LA SOCIALDEMOCRACIA Y LA CRISIS
LUDOLFO PARAMIO
Tras el retroceso del SPD en las últimas elecciones alemanas, y con el laborismo británico enfrentado a unas perspectivas electorales muy negativas, se puede decir que los gobiernos que más representan a la socialdemocracia en la Unión Europea son los de España, Grecia y Portugal. Una situación no muy distinta de la de los años ochenta, cuando en el sur de Europa gobernaban Felipe González, Andreas Papandreu y –entre 1983 y 1985– Mario Soares. Pero con dos importantes diferencias: la primera es que entonces también gobernaba François Mitterrand en Francia y en Italia lo hacía Bettino Craxi –entre 1983 y 1987– dentro del llamado pentapartito.
La segunda diferencia es más llamativa. En los años ochenta comenzaba el ciclo conservador, impulsado en Europa por Margaret Thatcher, con el ascenso de la idea del mercado como único regulador social y la ofensiva contra cualquier intervención pública en la marcha de la economía. Ahora, en cambio, la crisis económica iniciada en 2007 y la recesión de 2008 se podrían interpretar como un punto de inflexión que cerraría ese ciclo conservador. Todos los gobiernos son de nuevo keynesianos –comenzando por Estados Unidos, ya desde los meses finales de Bush– y casi nadie, excepto Aznar, discute la necesidad de regular los mercados a la vista del desastre provocado por el sistema financiero.
Resulta bastante paradójico que de nuevo la socialdemocracia esté confinada en el sur de Europa, en unos momentos en que sus planteamientos resultan claramente más verosímiles que los de la derecha neoliberal y tras el desastre al que estos han conducido. Pero no hay que esforzarse mucho para entender por qué es así. Por una parte, los ciudadanos no votan sobre ideas, sino sobre personas y gobiernos. Por otra, cada país posee su propio ciclo político, que depende de su historia y de la fuerza y credibilidad de sus partidos.
Las ideas de la socialdemocracia alemana, por ejemplo, pueden ser las más adecuadas para la época que se ha abierto con la crisis, pero los ciudadanos han apoyado a Angela Merkel por su gestión moderada y su política económica y social. Los socialdemócratas, pese a que como parte de la coalición de Gobierno podrían atribuirse esos méritos, han pagado ahora la factura de sus electores tradicionales a consecuencia de los recortes sociales del Gobierno de Gerhard Schröeder. Si Merkel hubiera gobernado en solitario con un programa neoliberal las cosas habrían sido probablemente distintas: el temor a que así fuera explica los apretados resultados de 2005.
En Italia es más enigmática la incapacidad del centro izquierda para hacer frente al fenómeno Berlusconi, pero es obvio que este cuenta con una base social corporativista y con la poderosa fuerza de la Iglesia, aunque sus escándalos lo estén debilitando. En Francia, el Partido Socialista no ha podido superar la crisis interna provocada por la derrota de Lionel Jospin en 2002, cuando fue superado en voto por Le Pen. Su desconcierto ha sido utilizado hábilmente por Sarkozy, que ha cooptado a algunas de sus figuras y, desde el comienzo de la crisis, no ha tenido ningún escrúpulo en adoptar políticas keynesianas e intervencionistas.
Más singular es el caso británico. Gordon Brown encabezó la respuesta internacional ante la crisis financiera, pero los electores parecen decididos a responsabilizarle de esta, por la buena razón de que el laborismo respaldó la misma liberalización financiera que ha provocado la crisis. Si a eso sumamos los 12 años que este partido viene gobernando, su posible derrota sería consecuencia del deseo de cambio por parte de los electores. Otra cosa es saber lo que sucederá si triunfa Cameron y pretende llevar a la práctica su política de austeridad en un contexto de recesión: no parece una buena idea.
Seguramente hay otro factor que no podemos ignorar. La opinión pública ha cambiado hacia la derecha durante el ciclo conservador y tardará en tomar conciencia de que con la crisis se ha venido abajo el supuesto sentido común que ha reinado estos años a la hora de decidir las políticas y de valorar a los políticos. La crisis actual tiene componentes nuevas y no se puede aplicar la ortodoxia económica de años pasados, lo que resulta evidente a la vista de la forma en que las economías desarrolladas han aceptado que unos déficits muy altos son el precio a pagar para salir de la recesión. Pero la derecha y sus medios eluden cualquier debate de fondo. En España ni siquiera parece haber una polémica sobre la doble estrategia de Sarkozy de bajar los impuestos y mantener el gasto, aunque se pueda prever un déficit descomunal.
Aún más llamativa es la insistencia de los mismos medios en señalar la mala situación de la economía española en la crisis, y en ignorar la apuesta central del Gobierno español frente a ella: mantener el gasto social para impedir que el peso de la crisis caiga sobre los parados y sobre las rentas más bajas. Porque se critica la forma en que el Gobierno toma las decisiones –la famosa improvisación– o se insiste en que Zapatero se resistió a reconocer la gravedad de la crisis, pero no se discute la cuestión de fondo: si se debe apostar por una recuperación más rápida reduciendo los impuestos y el gasto social o si se debe mantener este y evitar que el déficit se dispare manteniendo –o incrementando moderadamente– los impuestos.
En este sentido, la socialdemocracia como movimiento político no sólo tiene que superar los problemas internos de los partidos que la componen, sino que enfrentarse una vez más al viejo problema que señalara Keynes –la inercia de las ideas económicas superadas–, en un nuevo contexto social de conservadurismo.
Ludolfo Paramio es miembro del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC) y del Instituto Universitario Ortega y Gasset (Madrid)
Tras el retroceso del SPD en las últimas elecciones alemanas, y con el laborismo británico enfrentado a unas perspectivas electorales muy negativas, se puede decir que los gobiernos que más representan a la socialdemocracia en la Unión Europea son los de España, Grecia y Portugal. Una situación no muy distinta de la de los años ochenta, cuando en el sur de Europa gobernaban Felipe González, Andreas Papandreu y –entre 1983 y 1985– Mario Soares. Pero con dos importantes diferencias: la primera es que entonces también gobernaba François Mitterrand en Francia y en Italia lo hacía Bettino Craxi –entre 1983 y 1987– dentro del llamado pentapartito.
La segunda diferencia es más llamativa. En los años ochenta comenzaba el ciclo conservador, impulsado en Europa por Margaret Thatcher, con el ascenso de la idea del mercado como único regulador social y la ofensiva contra cualquier intervención pública en la marcha de la economía. Ahora, en cambio, la crisis económica iniciada en 2007 y la recesión de 2008 se podrían interpretar como un punto de inflexión que cerraría ese ciclo conservador. Todos los gobiernos son de nuevo keynesianos –comenzando por Estados Unidos, ya desde los meses finales de Bush– y casi nadie, excepto Aznar, discute la necesidad de regular los mercados a la vista del desastre provocado por el sistema financiero.
Resulta bastante paradójico que de nuevo la socialdemocracia esté confinada en el sur de Europa, en unos momentos en que sus planteamientos resultan claramente más verosímiles que los de la derecha neoliberal y tras el desastre al que estos han conducido. Pero no hay que esforzarse mucho para entender por qué es así. Por una parte, los ciudadanos no votan sobre ideas, sino sobre personas y gobiernos. Por otra, cada país posee su propio ciclo político, que depende de su historia y de la fuerza y credibilidad de sus partidos.
Las ideas de la socialdemocracia alemana, por ejemplo, pueden ser las más adecuadas para la época que se ha abierto con la crisis, pero los ciudadanos han apoyado a Angela Merkel por su gestión moderada y su política económica y social. Los socialdemócratas, pese a que como parte de la coalición de Gobierno podrían atribuirse esos méritos, han pagado ahora la factura de sus electores tradicionales a consecuencia de los recortes sociales del Gobierno de Gerhard Schröeder. Si Merkel hubiera gobernado en solitario con un programa neoliberal las cosas habrían sido probablemente distintas: el temor a que así fuera explica los apretados resultados de 2005.
En Italia es más enigmática la incapacidad del centro izquierda para hacer frente al fenómeno Berlusconi, pero es obvio que este cuenta con una base social corporativista y con la poderosa fuerza de la Iglesia, aunque sus escándalos lo estén debilitando. En Francia, el Partido Socialista no ha podido superar la crisis interna provocada por la derrota de Lionel Jospin en 2002, cuando fue superado en voto por Le Pen. Su desconcierto ha sido utilizado hábilmente por Sarkozy, que ha cooptado a algunas de sus figuras y, desde el comienzo de la crisis, no ha tenido ningún escrúpulo en adoptar políticas keynesianas e intervencionistas.
Más singular es el caso británico. Gordon Brown encabezó la respuesta internacional ante la crisis financiera, pero los electores parecen decididos a responsabilizarle de esta, por la buena razón de que el laborismo respaldó la misma liberalización financiera que ha provocado la crisis. Si a eso sumamos los 12 años que este partido viene gobernando, su posible derrota sería consecuencia del deseo de cambio por parte de los electores. Otra cosa es saber lo que sucederá si triunfa Cameron y pretende llevar a la práctica su política de austeridad en un contexto de recesión: no parece una buena idea.
Seguramente hay otro factor que no podemos ignorar. La opinión pública ha cambiado hacia la derecha durante el ciclo conservador y tardará en tomar conciencia de que con la crisis se ha venido abajo el supuesto sentido común que ha reinado estos años a la hora de decidir las políticas y de valorar a los políticos. La crisis actual tiene componentes nuevas y no se puede aplicar la ortodoxia económica de años pasados, lo que resulta evidente a la vista de la forma en que las economías desarrolladas han aceptado que unos déficits muy altos son el precio a pagar para salir de la recesión. Pero la derecha y sus medios eluden cualquier debate de fondo. En España ni siquiera parece haber una polémica sobre la doble estrategia de Sarkozy de bajar los impuestos y mantener el gasto, aunque se pueda prever un déficit descomunal.
Aún más llamativa es la insistencia de los mismos medios en señalar la mala situación de la economía española en la crisis, y en ignorar la apuesta central del Gobierno español frente a ella: mantener el gasto social para impedir que el peso de la crisis caiga sobre los parados y sobre las rentas más bajas. Porque se critica la forma en que el Gobierno toma las decisiones –la famosa improvisación– o se insiste en que Zapatero se resistió a reconocer la gravedad de la crisis, pero no se discute la cuestión de fondo: si se debe apostar por una recuperación más rápida reduciendo los impuestos y el gasto social o si se debe mantener este y evitar que el déficit se dispare manteniendo –o incrementando moderadamente– los impuestos.
En este sentido, la socialdemocracia como movimiento político no sólo tiene que superar los problemas internos de los partidos que la componen, sino que enfrentarse una vez más al viejo problema que señalara Keynes –la inercia de las ideas económicas superadas–, en un nuevo contexto social de conservadurismo.
Ludolfo Paramio es miembro del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC) y del Instituto Universitario Ortega y Gasset (Madrid)
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