrática. La experiencia reciente tanto del caso Madoff, como de las auditoras con Enron, o las tasadoras con la burbuja inmobiliaria o de las sociedades de rating y otras, muestra una preocupante tendencia de los reguladores independientes a ser capturados por los regulados. Si la necesidad de más regulación es una de las conclusiones de esta crisis financiera, mejor regulación y mejores reguladores y supervisores debería ser otras de las conclusiones que ya no puede analizarse desde el mito intocable de la superioridad de lo supuestamente independiente.
Una nueva socialdemocracia debería recuperar en su programa de Nuevo Orden Económico Internacional los valores del trabajo y del esfuerzo personal como prioritarios en la sociedad. Esto se aplica a la hora de remover los obstáculos que limitan las posibilidades sociales de los individuos en función de su posición social de nacimiento, como en un sistema tributario y de recompensas que prima los rendimientos del trabajo frente a los ingresos no ganados con el esfuerzo sino con la especulación.
Para las empresas, recuperar al cliente como eje de la actividad en sustitución del accionista y extender los compromisos de la responsabilidad social significará toda una revolución organizativa interna que redundará en mejoras para casi todos. Para la sociedad en su conjunto, incentivar desde los mercados de crédito, capitales y sector público, al emprendedor, a la iniciativa nueva, frente al ya acomodado y a los sectores que incorporan conocimiento, frente a los que basan su competitividad en costes baratos.
Refundar un amplio consenso en torno a una nueva sociedad del bienestar es un paradigma más prometedor que quitar, otra vez, las arrugas al viejo capitalismo.
Hemos tenido que sufrir los efectos salvajes de un sistema capitalista que mantiene una fatal atracción sistémica por las crisis recurrentes para decir no a esa marea conservadora que, con su propuesta de dotar al capitalismo de un rostro humano, intenta disimular que sus errores conceptuales están en el origen de la actual depresión.
Cuando ha fallado la lógica del máximo beneficio privado a corto plazo, sin responsabilidad social, sin perspectivas de sostenibilidad, sin nada que pusiera freno al pelotazo individual, la solución hay que buscarla en actualizar el clásico principio socialdemócrata de tanto mercado como sea posible y tanto Estado como sea necesario.
Así lo está haciendo Obama. Los primeros Presupuestos presentados por el presidente norteamericano y su equipo tienen todo lo que le falta a sus planes de emergencia. Expresan una voluntad clara de que el Estado asuma un liderazgo en la conducción de la economía ante el fracaso que ha supuesto tres décadas en las que ha sido el mercado quien ha estado al mando con el resultado demostrado de ineficiencia, crisis, e inmoralidad. Así, se postula una clara expansión y refuerzo de los servicios públicos esenciales como educación y sanidad, junto a un potente plan de inversiones públicas, todo ello financiado con deuda, reducción en gastos militares y hasta una ligera subida de impuestos para los más ricos.
También sus propuestas sobre el Nuevo Orden Financiero Internacional se asientan en la constatación del fracaso de la autorregulación privada y la necesaria intervención pública en actividades sensibles con graves repercusiones sobre el conjunto del sistema. Si algo es demasiado grande para caer, la responsabilidad social exige no dejar sus decisiones en manos exclusivas de sus gestores y accionistas, que juegan la ventaja de que ante dificultades serias reciben la ayuda pública.
Todo esto significa pasar del keynesianismo con el que hasta la fecha se ha pretendido hacer frente a la crisis a una socialdemocracia moderna que convierte la redistribución de oportunidades vitales en el corazón de una política pública que busque devolver la confianza a los ciudadanos en su sistema económico.
La socialdemocracia europea ha desperdiciado varios momentos para refundar su mensaje frente a un neoconservadurismo en declive.La nueva socialdemocracia que viene de Estados Unidos recupera lo mejor de la tradición europea de los 60, habiendo aprendido de sus defectos más evidentes.
Para maximizar esa ola progresista que viene de América hace falta, en primer lugar, impulsar el análisis de la eficacia en las medidas de política económica, sobre todo, en lo referente al uso de gasto público. Ante el fracaso de muchas iniciativas privadas, no podemos refugiarnos en otras públicas sin demostrar su superioridad en términos de resultados. Por ejemplo, abaratar el despido, o apoyar el copago público de una hipoteca privada, o avalar una emisión de deuda bancaria, o aprobar un programa de inversión local, no debería ser una cuestión ideológica. Lo importante es evaluar si funciona o no, si sirve de verdad para conseguir los objetivos propuestos. Y ese análisis de lo que sirve y no sirve debe tomarse en serio para que el debate sobre el gasto público no sea si es mucho o poco, sino si es útil o no.
Incorporar la evaluación de las políticas públicas como vector obligatorio ante tanto gasto millonario, como se está aprobando, debería ser una bandera de la socialdemocracia refundada. Tanto gasto público como se pruebe necesario, pero ninguno que se muestre ineficaz.
Una regulación más completa de las transacciones financieras internacionales, un mayor control de la actividad de las entidades financieras con límites legales y cuantitativos a la creatividad crediticia y contable así como una supresión de los paraísos fiscales debería formar parte también de la propuesta de una socialdemocracia moderna.
Pero igualmente hay que revisar la manera en que se regula y cómo se ejerce el control de la supervisión. En las últimas décadas ha estado de moda, sin fundamento suficiente, situar la responsabilidad en manos de organismos y entidades independientes, sea lo que sea lo que signifique esto en una sociedad democrática. La experiencia reciente tanto del caso Madoff, como de las auditoras con Enron, o las tasadoras con la burbuja inmobiliaria o de las sociedades de rating y otras, muestra una preocupante tendencia de los reguladores independientes a ser capturados por los regulados. Si la necesidad de más regulación es una de las conclusiones de esta crisis financiera, mejor regulación y mejores reguladores y supervisores debería ser otras de las conclusiones que ya no puede analizarse desde el mito intocable de la superioridad de lo supuestamente independiente.
Una nueva socialdemocracia debería recuperar en su programa de Nuevo Orden Económico Internacional los valores del trabajo y del esfuerzo personal como prioritarios en la sociedad. Esto se aplica a la hora de remover los obstáculos que limitan las posibilidades sociales de los individuos en función de su posición social de nacimiento, como en un sistema tributario y de recompensas que prima los rendimientos del trabajo frente a los ingresos no ganados con el esfuerzo sino con la especulación.
Para las empresas, recuperar al cliente como eje de la actividad en sustitución del accionista y extender los compromisos de la responsabilidad social significará toda una revolución organizativa interna que redundará en mejoras para casi todos. Para la sociedad en su conjunto, incentivar desde los mercados de crédito, capitales y sector público, al emprendedor, a la iniciativa nueva, frente al ya acomodado y a los sectores que incorporan conocimiento, frente a los que basan su competitividad en costes baratos.
Refundar un amplio consenso en torno a una nueva sociedad del bienestar es un paradigma más prometedor que quitar, otra vez, las arrugas al viejo capitalismo.
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