Hacia una nueva democracia
TARSO GENRO (*)
El sentido trágico que Max Weber atribuyó al régimen democrático que tuvo la Alemania de entreguerras tenía cierta identidad con el 'decisionismo' de Carl Schmitt, para el cual la democracia era, sobre todo, el funcionamiento de la 'excepción'.
Las concepciones de estos autores anticipaban, en cierta medida, la crisis de la democracia moderna. La esfera de la política en Carl Schmitt jamás podría afirmar la racionalidad democrática de 'larga duración', pues la disyuntiva amigo versus enemigo como primera 'naturaleza' de la política sería siempre la relación estructurante del proceso democrático. Si Max Weber, sociólogo, entendía la política como el permanente drama entre lo deseable y lo posible, y el poder del mandatario como la resultante de un cheque en blanco, Schmitt, jurista, identificaba al Poder Ejecutivo como el verdadero guardián de la Constitución. En tanto que guardián, sería su intérprete supremo, y su vigilante, a través de la fuerza y del arbitrio. Max Weber escéptico, Schmitt autoritario. Esto nos remite al presente.
En oposición a las teorías de Weber y Schmitt, los grandes juristas, sociólogos y teóricos de la política que les sucedieron se han esforzado siempre en revalorarizar y recuperar el contrato de la modernidad respecto de sus crisis recurrentes. Estos últimos autores hicieron una brillante defensa de un Estado por encima de las clases sociales y de la sociedad misma. Profundizaron el principio de la igualdad formal y reconocieron las potencialidades humanas de la lucha por la supervivencia, tomándola como base de un pacto constitucional para afirmar principios civilizatorios. En última instancia, reconocieron los derechos 'difusos' como impregnados en los derechos subjetivos, entonces todavía abiertos a una cierta indeterminación.
La democracia moderna siempre fue una bella construcción teórica y, a pesar de sus vicisitudes prácticas, siempre se ha mostrado superior a las tentaciones de una superación 'totalizante'. Estas últimas, cuyos extremos fueron las tendencias fascistas o estalinistas, nunca tuvieron un sistema conceptual tan coherente como el producido por los grandes juristas y pensadores burgueses. Sobre todo cuando éstos forjaron la teoría del Estado democrático de Derecho, que vino a consolidarse a lo largo del siglo XX.
Por el contrario, lo que hoy se discute es si las complejas relaciones globales construidas por la fuerza normativa del capital financiero, en el contexto de la actual revolución tecnológica, no están sepultando la contractualidad moderna. Creo que, bien examinada esta cuestión, ello revelaría una impotencia extrema: la impotencia de los mandantes o electores frente a la autonomía de los mandatarios o electos. En este esquema, los primeros resultarían sometidos por la lógica implacable del Estado. Un Estado que es débil para ejercer sus funciones públicas, sobre todo en su dimensión macroeconómica, pero que, sin embargo, se expresa en ocasiones de manera arrogante con la esfera pública que existe en su entorno. Se trata, en definitiva, de un tipo de Estado en el que predominan las premisas 'técnicas' para orientar las políticas, frente a lo que debiera ser el predominio de las premisas políticas para determinar sus técnicas de actuación.
La relativa indiferencia ciudadana en relación a la política que se observa en muchos de los países del llamado 'primer mundo' y el escepticismo que se reproduce de manera amplia en los países de desarrollo intermedio, como Brasil por ejemplo, posiblemente son consecuencia del agotamiento del contrato social moderno. Este último ha perdido, de una parte, la capacidad de cohesionar socialmente, cohesión que ha sido sustituida de forma manipulada mediante una integración, real o ficticia, a través del consumismo desenfrenado. De otra parte, ha perdido también la capacidad de afrontar las grandes demandas sociales, demandas que han sido sustituidas por la estatización de la filantropía y las políticas de carácter compensatorio. El reflejo de esta situación es la creación de una mayoría social o, como mínimo, de significativos sectores sociales que pierden la capacidad de forjar su identidad política y construir su socialidad a través del trabajo.
La imposibilidad de obtener la identidad a través del trabajo, consecuencia del desempleo y de cambios sustanciales en las formas de trabajo, genera esta nueva socialidad impotente. Simultáneamente está produciendo una gama diferente de expectativas para el futuro. Tales expectativas desarman cualquier utopía que no se traduzca objetivamente en mercancía o en consumo, destruyendo así la cultura y la experiencia de las clases sociales, y lo hace sin afirmar y construir otras relaciones mínimamente orgánicas.
La democracia actual se encuentra 'desterritorializada' en función de una totalidad objetiva (el poder real del capital financiero), que tiene su origen en una globalización que no está orientada por la política y sí por la técnica de reproducción virtual del dinero. La consecuencia es la anomia mundial y no solamente la anomia local o territorial. Este proceso sólo permite el imprevisto y la incertidumbre como únicas salidas. La inseguridad frente a la violencia, el terrorismo o la criminalidad se hacen presentes, en mayor o menor grado, en todas las sociedades occidentales y expresan lo que constituyen los símbolos duros de esta crisis civilizatoria.
Cómo afrontarán esta cuestión los partidos democráticos de izquierda y centro-izquierda, e incluso si sabrán afrontarla, es un tema todavía abierto. Hasta ahora estamos situados entre las experiencias locales, llevadas a cabo principalmente por los gobiernos de ciudades, y el pragmatismo 'liberalizante' de los gobiernos nacionales, e incluso de muchos de la izquierda. Dicho pragmatismo en ocasiones opera con un lenguaje aparentemente socialdemócrata, vinculado a la política tradicional de la socialdemocracia que distribuyó renta a través del Estado, pero que actualmente y en muchos casos debilita la función pública del Estado.
Ante esta disyuntiva, quizás el mejor camino sea volver, en otro nivel ciertamente, al gran debate que ya se dio entre la socialdemocracia (que más tarde tuvo como resultado el Welfare) y el socialismo (que históricamente se expresó en el comunismo de inicios del siglo XX). Pero esta vez se trata de dibujar la utopía de manera más modesta: rebajar por ahora las expectativas emancipadoras a fin de cohesionar una expresiva fuerza social y una mayoría política (sin lo cual no hay posibilidad de transformaciones democráticas) con el objetivo de refundar el contrato social moderno. Y hacerlo a partir de dos grandes fundamentos radicales: someter el Estado a la fuerza de la política, y con ello revocar la fuerza normativa del capital financiero, y, también, hacer de la inclusión social el centro de las políticas públicas, superando las políticas meramente compensatorias. La inclusión social sería, pues, el elemento ético de una nueva redistribución de renta a través de una nueva distribución de la oferta y las posibilidades de trabajo.
¿Será acaso el régimen democrático un conflicto en el cual la democracia genera siempre el renacimiento del conflicto para acabar en tragedia? Ésta es una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
(*) Tarso Genro es alcalde de Porto Alegre (Brasil) y miembro de la dirección nacional del Partido de los Trabajadores (PT). Ha sido diputado federal (1989). Autor, entre otros libros, de Introducción crítica al Derecho, Utopía posible y Futuro por armar.
TARSO GENRO (*)
El sentido trágico que Max Weber atribuyó al régimen democrático que tuvo la Alemania de entreguerras tenía cierta identidad con el 'decisionismo' de Carl Schmitt, para el cual la democracia era, sobre todo, el funcionamiento de la 'excepción'.
Las concepciones de estos autores anticipaban, en cierta medida, la crisis de la democracia moderna. La esfera de la política en Carl Schmitt jamás podría afirmar la racionalidad democrática de 'larga duración', pues la disyuntiva amigo versus enemigo como primera 'naturaleza' de la política sería siempre la relación estructurante del proceso democrático. Si Max Weber, sociólogo, entendía la política como el permanente drama entre lo deseable y lo posible, y el poder del mandatario como la resultante de un cheque en blanco, Schmitt, jurista, identificaba al Poder Ejecutivo como el verdadero guardián de la Constitución. En tanto que guardián, sería su intérprete supremo, y su vigilante, a través de la fuerza y del arbitrio. Max Weber escéptico, Schmitt autoritario. Esto nos remite al presente.
En oposición a las teorías de Weber y Schmitt, los grandes juristas, sociólogos y teóricos de la política que les sucedieron se han esforzado siempre en revalorarizar y recuperar el contrato de la modernidad respecto de sus crisis recurrentes. Estos últimos autores hicieron una brillante defensa de un Estado por encima de las clases sociales y de la sociedad misma. Profundizaron el principio de la igualdad formal y reconocieron las potencialidades humanas de la lucha por la supervivencia, tomándola como base de un pacto constitucional para afirmar principios civilizatorios. En última instancia, reconocieron los derechos 'difusos' como impregnados en los derechos subjetivos, entonces todavía abiertos a una cierta indeterminación.
La democracia moderna siempre fue una bella construcción teórica y, a pesar de sus vicisitudes prácticas, siempre se ha mostrado superior a las tentaciones de una superación 'totalizante'. Estas últimas, cuyos extremos fueron las tendencias fascistas o estalinistas, nunca tuvieron un sistema conceptual tan coherente como el producido por los grandes juristas y pensadores burgueses. Sobre todo cuando éstos forjaron la teoría del Estado democrático de Derecho, que vino a consolidarse a lo largo del siglo XX.
Por el contrario, lo que hoy se discute es si las complejas relaciones globales construidas por la fuerza normativa del capital financiero, en el contexto de la actual revolución tecnológica, no están sepultando la contractualidad moderna. Creo que, bien examinada esta cuestión, ello revelaría una impotencia extrema: la impotencia de los mandantes o electores frente a la autonomía de los mandatarios o electos. En este esquema, los primeros resultarían sometidos por la lógica implacable del Estado. Un Estado que es débil para ejercer sus funciones públicas, sobre todo en su dimensión macroeconómica, pero que, sin embargo, se expresa en ocasiones de manera arrogante con la esfera pública que existe en su entorno. Se trata, en definitiva, de un tipo de Estado en el que predominan las premisas 'técnicas' para orientar las políticas, frente a lo que debiera ser el predominio de las premisas políticas para determinar sus técnicas de actuación.
La relativa indiferencia ciudadana en relación a la política que se observa en muchos de los países del llamado 'primer mundo' y el escepticismo que se reproduce de manera amplia en los países de desarrollo intermedio, como Brasil por ejemplo, posiblemente son consecuencia del agotamiento del contrato social moderno. Este último ha perdido, de una parte, la capacidad de cohesionar socialmente, cohesión que ha sido sustituida de forma manipulada mediante una integración, real o ficticia, a través del consumismo desenfrenado. De otra parte, ha perdido también la capacidad de afrontar las grandes demandas sociales, demandas que han sido sustituidas por la estatización de la filantropía y las políticas de carácter compensatorio. El reflejo de esta situación es la creación de una mayoría social o, como mínimo, de significativos sectores sociales que pierden la capacidad de forjar su identidad política y construir su socialidad a través del trabajo.
La imposibilidad de obtener la identidad a través del trabajo, consecuencia del desempleo y de cambios sustanciales en las formas de trabajo, genera esta nueva socialidad impotente. Simultáneamente está produciendo una gama diferente de expectativas para el futuro. Tales expectativas desarman cualquier utopía que no se traduzca objetivamente en mercancía o en consumo, destruyendo así la cultura y la experiencia de las clases sociales, y lo hace sin afirmar y construir otras relaciones mínimamente orgánicas.
La democracia actual se encuentra 'desterritorializada' en función de una totalidad objetiva (el poder real del capital financiero), que tiene su origen en una globalización que no está orientada por la política y sí por la técnica de reproducción virtual del dinero. La consecuencia es la anomia mundial y no solamente la anomia local o territorial. Este proceso sólo permite el imprevisto y la incertidumbre como únicas salidas. La inseguridad frente a la violencia, el terrorismo o la criminalidad se hacen presentes, en mayor o menor grado, en todas las sociedades occidentales y expresan lo que constituyen los símbolos duros de esta crisis civilizatoria.
Cómo afrontarán esta cuestión los partidos democráticos de izquierda y centro-izquierda, e incluso si sabrán afrontarla, es un tema todavía abierto. Hasta ahora estamos situados entre las experiencias locales, llevadas a cabo principalmente por los gobiernos de ciudades, y el pragmatismo 'liberalizante' de los gobiernos nacionales, e incluso de muchos de la izquierda. Dicho pragmatismo en ocasiones opera con un lenguaje aparentemente socialdemócrata, vinculado a la política tradicional de la socialdemocracia que distribuyó renta a través del Estado, pero que actualmente y en muchos casos debilita la función pública del Estado.
Ante esta disyuntiva, quizás el mejor camino sea volver, en otro nivel ciertamente, al gran debate que ya se dio entre la socialdemocracia (que más tarde tuvo como resultado el Welfare) y el socialismo (que históricamente se expresó en el comunismo de inicios del siglo XX). Pero esta vez se trata de dibujar la utopía de manera más modesta: rebajar por ahora las expectativas emancipadoras a fin de cohesionar una expresiva fuerza social y una mayoría política (sin lo cual no hay posibilidad de transformaciones democráticas) con el objetivo de refundar el contrato social moderno. Y hacerlo a partir de dos grandes fundamentos radicales: someter el Estado a la fuerza de la política, y con ello revocar la fuerza normativa del capital financiero, y, también, hacer de la inclusión social el centro de las políticas públicas, superando las políticas meramente compensatorias. La inclusión social sería, pues, el elemento ético de una nueva redistribución de renta a través de una nueva distribución de la oferta y las posibilidades de trabajo.
¿Será acaso el régimen democrático un conflicto en el cual la democracia genera siempre el renacimiento del conflicto para acabar en tragedia? Ésta es una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
(*) Tarso Genro es alcalde de Porto Alegre (Brasil) y miembro de la dirección nacional del Partido de los Trabajadores (PT). Ha sido diputado federal (1989). Autor, entre otros libros, de Introducción crítica al Derecho, Utopía posible y Futuro por armar.
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