TRIBUNA: NORMAN BIRNBAUM
La historia y la izquierda
NORMAN BIRNBAUM 14/03/2005
En el último medio siglo, la izquierda socialista de Europa occidental (a menudo, aliada con movimientos sociales cristianos) construyó unos Estados de bienestar aparentemente duraderos. En Estados Unidos, los demócratas (con la ayuda de algunos republicanos) hicieron lo mismo. Tanto en Europa como en Estados Unidos se dio a la ciudadanía un contenido social y económico. Ahora existe una contraofensiva que elimina de forma sistemática estas conquistas morales. ¿A qué se debe el continuo retroceso de la izquierda?
Durante dos siglos, la izquierda ha intentado hacer realidad tres clases de valores que se proclamaron en las revoluciones inglesa, americana y francesa.
Ante todo, la ciudadanía activa como condición previa de la democracia. La esfera pública debía convertirse en un experimento pedagógico continuo, en el que los ciudadanos aprenderían por sí mismos a dirigir la sociedad. Los conservadores aceptan a poblaciones pasivas que confíen en sus superiores; los demócratas radicales, no. Sin embargo, los partidos de masas que debían promover la democracia produjeron resultados ambiguos. Se burocratizaron y concentraron el poder en la cima. Los demagogos nacionalistas formaron partidos de masas que representaron la plasmación del fascismo. En el estalinismo, el partido se convirtió en una burla de sí mismo. Las democracias populares no pertenecían al pueblo.
El renacimiento de la democracia parlamentaria en Europa occidental tras la guerra se transformó rápidamente en un consenso rutinario. Los trabajadores tenían cada vez más acceso a un producto social en expansión. La posibilidad de más ocio permitió una cultura en la que el consumo adquirió más importancia que la ciudadanía.
El vacío político subsiguiente fue un pluralismo deformado y dominado gradualmente por el poder del capital organizado. La prensa y la televisión propagaban un mensaje embrutecedor: las cosas eran como eran, no podían ser de otra forma. Los partidos de la izquierda, con su electorado y sus miembros transformados, flotaban en el espacio histórico, alejados de sus propias tradiciones. En otro tiempo habían sido iglesias de salvación seculares; ahora se convirtieron en máquinas electorales. El New Deal de Franklin Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson no eran más que recuerdos ceremoniales, y los demócratas estadounidenses sufrieron el mismo destino.
La izquierda valoraba la solidaridad, la igualdad de oportunidades en la vida. Los cristianos sociales, también, y la expresión nacionalsocialismo era significativa: la solidaridad era compatible con las distintas variedades de autoritarismo. Sin embargo, la izquierda no sólo buscaba la redistribución; pretendía el autogobierno en la economía. Pero ese ideal quedó abandonado a cambio del control de la economía nacional por parte del Estado. Durante gran parte del periodo de posguerra, los socialistas europeos y los demócratas estadounidenses utilizaron sus Estados para regular el mercado y el trabajo, invertir en bienes públicos y redistribuir la renta nacional.
Este triunfo de posguerra se ha convertido en una actitud defensiva y derrotista, mientras los Estados luchan, en la nueva economía internacional, con fuerzas que desbordan su control. La movilidad del capital ha provocado la desindustrialización en las democracias industriales. El empleo en los sectores técnico y de servicios es inseguro, y ahora se ve amenazado por la mano de obra barata en el resto del mundo. No existen instituciones internacionales capaces de proteger el empleo y las normas laborales en las viejas economías industriales y, al mismo tiempo, aumentar las rentas y la protección social en las economías emergentes. En las economías asentadas, el envejecimiento de la población ha creado tensiones en los sistemas de seguridad social. El conflicto generacional no ha sustituido al conflicto de clases, pero quienes están empeñados en liquidar el Estado de bienestar occidental explotan esas tensiones para propagar un nuevo darwinismo social.
En Europa, la inmigración aporta jóvenes trabajadores procedentes de África y Asia (y el este de Europa), pero su incorporación a los bloques políticos que defienden la igualdad económica es extremadamente difícil por los conflictos culturales. Ha sido más sencillo en Estados Unidos, donde el conflicto racial tiene un efecto divisivo equivalente al de la xenofobia en Europa. La movilidad mundial del capital, los cambios demográficos que afectan a los sistemas de seguridad social y la inmigración, combinados, han dejado a los partidos socialistas europeos en una actitud reactiva, cuando no pasiva y sin habla. Los demócratas estadounidenses, en cambio, están fuertemente divididos; algunos proponen que se olvide el hecho de que alguna vez fueron defensores del Estado de bienestar.
Las dificultades de la izquierda para abordar la nueva economía son aún mayores por lo contradictorio de su legado filosófico, la idea ilustrada de la autonomía y la soberanía humana. Marx pensaba que el socialismo permitiría a la humanidad supeditar el terreno de la necesidad al de la libertad, que, según él, estaba en continua creación.
Ha habido varias formas elementales de emancipación. Las mujeres tienen más igualdad legal y social, los niños están protegidos y los trabajadores tienen la ciudadanía. El liberalismo es tan responsable de estos cambios como el socialismo. Viene a la mente otra observación de Marx, en la que venía a decir que, después de que los súbditos pasaran a ser ciudadanos, todavía tenían que llegar a seres humanos. Es posible que los partidos socialdemócratas movilicen a votantes con una mentalidad más moral; las pruebas no son concluyentes. Pero, independientemente de los objetivos que busquen en la actualidad los partidos de la izquierda, entre sus proyectos electorales no está una transformación radical de la naturaleza humana.
Desde el punto de vista filosófico, la izquierda ha adoptado los poderes liberadores de la ciencia y la tecnología. En nuestro mundo, éstos son a menudo independientes del propósito moral, instrumentos para lograr el máximo poder y el máximo provecho. Los Verdes han criticado, con razón, la aceptación por parte de los socialdemócratas, muchas veces sin reparos de ningún tipo, de que la naturaleza está a nuestra disposición y la producción puede aumentar de manera infinita. Los socialdemócratas, en teoría, están de acuerdo con ellos, pero en la práctica se han mostrado muy lentos a la hora de elaborar ideas sobre pautas de consumo alternativas.
Respecto a la inauguración de una era de paz entre las na
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ciones, el final de la violencia en las relaciones internacionales, se trata de algo muy incompleto. Desde luego, la Unión Europea es muestra de la decisión de los países europeos de acabar con sus guerras fratricidas, pero no fue obra exclusiva de los socialdemócratas. En Estados Unidos, el partido de la reforma social está integrado en el Estado de la guerra y el bienestar. La reciente oposición de los socialdemócratas europeos (con la excepción de los laboristas británicos) y algunos demócratas estadounidenses al unilateralismo de EE UU ha ido acompañada de un proyecto alternativo (fortalecimiento de Naciones Unidas, ayuda internacional al desarrollo, interés por transiciones democráticas sustanciales, y no formales, en los Estados autoritarios). Este contraproyecto no está relacionado con la política nacional de las fuerzas reformistas.
Fundamentalmente, la idea de la izquierda sobre una progresión inevitable hacia un mundo racional y laico es ahistórica. No hay más que ver la coexistencia de la literalidad bíblica y el racionalismo tecnológico en Estados Unidos. La izquierda podría desarrollar alianzas estratégicas con las corrientes críticas y actuales en las religiones mundiales, que son depósitos de recuerdos de luchas pasadas y esperanzas para el futuro. Además, el internacionalismo de la izquierda debería obligarle a revisar su hipótesis implícita de que la división actual entre países pobres y países ricos va a ir desapareciendo poco a poco. Esta división es una incitación continua a la violencia, pese a que, en estos momentos, la violencia procede de Estados Unidos. La globalización, que causa la inmigración hacia las sociedades más ricas y el empobrecimiento dentro de ellas, ha suscitado reacciones autoritarias y racistas en la clase obrera de Occidente. Esto representa una seria crítica del fracaso pedagógico de la izquierda en este último medio siglo de centrarse en la redistribución, que ya no puede garantizar.
Por último, los viejos partidos de la izquierda y los sindicatos tienen que dialogar con los grupos vinculados al Foro Social. Su oposición a la homogeneización cultural, la destrucción ambiental, la explotación, el empobrecimiento y la tiranía podrían ayudar a renovar la propia izquierda, que, como ocurre desde 1641, se enfrenta a un futuro incierto. Su renovación no es una certeza, sino una posibilidad.
Norman Birnbaum es profesor emérito del Centro de Leyes en la Universidad de Georgetown, y su último libro es Después del progreso: reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Durante dos siglos, la izquierda ha intentado hacer realidad tres clases de valores que se proclamaron en las revoluciones inglesa, americana y francesa.
Ante todo, la ciudadanía activa como condición previa de la democracia. La esfera pública debía convertirse en un experimento pedagógico continuo, en el que los ciudadanos aprenderían por sí mismos a dirigir la sociedad. Los conservadores aceptan a poblaciones pasivas que confíen en sus superiores; los demócratas radicales, no. Sin embargo, los partidos de masas que debían promover la democracia produjeron resultados ambiguos. Se burocratizaron y concentraron el poder en la cima. Los demagogos nacionalistas formaron partidos de masas que representaron la plasmación del fascismo. En el estalinismo, el partido se convirtió en una burla de sí mismo. Las democracias populares no pertenecían al pueblo.
El renacimiento de la democracia parlamentaria en Europa occidental tras la guerra se transformó rápidamente en un consenso rutinario. Los trabajadores tenían cada vez más acceso a un producto social en expansión. La posibilidad de más ocio permitió una cultura en la que el consumo adquirió más importancia que la ciudadanía.
El vacío político subsiguiente fue un pluralismo deformado y dominado gradualmente por el poder del capital organizado. La prensa y la televisión propagaban un mensaje embrutecedor: las cosas eran como eran, no podían ser de otra forma. Los partidos de la izquierda, con su electorado y sus miembros transformados, flotaban en el espacio histórico, alejados de sus propias tradiciones. En otro tiempo habían sido iglesias de salvación seculares; ahora se convirtieron en máquinas electorales. El New Deal de Franklin Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson no eran más que recuerdos ceremoniales, y los demócratas estadounidenses sufrieron el mismo destino.
La izquierda valoraba la solidaridad, la igualdad de oportunidades en la vida. Los cristianos sociales, también, y la expresión nacionalsocialismo era significativa: la solidaridad era compatible con las distintas variedades de autoritarismo. Sin embargo, la izquierda no sólo buscaba la redistribución; pretendía el autogobierno en la economía. Pero ese ideal quedó abandonado a cambio del control de la economía nacional por parte del Estado. Durante gran parte del periodo de posguerra, los socialistas europeos y los demócratas estadounidenses utilizaron sus Estados para regular el mercado y el trabajo, invertir en bienes públicos y redistribuir la renta nacional.
Este triunfo de posguerra se ha convertido en una actitud defensiva y derrotista, mientras los Estados luchan, en la nueva economía internacional, con fuerzas que desbordan su control. La movilidad del capital ha provocado la desindustrialización en las democracias industriales. El empleo en los sectores técnico y de servicios es inseguro, y ahora se ve amenazado por la mano de obra barata en el resto del mundo. No existen instituciones internacionales capaces de proteger el empleo y las normas laborales en las viejas economías industriales y, al mismo tiempo, aumentar las rentas y la protección social en las economías emergentes. En las economías asentadas, el envejecimiento de la población ha creado tensiones en los sistemas de seguridad social. El conflicto generacional no ha sustituido al conflicto de clases, pero quienes están empeñados en liquidar el Estado de bienestar occidental explotan esas tensiones para propagar un nuevo darwinismo social.
En Europa, la inmigración aporta jóvenes trabajadores procedentes de África y Asia (y el este de Europa), pero su incorporación a los bloques políticos que defienden la igualdad económica es extremadamente difícil por los conflictos culturales. Ha sido más sencillo en Estados Unidos, donde el conflicto racial tiene un efecto divisivo equivalente al de la xenofobia en Europa. La movilidad mundial del capital, los cambios demográficos que afectan a los sistemas de seguridad social y la inmigración, combinados, han dejado a los partidos socialistas europeos en una actitud reactiva, cuando no pasiva y sin habla. Los demócratas estadounidenses, en cambio, están fuertemente divididos; algunos proponen que se olvide el hecho de que alguna vez fueron defensores del Estado de bienestar.
Las dificultades de la izquierda para abordar la nueva economía son aún mayores por lo contradictorio de su legado filosófico, la idea ilustrada de la autonomía y la soberanía humana. Marx pensaba que el socialismo permitiría a la humanidad supeditar el terreno de la necesidad al de la libertad, que, según él, estaba en continua creación.
Ha habido varias formas elementales de emancipación. Las mujeres tienen más igualdad legal y social, los niños están protegidos y los trabajadores tienen la ciudadanía. El liberalismo es tan responsable de estos cambios como el socialismo. Viene a la mente otra observación de Marx, en la que venía a decir que, después de que los súbditos pasaran a ser ciudadanos, todavía tenían que llegar a seres humanos. Es posible que los partidos socialdemócratas movilicen a votantes con una mentalidad más moral; las pruebas no son concluyentes. Pero, independientemente de los objetivos que busquen en la actualidad los partidos de la izquierda, entre sus proyectos electorales no está una transformación radical de la naturaleza humana.
Desde el punto de vista filosófico, la izquierda ha adoptado los poderes liberadores de la ciencia y la tecnología. En nuestro mundo, éstos son a menudo independientes del propósito moral, instrumentos para lograr el máximo poder y el máximo provecho. Los Verdes han criticado, con razón, la aceptación por parte de los socialdemócratas, muchas veces sin reparos de ningún tipo, de que la naturaleza está a nuestra disposición y la producción puede aumentar de manera infinita. Los socialdemócratas, en teoría, están de acuerdo con ellos, pero en la práctica se han mostrado muy lentos a la hora de elaborar ideas sobre pautas de consumo alternativas.
Respecto a la inauguración de una era de paz entre las na
-
ciones, el final de la violencia en las relaciones internacionales, se trata de algo muy incompleto. Desde luego, la Unión Europea es muestra de la decisión de los países europeos de acabar con sus guerras fratricidas, pero no fue obra exclusiva de los socialdemócratas. En Estados Unidos, el partido de la reforma social está integrado en el Estado de la guerra y el bienestar. La reciente oposición de los socialdemócratas europeos (con la excepción de los laboristas británicos) y algunos demócratas estadounidenses al unilateralismo de EE UU ha ido acompañada de un proyecto alternativo (fortalecimiento de Naciones Unidas, ayuda internacional al desarrollo, interés por transiciones democráticas sustanciales, y no formales, en los Estados autoritarios). Este contraproyecto no está relacionado con la política nacional de las fuerzas reformistas.
Fundamentalmente, la idea de la izquierda sobre una progresión inevitable hacia un mundo racional y laico es ahistórica. No hay más que ver la coexistencia de la literalidad bíblica y el racionalismo tecnológico en Estados Unidos. La izquierda podría desarrollar alianzas estratégicas con las corrientes críticas y actuales en las religiones mundiales, que son depósitos de recuerdos de luchas pasadas y esperanzas para el futuro. Además, el internacionalismo de la izquierda debería obligarle a revisar su hipótesis implícita de que la división actual entre países pobres y países ricos va a ir desapareciendo poco a poco. Esta división es una incitación continua a la violencia, pese a que, en estos momentos, la violencia procede de Estados Unidos. La globalización, que causa la inmigración hacia las sociedades más ricas y el empobrecimiento dentro de ellas, ha suscitado reacciones autoritarias y racistas en la clase obrera de Occidente. Esto representa una seria crítica del fracaso pedagógico de la izquierda en este último medio siglo de centrarse en la redistribución, que ya no puede garantizar.
Por último, los viejos partidos de la izquierda y los sindicatos tienen que dialogar con los grupos vinculados al Foro Social. Su oposición a la homogeneización cultural, la destrucción ambiental, la explotación, el empobrecimiento y la tiranía podrían ayudar a renovar la propia izquierda, que, como ocurre desde 1641, se enfrenta a un futuro incierto. Su renovación no es una certeza, sino una posibilidad.
Norman Birnbaum es profesor emérito del Centro de Leyes en la Universidad de Georgetown, y su último libro es Después del progreso: reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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