martes, 17 de noviembre de 2009

La unidad de la izquierda - Ramon Cotarelo - 1998

EL PAÍS
LA UNIDAD DE LA IZQUIERDA
Artículo de RAMÓN COTARELO en "El País" del 12-6-98
De las muchas diferencias que hay entre la izquierda y la derecha, cuando tanta gente dice que no hay ninguna, quizás la más llamativa sea el concepto en que se tienen a sí mismas en cuanto grupos o colectividades. La izquierda se concibe como una Gemeinschaft (comunidad), mientras que la derecha tiende a verse más como una Gesellschaft (sociedad), ambas en la terminología de Ferdinand Tönnies. La izquierda posee un sentido más eclesial de pertenencia por muy diversas razones que quizá puedan sintetizarse en la «dialéctica de la negatividad»; mientras que la derecha se reconoce como un agregado de conveniencia e interés. En consecuencia, la izquierda se encuentra más cercana a la «ley de la sangre», como Antígona, mientras que la derecha lo está a la «ley de la ciudad». De ahí que, por muchos esfuerzos de universalización conceptual que hagan, el «comunitarismo» tenga su corazón en la izquierda. Como todo el mundo.
Esta diferencia es de la mayor importancia en sus correspondientes acciones colectivas. La derecha no tiene problemas de reconocimiento. Su indiferencia por las cuestiones de fondo hace que quepa aunar orientaciones muy dispares, siempre que sus intereses sean conciliables. Porque de intereses se trata. La izquierda, en cambio, rebosante de valores y principios, está en permanente discordia consigo misma, fiel seguidora del mensaje evangélico, según el cual, el que vino no vino a traer la paz sino la espada; basta ver con qué inútil cuanto cómica saña se niegan unas izquierdas a otras su razón de ser. ¿Alguien ha visto una controversia en el campo conservador acerca de si una corriente es «verdaderamente» de derechas o no? Lo importante es conseguir el poder aquí y ahora; lo demás se dará por añadidura. En la izquierda, no; en la izquierda hay que ir al fondo de las cosas. Para los socialdemócratas, los comunistas no son de izquierdas pues niegan la democracia y, por ende, la libertad. Para los comunistas son los socialdemócratas quienes no son de izquierdas pues están faltos de nervio radical. A su vez, dentro del campo comunista, los trostkistas niegan a los estalinistas la vitola de izquierda, etcétera.
De ahí que parezca destino de la izquierda el señalar permanentemente las líneas de diferencia y el buscar un terreno común en el que trazarlas. Ese terreno común, ese territorio ideal, ese lugar que no está en lugar alguno, esa utopía, es la unidad de la izquierda. Un fetiche, un espantajo tanto más impresionante cuanto más imposible e irreal. Algo que sólo sirve para hacer lo contrario de lo que la izquierda predica, esto es, para perseguir al discrepante, para acallar al crítico. ¿Cómo? ¿No cree usted en la unidad de la izquierda? Pues es usted un enemigo del pueblo, un agente infiltrado, un derrotista, un traidor o un sectario. Elija.
Ya está bien. No hay por qué elegir. Si, como es el caso hoy en España, por diversas razones muy conocidas y muy recientes, todas de cuño electoral, la unidad de la izquierda es la consigna de moda, quienes la propugnan deberán ser capaces de refutar las objeciones y no limitarse a lanzar anatemas.
Aproximadamente desde 1920, la izquierda política (los anarquistas son otra cosa) se ha dividido en dos familias, la socialdemócrata y la comunista, muy mal avenidas como es del dominio general. Tan mal avenidas que en estos ochenta años, en todo el mundo, la unidad se ha dado en menos de media docena de veces y ha sido problemática y efímera. Se pueden citar los casos de los frentes populares contra el fascismo, los dos o tres años de gobiernos del dopo guerra, la brevísima unidad popular chilena, el inútil programa común francés de los años setenta y poco más. Como reservorio de experiencias históricas, obviamente, no da para mucho.
Con el hundimiento del comunismo, también llamado en deliciosa perífrasis «socialismo realmente existente», la izquierda de origen comunista, donde sobrevivía, se ha quedado tan colgada como un mal ordenador clónico. Preguntad a un comunista qué propone en concreto para nuestras sociedades en el harto improbable caso de que su partido gane unas elecciones y obtendréis una brillante muestra de la más abstrusa confusión mental. Así que, cuando los comunistas presentan su programa como eje vertebrador de la unidad, se aferran a una entelequia. Lo que no está mal para solazarse en el principio esperanza de que habla Bloch, pero tiene poco que ver con la posibilidad real de alcanzar el Gobierno, que es el único procedimiento que existe de transformar la realidad. No deja de ser gracioso que esta izquierda obstinada en mantenerse en la oposición a cuenta de unas propuestas que es incapaz de discernir y de argumentar se llame «transformadora». Pero eso forma parte de un curioso sentido de la contradicción que le es inherente: cuanto más se escinde, se divide, se depura y se separa, más invoca la unidad. En España, la única izquierda que escenifica enfrentamientos internos con expulsiones en la «unida».
De forma que ni por experiencia histórica ni por razones sustantivas parece posible la tal unidad. Es más, tampoco es fácil probar que sea conveniente; quédese la demostración, sin embargo, para otro momento.
Se dirá que en los últimos años ha ido apareciendo una constelación de formas, grupos y tendencias de muy diversa naturaleza, nuevos movimientos sociales, ONG, grupos alternativos, iniciativas varias que precisan de un horizonte unitario. Todos ellos, en teoría, pertenecen al multiverso de la izquierda y son una muestra de la riqueza y el pluralismo de los que debemos sentirnos orgullosos, como de hecho lo estamos quienes somos de izquierdas. Pero carece de sentido buscar la unidad con un conglomerado variopinto cuya riqueza reside precisamente en su fraccionamiento. Todo cuanto cabe decir es que, en la medida en que la izquierda se rige por la ley del corazón, cuyo primer mandato es considerar al individuo como un fin en sí mismo, debe hacerse acreedora al apoyo electoral de estos grupos y tendencias, por lo demás dedicados a sus muy variados quehaceres. Y, si no lo consigue, peor para ella.
El fetiche de la unidad de la izquierda se refiere a la acción política y tiene su manifestación totémica más sagrada en la unidad electoral. La cual sólo puede conseguirse, evidentemente, en torno a la gran formación, que en todos nuestros países suele ser, guste o no, un partido de tipo socialdemócrata, interclasista, semicentrista, moderado y «atrapalotodo», como en los países nórdicos, en Inglaterra, Alemania, Austria o Francia, o un antiguo partido comunista debidamente reciclado en socialdemócrata, como en Italia. Esta comprobación tiene una irónica semejanza con aquel «socialismo realmente existente»; pero, a diferencia de él, convertido hoy en «socialismo realmente inexistente», éste parece gozar de buena salud.
Suele argumentarse que la vis atractiva del gran partido agosta el pluralismo de la izquierda. Pero eso no es cierto. Por más colores que añada al rojo en su bandera la izquierda comunista no podrá apropiarse del pluriverso social antes señalado, ni está autorizada a hablar en su nombre, que es lo que (contradictoriamente) pretende. Y como partido político, es mucho más monolítica que el partido socialdemócrata. En el interior de éste suele haber tal variedad de corrientes que, muchas veces, más que partidos, parecen crisoles partidistas. Algo que los viejos partidos comunistas que tenían a gala su monolitismo «bolchevique» criticaban altaneramente no hace mucho. En España, en concreto, ¿puede alguien señalar las diferencias reales entre el grupo de Izquierda Socialista dentro del PSOE y el PDNI fuera de él?
Son los partidos menores de la izquierda los que tienen que mantener rígidas ortodoxias cuyo dogma es que los partidos mayores no son «verdaderamente» de izquierdas, sino partidos de derechas a los que hay que desenmascarar primero y combatir después. O al revés, que tanto da.
Surge así, por eliminación, el único criterio que avala la confusa propuesta de la unidad de la izquierda, el de la supervivencia de una formación sin perspectivas reales que cifra toda su fortuna en algo muy parecido al chantaje que hace el perro del hortelano. Lo decía doña Rosa Aguilar con palabras más retorcidas: no es posible echar a la derecha del Gobierno sin IU ni contra IU. De donde parece seguirse que sólo puede haber unidad cuando la mayoría (9.419.620 votos) acepte las condiciones de la minoría (2.638.928 votos en el momento del sorpasso). La cuestión es, sin embargo, muy otra, y empieza por responder a la pregunta de cómo sea posible que, en estas condiciones, esté la derecha en el Gobierno.
No se trata de volver a cuestiones pasadas, pero la pregunta requiere una respuesta y, según la que se dé, se entenderá no solamente lo que ha venido sucediendo en nuestro país en los últimos tiempos, sino, mucho más importante, qué crédito real merecen las propuestas unitarias, qué confianza suscitan quienes las hacen y qué resultado real se obtendrá en un necesario análisis de costes beneficios en el mejor sentido de los términos. Porque a esa pregunta puede responderse de varias maneras. Pero ninguna de ellas sirve para demostrar que la unidad de la izquierda sea necesaria. Ni siquiera deseable.
Ramón Cotarelo es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid.

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