Un testamento socialdemócrata
Por Tomas Abraham 30.10.2010 00:18
Tony Judt escribió Ill fares the land durante los últimos meses de su vida. Ha sido traducido en España con el título de Algo va mal. Extraña reposición en la lengua castellana de una evocación del poeta irlandés del siglo XVIII Oliver Goldsmith. Mientras padecía la esclerosis lateral amiotrófica (la misma que padeció Fontanarrosa) termina este libro y nos deja otro, The memory chalet –la compilación de recuerdos publicados desde enero último por la New York Review of Books– que saldrá a la venta en pocas semanas.
En una entrevista, dice Judt de sí mismo: “Hoy en día me consideran fuera de la Universidad de Nueva York como un izquierdoso lunático comunista judío que se odia a sí mismo; dentro de la universidad, me ven como un típico macho liberal elitista pasado de moda. Me gusta. Debo sostenerme entre estos dos personajes, me siento cómodo así”. Mejor tomar con humor el odio de los otros. Judt quiere en este libro rescatar el legado de la socialdemocracia. Considera que es en esta tradición que se ha forjado el último vocabulario moral universalista. Aun sin que haya empleado esta palabra, piensa que se trata del último ideal humanista conocido. La idea de socialismo evoca un fantasma burocrático, ineficiente, policial y represivo. Frente a él, la ideología del mercado corporativo dominó el panorama político de los últimos cuarenta años y ha dejado una tierra devastada. La crisis actual derrumba el optimismo de un modelo que sólo sirvió para crear una enorme brecha entre ricos y pobres. Las cifras que Judt da y que son conocidas muestra la diferencia entre los extremos de la escala social si comparamos el capitalismo fordista hasta 1970, y la evolución que llevó al actual sistema. Afirma que en nuestro presente, el nudo del conflicto se expresa en los niveles de desigualdad.
Hoy quien nace pobre muere pobre. En los fundamentos del llamado modo de vida norteamericano estaba la posibilidad de la movilidad social así como la de disidencia. Entre ambos materializaban en la realidad las ideas de libertad y progreso. La socialdemocracia es para Judt un concepto que apunta al factor distributivo. Lo enmarca en la tradición republicana. Parlamentarismo, democracia de partidos y distribución de la riqueza, vía una política fiscal progresiva, conformaban al movimiento socialdemócrata. Esta tradición se ha desdibujado. Ha desaparecido no sólo por el avance de la ola de privatizaciones sino porque ha sido incorporado a la lengua oficial de la política. Los ideales de equidad y libertad, la combinación de la tradición liberal y las metas socialistas que se desarrollaron en el siglo XIX constituyen la prosa del mundo de la política occidental. “Hoy somos todos demócratas”, nos dice Judt. Pero hay algo falso en esta cuestión. No hay visión colectiva ni existe el sentido de comunidad. Para que lo haya, los hombres deben tener “confianza” en sus instituciones. Esta palabra ha sido usada y abusada. Es un emblema de los ideólogos del mercado. Se agregaron los teóricos alarmados por la anomia de la sociedad norteamericana, fragmentada por las reinvindicaciones de las minorías y sin capital cultural colectivo.
Judt se hace eco de esta preocupación por la confianza en las sociedades modernas. La interpreta de dos modos. Por un lado, la confianza tiene que ver con el sentido del deber fiscal. Nadie quiere pagar impuestos por mero decoro y cumplimento de la ley. Aunque se lo acepta si se sabe que el Estado lo devuelve en servicios y presenta una contabilidad que no deja lugar a dudas sobre la honestidad de su cobro y empleo. El funcionamiento del Estado y la confianza en sus instituciones están ligados al control republicano de quienes están a cargo de la renta colectiva. De no ser así, el Estado es una nave pirateada por corsarios asociados que se hacen de un botín en pocos años, acompañados por bucaneros de ocasión. Una vez que se van, dejan a la deriva un buque fantasma abandonado. Judt, por otro lado, dice que la confianza tiene que ver con un ideal colectivo, y adjudica al Estado la potestad de crear los espacios públicos en que pueda ser ejercido.
La salud, la educación, la seguridad, los transportes, las garantías para expresarse y reunirse necesitan de una entidad unificadora legitimada por las leyes. Judt dice que durante el siglo XX, la acción de los sindicatos y una cultura de aspiraciones colectivas nivelaron las disimetrías producidas por la dinámica capitalista. La visión de J.M. Keynes, Jean Monnet, el New Deal, The Great Society, la acción del laborismo británico en la posguerra, el plan Beveridge son el testimonio de un acuerdo global acerca de la necesidad de un Estado fuerte que fue conocido como Benefactor. Fue la alternativa a la otra figura del Estado concentrador y concentracionario de los fascismos y stalinismos del siglo XX. La corriente privatizadora posterior no sólo demuele estructuras colectivas sino que debilita el sentido de la ley. Para Judt, no hay respeto por la ley si no hay un sentido de lo social como un todo. La privatización es correlativa a la aceptación de la fuerza como motor del poder. Y quien dice fuerza dice violencia.
Para Judt, la contracultura a partir de la década del sesenta que conformó la Nueva Izquierda fue una aliada objetiva del resurgimiento de la Nueva Derecha que dominó la escena política y económica años después. La cultura del narcisismo y del individualismo y la lucha por el derecho de las minorías fragmentó a la sociedad sin reunificarla en un ideal comunitario. La cultura de las diferencias coexistió con una cultura de la indiferencia. De ahí que Judt reúna en un mismo dispositivo político a la cultura popular de los sesenta con la reacción conservadora.
En el capítulo llamado “La venganza de los austríacos”, nos habla del protagonismo de los economistas y filósofos formados en el Imperio Austrohúngaro, que marginados media centuria vuelven a ser actores teóricos de la demonización del Estado. Se refiere a Joseph Schumpeter, Friedrich Hayek, Peter Drucker, Ludwig von Mises, Karl Popper. Que estos hombres vayan de la mano de Janis Joplin, Allen Guinsberg, Malcom X, Ronald Laing y Cohn Bendit, entre otros cientos, es llamativo. Este tipo de análisis recurrentes de las coincidencias objetivas que Judt bautiza como “una ironía de la historia” parece provenir del laboratorio del doctor Insólito. Judt no cree en las bondades del resurgimiento del capitalismo moderno en el llamado BRIC. Nos dice que en la India de una fuerza laboral de cuatrocientos millones de individuos, en la economía moderna participan sólo un millón trescientos mil trabajadores. Señala que el capitalismo chino, lejos de liberar a las masas, no hace más que acentuar la represión. Por su lado, Rusia sustituyó con su cleptocapitalismo al viejo socialismo de Estado. Nada dice sobre Brasil.
Con la frase “no podemos seguir viviendo así”, comienza su libro. Es necesario repensar el Estado para tener un sentimiento de comunidad, es la tarea que cree urgente para el futuro. Considera imprescindible hacerlo para reconstruir una lengua moral ausente en nuestros días, en que expresamos en tablas numéricas los debates sobre aborto, eutanasia, guerras, torturas, salud y educación. *Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).
En una entrevista, dice Judt de sí mismo: “Hoy en día me consideran fuera de la Universidad de Nueva York como un izquierdoso lunático comunista judío que se odia a sí mismo; dentro de la universidad, me ven como un típico macho liberal elitista pasado de moda. Me gusta. Debo sostenerme entre estos dos personajes, me siento cómodo así”. Mejor tomar con humor el odio de los otros. Judt quiere en este libro rescatar el legado de la socialdemocracia. Considera que es en esta tradición que se ha forjado el último vocabulario moral universalista. Aun sin que haya empleado esta palabra, piensa que se trata del último ideal humanista conocido. La idea de socialismo evoca un fantasma burocrático, ineficiente, policial y represivo. Frente a él, la ideología del mercado corporativo dominó el panorama político de los últimos cuarenta años y ha dejado una tierra devastada. La crisis actual derrumba el optimismo de un modelo que sólo sirvió para crear una enorme brecha entre ricos y pobres. Las cifras que Judt da y que son conocidas muestra la diferencia entre los extremos de la escala social si comparamos el capitalismo fordista hasta 1970, y la evolución que llevó al actual sistema. Afirma que en nuestro presente, el nudo del conflicto se expresa en los niveles de desigualdad.
Hoy quien nace pobre muere pobre. En los fundamentos del llamado modo de vida norteamericano estaba la posibilidad de la movilidad social así como la de disidencia. Entre ambos materializaban en la realidad las ideas de libertad y progreso. La socialdemocracia es para Judt un concepto que apunta al factor distributivo. Lo enmarca en la tradición republicana. Parlamentarismo, democracia de partidos y distribución de la riqueza, vía una política fiscal progresiva, conformaban al movimiento socialdemócrata. Esta tradición se ha desdibujado. Ha desaparecido no sólo por el avance de la ola de privatizaciones sino porque ha sido incorporado a la lengua oficial de la política. Los ideales de equidad y libertad, la combinación de la tradición liberal y las metas socialistas que se desarrollaron en el siglo XIX constituyen la prosa del mundo de la política occidental. “Hoy somos todos demócratas”, nos dice Judt. Pero hay algo falso en esta cuestión. No hay visión colectiva ni existe el sentido de comunidad. Para que lo haya, los hombres deben tener “confianza” en sus instituciones. Esta palabra ha sido usada y abusada. Es un emblema de los ideólogos del mercado. Se agregaron los teóricos alarmados por la anomia de la sociedad norteamericana, fragmentada por las reinvindicaciones de las minorías y sin capital cultural colectivo.
Judt se hace eco de esta preocupación por la confianza en las sociedades modernas. La interpreta de dos modos. Por un lado, la confianza tiene que ver con el sentido del deber fiscal. Nadie quiere pagar impuestos por mero decoro y cumplimento de la ley. Aunque se lo acepta si se sabe que el Estado lo devuelve en servicios y presenta una contabilidad que no deja lugar a dudas sobre la honestidad de su cobro y empleo. El funcionamiento del Estado y la confianza en sus instituciones están ligados al control republicano de quienes están a cargo de la renta colectiva. De no ser así, el Estado es una nave pirateada por corsarios asociados que se hacen de un botín en pocos años, acompañados por bucaneros de ocasión. Una vez que se van, dejan a la deriva un buque fantasma abandonado. Judt, por otro lado, dice que la confianza tiene que ver con un ideal colectivo, y adjudica al Estado la potestad de crear los espacios públicos en que pueda ser ejercido.
La salud, la educación, la seguridad, los transportes, las garantías para expresarse y reunirse necesitan de una entidad unificadora legitimada por las leyes. Judt dice que durante el siglo XX, la acción de los sindicatos y una cultura de aspiraciones colectivas nivelaron las disimetrías producidas por la dinámica capitalista. La visión de J.M. Keynes, Jean Monnet, el New Deal, The Great Society, la acción del laborismo británico en la posguerra, el plan Beveridge son el testimonio de un acuerdo global acerca de la necesidad de un Estado fuerte que fue conocido como Benefactor. Fue la alternativa a la otra figura del Estado concentrador y concentracionario de los fascismos y stalinismos del siglo XX. La corriente privatizadora posterior no sólo demuele estructuras colectivas sino que debilita el sentido de la ley. Para Judt, no hay respeto por la ley si no hay un sentido de lo social como un todo. La privatización es correlativa a la aceptación de la fuerza como motor del poder. Y quien dice fuerza dice violencia.
Para Judt, la contracultura a partir de la década del sesenta que conformó la Nueva Izquierda fue una aliada objetiva del resurgimiento de la Nueva Derecha que dominó la escena política y económica años después. La cultura del narcisismo y del individualismo y la lucha por el derecho de las minorías fragmentó a la sociedad sin reunificarla en un ideal comunitario. La cultura de las diferencias coexistió con una cultura de la indiferencia. De ahí que Judt reúna en un mismo dispositivo político a la cultura popular de los sesenta con la reacción conservadora.
En el capítulo llamado “La venganza de los austríacos”, nos habla del protagonismo de los economistas y filósofos formados en el Imperio Austrohúngaro, que marginados media centuria vuelven a ser actores teóricos de la demonización del Estado. Se refiere a Joseph Schumpeter, Friedrich Hayek, Peter Drucker, Ludwig von Mises, Karl Popper. Que estos hombres vayan de la mano de Janis Joplin, Allen Guinsberg, Malcom X, Ronald Laing y Cohn Bendit, entre otros cientos, es llamativo. Este tipo de análisis recurrentes de las coincidencias objetivas que Judt bautiza como “una ironía de la historia” parece provenir del laboratorio del doctor Insólito. Judt no cree en las bondades del resurgimiento del capitalismo moderno en el llamado BRIC. Nos dice que en la India de una fuerza laboral de cuatrocientos millones de individuos, en la economía moderna participan sólo un millón trescientos mil trabajadores. Señala que el capitalismo chino, lejos de liberar a las masas, no hace más que acentuar la represión. Por su lado, Rusia sustituyó con su cleptocapitalismo al viejo socialismo de Estado. Nada dice sobre Brasil.
Con la frase “no podemos seguir viviendo así”, comienza su libro. Es necesario repensar el Estado para tener un sentimiento de comunidad, es la tarea que cree urgente para el futuro. Considera imprescindible hacerlo para reconstruir una lengua moral ausente en nuestros días, en que expresamos en tablas numéricas los debates sobre aborto, eutanasia, guerras, torturas, salud y educación. *Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).
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