domingo, 3 de mayo de 2009

Las dos izquierdas actuales, de Michel Wieviorka

LA VANGUARDIA
La Vanguardia
M. WIEVIORKA, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París Traducción: José María Puig de la Bellacasa Las dos izquierdas actualesMichek Wieviorka
1/5/2006
Marcha la izquierda viento en popa en todo el mundo? En cualquier caso así es en Latinoamérica, con Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile, Evo Morales en Bolivia, Néstor Kirchner en Argentina, Tabaré Vázquez en Uruguay, Óscar Arias en Costa Rica, René Préval en Haití, Martín Torrijos en Panamá y otros acaso mañana en México, Perú, Ecuador o Nicaragua. En Europa, tras su victoria en España (2004) -aunque también la derrota de la socialdemocracia en Alemania (2005)-, acaba de ganar las elecciones (por margen muy ajustado, desde luego) en Italia, y hace muy pocos días ha repetido victoria en Hungría. Y en Francia, el retroceso del Gobierno, forzado a anular la ley de contrato de primer empleo (CPE), acaba de revigorizarla: en apenas un año podría subir de nuevo a la palestra. Ahora bien, la pregunta puede plantearse en estos términos: ¿qué es hoy la izquierda?, ¿cuál es la idea actual de la izquierda? La izquierda se ha articulado durante mucho tiempo en torno a dos polos principales, a menudo opuestos y contrarios, aunque susceptibles de trenzar alianzas. El primero de ellos, socialista y reformista, consideraba posible y deseable acceder al poder por vías democráticas, introduciendo cambios pactados, reformas y, en suma, los diversos ingredientes del Estado providencia. El segundo, comunista y revolucionario, se proponía igualmente alcanzar el poder, pero a través de la ruptura -en ocasiones violenta- con vistas a imponer el cambio a una sociedad sumisa o lo suficientemente sometida como para abrirle las puertas. Ambas apelan al movimiento obrero, cuyas exigencias sociales y aspiraciones a orientar la vida colectiva pretendían canalizar. Ambas se autodefinían preferentemente en el marco de un Estado, una nación o un Estado nación y si, llegado el caso, se planteaba el debate sobre la paz o la guerra, la colonización o la independencia, se definían ante todo por su voluntad y capacidad para transformar la sociedad desde dentro. Ya no nos hallamos en este punto. No se trata tampoco de que sea menester hacerse a la idea de una fragmentación de la idea de la izquierda, pulverizada en variantes sin cuento (comunistas y socialistas, desde luego, pero también izquierdistas, ecologistas: de hecho, la diversidad siempre ha estado presente de forma notable en el seno de la izquierda), sino de que dos nuevos polos han venido a reemplazar en gran parte a los anteriores, que no obstante no han desaparecido totalmente. Cabe calificar el primero de estos dos nuevos polos como social-liberal. Habla sobre todo de modernización, de apertura al mundo y a la economía de mercado, una economía tan global como sea posible y con las máximas dosis correspondientes de ortodoxia presupuestaria. Se halla siempre dispuesto a acoger inversiones extranjeras, así como reformas destinadas a desembarazar a la sociedad del inmovilismo o de las trabas que representaría la existencia de un Estado excesivamente presente u omnipresente, desfasado respecto de las actuales corrientes económicas. Posee unas miras culturales tan abiertas al cambio y la innovación -tal vez incluso más- como a la reproducción o salvaguarda de lo existente. En cuanto al segundo polo, podría calificarse de social-social. Habla, sobre todo, de protección, de solidaridad, de resistencia ante las fuerzas devastadoras de la economía mundial. Le interesa preservar la capacidad del Estado a la hora de hacer frente a los desafíos procedentes del exterior, factor que suele conferirle aspectos soberanistas, incluso nacionalistas, perceptibles sobre todo en Latinoamérica. Ninguno de ambos polos, a diferencia de la época triunfante del movimiento obrero, representa un grupo social delimitado con nitidez, aunque ciertos dirigentes importantes proceden efectivamente del sindicalismo obrero (caso de Lula) o campesino (Morales, líder de los cocaleros bolivianos). En todo caso cabe advertir que el polo social-social se apoya en los asalariados de los sectores más protegidos, grandes empresas, función pública o similar, sector docente. Y cada uno de los dos polos se ve conminado en lo sucesivo y en la práctica a tomar partido con relación a exigencias ya no exclusiva ni principalmente sociales, sino también culturales y religiosas. Por otra parte, si ambos polos se han definido tradicionalmente según su voluntad o aspiración a alcanzar el poder del Estado, uno y otro se definen en lo sucesivo según los desafíos externos representados por la globalización económica. El panorama actual ya no se caracteriza por la existencia de problemas internos y problemas externos, por el marco del Estado nación y el de las relaciones internacionales, sino que presenciamos un encabalgamiento de problemas internos y externos que puede comprobarse a diario, ya se trate de cuestiones sociales como la del empleo o de seguridad interna y externa como la del terrorismo. Sucede, no obstante, que la polarización de épocas anteriores no ha perdido todo el sentido de que se hallaba investida. Así puede apreciarse, por ejemplo, en Escandinavia, donde el sindicalismo sigue encarnando una pujante fuerza social; el antiguo polo social y reformista conserva en este caso una auténtica capacidad de acción y de maniobra bajo la forma de una socialdemocracia capaz de modernizarse y de cuajar en un molde de tipo social-liberal. En otras partes, allí donde el movimiento obrero deja de constituir la base social de la acción política o incluso se retracta en sus posiciones para convertirse en corporativismo o neocorporativismo -sin objetivo ni intención universal-, lo cierto es que está aún por descubrir la socialdemocracia. En algunos casos, uno de los dos nuevos polos se impone claramente al otro. Hugo Chávez, por ejemplo, es una figura tal vez más populista y demagógica que convincente de una izquierda social-social y nacionalista; Tony Blair encarna, por el contrario, una izquierda notablemente social-liberal, y probablemente más liberal que social. Sin embargo, en muchos otros casos la alianza de ambas lógicas constituye la apuesta política del acceso al poder o la continuidad en él. Tal es el caso de Italia, donde Romano Prodi, en tanto logre construir el gran partido de sus sueños -demócrata y reformador, del que El Olivo no es más que un esbozo-, deberá apoyarse en buena medida en la izquierda de la izquierda y, en especial, en Refundación Comunista. Lo propio puede decirse de Francia, aun teniendo en cuenta que el polo social-social se ve reforzado desde mediados del decenio de los noventa al hilo de una historia política en cuyo seno sus actitudes de rechazo o repulsa de las dinámicas de apertura de tipo social-liberal se han consolidado ininterrumpidamente: contra la reforma Juppé de la Seguridad Social (1995), contra el tratado constitucional europeo (2005) o contra el CPE de Dominique de Villepin (2006). En estas cuestiones en que para ambas izquierdas se trata de alcanzar un acuerdo sobre el fondo de las cuestiones, la ecuación teórica es nítida: la izquierda integrada debe propiciar que pueda articularse efectivamente la solidaridad y en consecuencia la protección social, la lucha contra la precariedad y la exclusión con la eficacia económica y por tanto la apertura al mundo. Ha de asumir, además, no sólo las exigencias sociales de un grupo central, la clase obrera de ayer, de la que Marx pensaba que liberaría a toda la humanidad rompiendo sus propias cadenas, sino también las expectativas culturales mucho más difusas, individuales y colectivas que brotan de una sociedad donde cada cual -de forma creciente- desearía ser sujeto personal de su propia existencia.
M. WIEVIORKA, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París Traducción: José María Puig de la Bellacasa

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