Entre la ira continua y la tolerancia estéril hay espacio para defender los valores humanos
Artículos 09/01/2011 - 12:28h
Stéphane Hessel es, a sus 93 años, el autor de moda en Francia. Su librito Indignez vous! –32 páginas, 3 euros– fue publicado a finales de octubre con una discreta tirada de 8.000 copias. Dos meses y múltiples reediciones después, lleva vendidos más de 600.000 ejemplares y reina en las listas de superventas. Hessel, en su día miembro de la Resistencia y luego superviviente de los campos de concentración de Buchenwald y Dora, afirma que la indignación fue el resorte que le impulsó a combatir a los nazis. Y añade, dirigiéndose a una sociedad que considera aplatanada, resignada y dimisionaria, que siguen existiendo numerosos motivos para la indignación: desde el desigual reparto de la riqueza hasta la frágil salud del planeta, pasando por el trato dispensado a los inmigrantes y a los gitanos.
Nuestro autor nonagenario ha escrito su obra indignado, en buena medida, por la deriva del Gobierno Sarkozy. Pero no hace falta ser francés para suscribir su irritación y su consiguiente enfado. Basta con ser ciudadano del mundo. ¿Acaso no resulta indignante que los grandes especuladores transnacionales manden sobre los gobiernos democráticamente elegidos? ¿O que los estados rescaten con ingentes fondos públicos a bancos cuya incorregible pasión por el riesgo nos han abocado a la crisis económica? ¿O que la banca y los operadores económicos norteamericanos estrangulen financieramente a Wikileaks, cuando ni siquiera hay cargos judiciales contra esta web? ¿O que Berlusconi conserve la poltrona de primer ministro, la inmunidad judicial y la impunidad a base de reclutar tránsfugas? ¿O que el presidente de Sudán atesore cientos de millones de dólares en bancos británicos, y que estos se los guarden de mil amores? ¿Es o no es, todo eso, indignante?
Desde luego que sí. Otra cosa es que la indignación sea un estado apetecible, en tanto que expresión de enojo, ira o enfado vehemente. No lo es. A nadie le apetece desempeñar el papel de cascarrabias. Y menos teniendo en cuenta que la distancia entre lo digno y lo indigno (e indignante) parece muy superior a la que separa, habitualmente, a los conceptos opuestos. La dignidad se emparenta con la excelencia, el decoro, el honor, el merecimiento. La indignidad, en cambio, está unida a la bajeza, la decepción, lo reprobable... Y, bien mirado, debe ser precisamente ese hondo abismo lo que nos mueve a la indignación e incluso la redobla.
En fin, quizás no sea aconsejable pasarse el día enrabiado, con un humor de mil demonios. Pero entre la ira continua y la tolerancia estéril, entre el gruñido colérico y la resignación propia de quienes ya creen vivir en un mundo sin tiranos, asesinos y codiciosos con piel de filántropo, queda un amplio espacio para defender los valores humanos.Osea, para practicar la digna indignación que pregona Hessel. ¡Feliz año indignado!
Nuestro autor nonagenario ha escrito su obra indignado, en buena medida, por la deriva del Gobierno Sarkozy. Pero no hace falta ser francés para suscribir su irritación y su consiguiente enfado. Basta con ser ciudadano del mundo. ¿Acaso no resulta indignante que los grandes especuladores transnacionales manden sobre los gobiernos democráticamente elegidos? ¿O que los estados rescaten con ingentes fondos públicos a bancos cuya incorregible pasión por el riesgo nos han abocado a la crisis económica? ¿O que la banca y los operadores económicos norteamericanos estrangulen financieramente a Wikileaks, cuando ni siquiera hay cargos judiciales contra esta web? ¿O que Berlusconi conserve la poltrona de primer ministro, la inmunidad judicial y la impunidad a base de reclutar tránsfugas? ¿O que el presidente de Sudán atesore cientos de millones de dólares en bancos británicos, y que estos se los guarden de mil amores? ¿Es o no es, todo eso, indignante?
Desde luego que sí. Otra cosa es que la indignación sea un estado apetecible, en tanto que expresión de enojo, ira o enfado vehemente. No lo es. A nadie le apetece desempeñar el papel de cascarrabias. Y menos teniendo en cuenta que la distancia entre lo digno y lo indigno (e indignante) parece muy superior a la que separa, habitualmente, a los conceptos opuestos. La dignidad se emparenta con la excelencia, el decoro, el honor, el merecimiento. La indignidad, en cambio, está unida a la bajeza, la decepción, lo reprobable... Y, bien mirado, debe ser precisamente ese hondo abismo lo que nos mueve a la indignación e incluso la redobla.
En fin, quizás no sea aconsejable pasarse el día enrabiado, con un humor de mil demonios. Pero entre la ira continua y la tolerancia estéril, entre el gruñido colérico y la resignación propia de quienes ya creen vivir en un mundo sin tiranos, asesinos y codiciosos con piel de filántropo, queda un amplio espacio para defender los valores humanos.Osea, para practicar la digna indignación que pregona Hessel. ¡Feliz año indignado!
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