TRIBUNA: FERNANDO VALLESPÍN
Socialismo posideológico
FERNANDO VALLESPÍN 28/05/2000
La tercera vía está teniendo verdaderas dificultades para asentar un éxito duradero o, al menos, aquel que prometían sus magníficos resultados iniciales.A Tony Blair le crecen los problemas. Y no sólo por la victoria del rojo Ken Livingston en Londres: la oposición se aproxima en las encuestas, ha retrocedido considerablemente en las elecciones locales, no acaba de verse la luz en la cuestión irlandesa y, ante la presión popular, se percibe un claro repliegue en su política de mayor acercamiento a la Unión Europea. La pregunta que inmediatamente se suscita es si no había más que humo detrás de su portentosa puesta en escena. ¿Hay algo que no funciona en el coqueto y ligero discurso de la tercera vía? ¿Cómo es posible que no acabe de reconciliarse con la realidad una ideología que si había presumido de algo es, precisamente, de pragmatismo?
Lo que más sorprende es que desde hacía tiempo no habíamos asistido a semejante despliegue de mercadotecnia política. Tendríamos que retroceder al proyecto de la "nueva frontera" de Kennedy para encontrar algo parecido: un liderazgo brillante y propuestas con gran pegada mediática capaces de ilusionar al electorado. Y la palabra clave aquí es modernización. Modernización de la socialdemocracia, del Estado social y de la organización territorial, de la sociedad civil y la democracia, y de cualquier otra dimensión de la vida sociopolítica. "Modernizar" hoy, como diría Giddens, su gran valedor intelectual, no es otra cosa que "tomarse la mundialización y la sociedad de la información en serio". O sea, poner el énfasis sobre la competitividad económica y la innovación tecnológica. Para ello fue necesario convencer a la izquierda tradicional de que los mercados no eran necesariamente perversos. Son el imprescindible instrumento para alcanzar la prosperidad económica y, a través de ella, la redistribución de los beneficios sociales.
Pero, contrariamente a los presupuestos del neoliberalismo, el mercado por sí mismo no crea ciudadanía, ni una estable sociedad civil impulsora de derechos y deberes cívicos, ni una red de protección social para los más menesterosos. Aquí sigue siendo imprescindible el Estado. No el Estado plúmbeo y burocratizado de la socialdemocracia tradicional, sino un Estado ligero y activador. Se trata de invertir en capital humano y de rescatar a los desempleados para incorporarles al mercado de trabajo; la otra cara de los derechos sociales son las obligaciones y responsabilidades para con la comunidad. ¿Por qué ha de resolver el Estado las dificultades que los individuos pueden abordar por sí mismos? Está bien que acoja a los que lo necesitan, pero únicamente para reciclarlos después en probos ciudadanos autónomos.
La primera dificultad asociada a esta propuesta es, a mi juicio, su misma pretensión de erigirse en síntesis hegeliana de lo más granado del discurso neoliberal y del socialdemócrata. No trata de ocupar un punto medio entre uno y otro, sino de integrarlos en una unidad superior. Con ello parece pretender situarse más allá del conflicto ideológico; rompe con el principio de inconmensurabilidad de los valores políticos, que la realización de unos necesariamente supone la postergación de otros. Como si la política fuera un mero juego de reconciliaciones más que de resolución de conflictos. Aquí es necesario optar por unos en vez de otros, decidir a favor o en contra de las propuestas en conflicto. Y ubicarse en el centro político, más aún si es a la izquierda del mismo, no equivale a cubrirse con el manto de la neutralidad y poder prescindir de tomar partido.
Esta particularidad del discurso de la tercera vía no ha acabado de traducirse tampoco en medidas políticas concretas que lo corroboren. Desde luego, Blair no es la "señora Thatcher sin el bolso". Sus últimos presupuestos han sido los más redistributivos de las últimas décadas en el Reino Unido, ha emprendido una reforma constitucional que no tiene parangón en la historia británica reciente y, en efecto, no para de moverse en su reforma y modernización del Estado de bienestar, que todavía es pronto para evaluar. Pero a nadie se le escapa tampoco que todo ello lo está haciendo sin tocar las nuevas fuentes de privilegio de la nueva economía. Ésta sigue cabalgando a lomos del orden espontáneo del mercado sin apenas interferencia de la política.
La segunda dificultad es ya de otro orden, pero responde también a una de las peculiaridades y vicios de origen de este movimiento: su arrogancia tecnocrática. Los ciudadanos británicos son lo suficientemente viejos y retorcidos como para estar permanentemente recibiendo lecciones sobre "aquello que les conviene", someterse a reformas elaboradas en sedes de think-tanks listillos y sabelotodo, a un gobierno de fuerte liderazgo con gran carga paternalista. No es posible descuidar aquí la importancia del análisis contextual, de su aplicación a un país peculiar como el Reino Unido.
Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.
Lo que más sorprende es que desde hacía tiempo no habíamos asistido a semejante despliegue de mercadotecnia política. Tendríamos que retroceder al proyecto de la "nueva frontera" de Kennedy para encontrar algo parecido: un liderazgo brillante y propuestas con gran pegada mediática capaces de ilusionar al electorado. Y la palabra clave aquí es modernización. Modernización de la socialdemocracia, del Estado social y de la organización territorial, de la sociedad civil y la democracia, y de cualquier otra dimensión de la vida sociopolítica. "Modernizar" hoy, como diría Giddens, su gran valedor intelectual, no es otra cosa que "tomarse la mundialización y la sociedad de la información en serio". O sea, poner el énfasis sobre la competitividad económica y la innovación tecnológica. Para ello fue necesario convencer a la izquierda tradicional de que los mercados no eran necesariamente perversos. Son el imprescindible instrumento para alcanzar la prosperidad económica y, a través de ella, la redistribución de los beneficios sociales.
Pero, contrariamente a los presupuestos del neoliberalismo, el mercado por sí mismo no crea ciudadanía, ni una estable sociedad civil impulsora de derechos y deberes cívicos, ni una red de protección social para los más menesterosos. Aquí sigue siendo imprescindible el Estado. No el Estado plúmbeo y burocratizado de la socialdemocracia tradicional, sino un Estado ligero y activador. Se trata de invertir en capital humano y de rescatar a los desempleados para incorporarles al mercado de trabajo; la otra cara de los derechos sociales son las obligaciones y responsabilidades para con la comunidad. ¿Por qué ha de resolver el Estado las dificultades que los individuos pueden abordar por sí mismos? Está bien que acoja a los que lo necesitan, pero únicamente para reciclarlos después en probos ciudadanos autónomos.
La primera dificultad asociada a esta propuesta es, a mi juicio, su misma pretensión de erigirse en síntesis hegeliana de lo más granado del discurso neoliberal y del socialdemócrata. No trata de ocupar un punto medio entre uno y otro, sino de integrarlos en una unidad superior. Con ello parece pretender situarse más allá del conflicto ideológico; rompe con el principio de inconmensurabilidad de los valores políticos, que la realización de unos necesariamente supone la postergación de otros. Como si la política fuera un mero juego de reconciliaciones más que de resolución de conflictos. Aquí es necesario optar por unos en vez de otros, decidir a favor o en contra de las propuestas en conflicto. Y ubicarse en el centro político, más aún si es a la izquierda del mismo, no equivale a cubrirse con el manto de la neutralidad y poder prescindir de tomar partido.
Esta particularidad del discurso de la tercera vía no ha acabado de traducirse tampoco en medidas políticas concretas que lo corroboren. Desde luego, Blair no es la "señora Thatcher sin el bolso". Sus últimos presupuestos han sido los más redistributivos de las últimas décadas en el Reino Unido, ha emprendido una reforma constitucional que no tiene parangón en la historia británica reciente y, en efecto, no para de moverse en su reforma y modernización del Estado de bienestar, que todavía es pronto para evaluar. Pero a nadie se le escapa tampoco que todo ello lo está haciendo sin tocar las nuevas fuentes de privilegio de la nueva economía. Ésta sigue cabalgando a lomos del orden espontáneo del mercado sin apenas interferencia de la política.
La segunda dificultad es ya de otro orden, pero responde también a una de las peculiaridades y vicios de origen de este movimiento: su arrogancia tecnocrática. Los ciudadanos británicos son lo suficientemente viejos y retorcidos como para estar permanentemente recibiendo lecciones sobre "aquello que les conviene", someterse a reformas elaboradas en sedes de think-tanks listillos y sabelotodo, a un gobierno de fuerte liderazgo con gran carga paternalista. No es posible descuidar aquí la importancia del análisis contextual, de su aplicación a un país peculiar como el Reino Unido.
Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.
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