sábado, 1 de mayo de 2010

Vida y muerte vil en Colombia - Laura Restrepo - 1990

EL PAÍS
TRIBUNA: LAURA RESTREPO
Vida y mue e vil Colombia
GALÁN, JARAMILLO Y PIZARRO
LAURA RESTREPO 25/05/1990

TRIBUNA: LAURA RESTREPO
Vida y mue e vil Colombia
GALÁN, JARAMILLO Y PIZARRO
LAURA RESTREPO 25/05/1990

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Llueve a baldazos sobre el tumulto de gente que se apiña alrededor de la plaza de Bolívar, esperando turno, clavel en mano, para entrar al Capitolio a decirle adiós al candidato asesinado."¿Por qué cree que le mataron?". "Porque basta con que a uno le gusten para que los maten", contesta una señora que lleva dos horas tratando de entrar. "Porque era joven y lindo, y hablaba de paz", contesta una muchacha que llora y tiene la pestaflina corrida.
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Se referían a Carlos Pizarro, el último de los caídos en la contienda electoral, pero bien podía tratarse de Luis Carlos Galán o de Bernardo Jaramillo. Uno era ex guerrillero; el otro, liberal; el otro, de oposición, y eso los hacía diferentes y políticamente enfrentados. Pero mucha de la gente que está en la cola se hizo presente en los tres velorios porque siente que se parecían. Minutos después de la muerte del dirigente del M-19 se regó una pintada por las paredes de Bogotá: "Galán, Jaramillo y Pizarro viven". Tres muertos distintos y un solo dolor, una misma expectativa tres veces frustrada.
Un año y medio antes, en el aeropuerto de Bogotá, cayeron al suelo Ernesto Samper y José Antequera, uno al lado del otro, alcanzados por una ráfaga de metralleta Mini-Ingram. También entre ellos había dos diferencias radicales: uno era líder de la oposición de izquierda, y el otro, precandidato presidencial del partido del Gobierno. A uno le dispararon por decisión de aniquilarlo, y al otro, probablemente por equivocación, de rebote. Pero los dos fueron víctimas de las mismas balas, salidas de la misma arma, disparadas por el mismo asesino. Otro signo para interpretar.
Ante los ojos de millones de colombianos, Galán, Jaramillo y Pizarro se acercan, asediados por un enemigo común, caídos del mismo lado de la trinchera, igualados por la muerte. Ésta borra los recelos y rompe las desconfianzas entre los seguidores de uno y de los otros dos, y amalgama el significado de sus vidas. Como en este país los hechos van a velocidad supersónica mientras el discurso político avanza a paso de mula, esta afinidad post mortem todavía no encuentra palabras para ser explicada, no se traduce en una alianza y un programa. Pero se expresa en símbolos y en gestos, y se siente latir como el potencial amplio y democrático del futuro.
Vistos en lo que los une, Galán, Jaramillo y Pizarro encarnaron un nuevo tipo de caudillo y una forma inédita de concebir la vida y la política. Se apartaron años-luz de la figura del cacique tradicional, cómodo y omnipotente. Hablando de paz y de concordia en medio de su ejército personal de escoltas armados, ellos aparecieron como una extraña versión criolla de los caballeros de la mesa redonda, con carros blindados en vez de caballos y chalecos antibalas en lugar de armaduras. Hace pocos días, Antonio Navarro definía el actual M-19 como "socialdemocracia acorazada". Por esa misma paradoja histórica, Galán encabezó un liberalismo nuevo que resiste en primera línea de fuego, y Jaramillo, una oposición pacífica exterminada por la violencia. De un lado de la moneda, Galán, que venía de un pasado de no violencia, aprendió a enfrentar y desafiar los retos de la guerra; del otro lado, Jaramillo, que siempre los tuvo cerca, y Pizarro, que se formó en medio de ellos, comprendieron el valor de la paz. Los tres Comprobaron en carne propia una lección dura: en Colombia cuesta demasiado caro hablar en serio de ética, de paz o de democracia. Los tres cumplieron con la mejor consigna de la Unión Patriótica (UP): "Por la vida, hasta la vida misma".
Se parecieron también en cosas más triviales, como su juventud, su pinta telegénica y su rítmo cinematográfico. Sus vidas -como dijo Pizarro- fueron "una buena película de suspense". Y se parecieron, sobre todo, en lo que es elemental, pero clave: fueron hombres buenos, desmintiendo la verdad de Jorge Luis Borges, para quien "es más raro un político bueno que un centauro".
El senador Iván Marulanda, amigo personal de Galán y único superviviente -a pesar de varios atentados contra su vida- de la dirección histórica de su movimiento, explica: "Nosotros seríamos muy distintos en otras circunstancias, si no nos hubiéramos formado en los contratiempos de la amenaza de muerte. Eso nos convirtió en otro tipo de ser humano. Siempre detestamos la violencia, y no nos hubiéramos colocado voluntariamente en un papel de riesgo. Nos buscamos un destino trágico, pero hemos tenido que hacerle frente". Su suerte quedó echada en 1982, el día que descubrieron a qué negocios se dedicaba un señor llamado Pablo Escobar, que apoyaba la candidatura de Galán en Antioquia, y desautorizaron sus listas. El primer campanazo sobre las dimensiones monstruosas de la guerra que habían casado contra el narcotráfico lo tuvieron en 1984, cuando los asesinos de la moto acabaron con el ministro Rodrigo Lara. Después de él, muchos otros galanistas quedaron por el camino. Otros sobrevivieron a los atentados, pero como los vaqueros del Oeste: con el cuerpo mordido por el plomo.
Si Galán se templó en la guerra contra el narcotráfico, Pizarro y Jaramillo fueron los mejores hijos del proceso de paz entre el Gobierno colombiano y los alzados en armas. Un proceso desgarrado y terrible, pero deslumbrante y magnífico, que fue sonado por Jaime Bateman y al que le abrieron las puertas -con todo, y vacilaciones y errores- los presidentes Betancur y Barco. Y que fue hecho realidad -con todo, y vacilaciones y errorespor el M-19 y por la Unión Patriótica, al coste incalculable de la vida de casi todos sus dirigentes y de cientos de sus militantes.
El M-19, que con el fuego del Palacio de Justicia había quemado sus posibilidades políticas, las volvió a abrir con el fuego del horno en que incineró sus armas, y se entregó de lleno a la política legal. La Unión Patriótica, sometida a una trágica saga de exterminio que la llevó hasta el propio borde de la desaparición, se quedó sin candidato para reemplazar a Jaramillo, pero sigue pre sente en la campaña electoral a través del apoyo a Navarro.
Aunque las probabilidades de sobrevivir eran escasas para Ga lán y casi nulas para Jaramillo y Pizarro, los tres enfrentaban el hecho sin algarabía. "Luis Carlos nunca quiso hablar de su muerte", dice su copartidario Patricio Samper, el hombre que le asistió en sus últimos minutos. "En cambio le encantaba hablar de su vida. Era de esas personas a las que uno les pregunta por teléfo no: ¿qué has hecho?, y te cuentan todo". Bernardo Jaramillo se permitía soñar entrañables sue ños de niño, aun después del asesinato de 1.044 de sus compañe ros y sabiendo que el blanco principal era él: "¿Qué es lo que más deseo? Tal vez caminar sin escolta... Comerme un helado en la calle y sentarme en el banco de un parque". Horas antes de su muerte, Pizarro vislumbraba la posibilidad de un Estado y unas Fuerzas Armadas democráticas al lado de las cuales pudieran colocarse los ex guerrilleros y el pueblo para detener la matanza: "Al borde del abismo, la nación colombiana hace un alto. Empezamos todos a defender la vida la muchedumbre de la vida, que somos la inmensa mayoría".
En otras latitudes, los políticos amenazados recurren al exilio, al retiro, a la clandestinidad; aquí no, la muerte es uno de los gajes del oficio. Ernesto Samper cuenta que pudo administrar el miedo cuando asumió lo que le dijo su médico después del atentado: "A usted lo van a volver a matar. Si no se conven ce de eso, no puede hacer políti ca en este país". Galán, Jaramillo y Pizarro optaron por jugarse hasta las últimas consecuencias en la lucha a pecho descubierto por la no violencia. Porque en Colombia se ha abierto paso una resistencia cívica y pacífica muy valerosa y muy porfiada, gandhiana, tenaz hasta más allá de la muerte.
El general Miguel Maza Márquez -contra quien han atentado con 2.300 kilos de dinamita- es quien pone los escoltas para los candidatos. Son muchachos que antes se hubieran tiroteado contra los dirigentes guerrilleros, y que ahora arriesgan el pellejo por cuidarlos. Comparten su intimidad jugando desveladas partidas de póquer -como hacían con Bernardo Jaramillo- y terminan por trabar con ellos fuertes lazos de afecto. Cuando le anunciaron a uno de los escoltas de Pizarro que éste había fallecido disparó al aire ráfagas de metralleta, se tiró al suelo de rodillas y se puso a llorar. Nada pudo hacer ante la decisión su¡ cida de los sicarlos.
La candidatura y el triunfo asegurado de Galán quedaron en manos de César Gaviria, a quien entregaron, en un solo paquete, la garantía de ser presidente de la República y la con dena de muerte que pesó sobre su antecesor.
Y en los escenarios de lo magnicidios colombianos se repiten las escenas épicas y la presencia de mujeres con un valor un amor sobrehumanos, como Laura, la compañera de Pizarro que apartó con su mano la mira del Galil con que le apuntaron él, por entre la ventanilla del carro, hace seis años, el día de la firma de paz con el ex presidente Betancur. Le Uaron cuatro de dos, pero logró que a él la bala no le entrara en el corazón, sino en el hombro izquierdo.
O como Jacquin de Samper Mariela de Jaramillo, que se arrojaron sobre los cuerpos de sus maridos para cubrirlos y protegerlos con sus propios cuerpos de la lluvia de balas.
La muerte que acompaña a la actividad política cambió el sentido a los lugares familiares. El Capitolio, donde Galán, Jaramillo y Pizarro debían estar sentados en escaños, se convirtió en funeraria y los acogió estirados en ataúdes. El aeropuerto y la plaza pública se volvieron altares de sacrificio. Desde el cementerio se lanzaron las candidaturas: allí acudían los periodistas para enterarse del reemplazo del caído. Los velorios y los entierros, que duraron varios días y congregaron muchedumbres, se convirtieron en la forma de movilización masiva de los colombianos.Las violentas cruzadas sacuden las costumbre políticas y el elector colombiano ha pasado de votar por el cacique que le prometía arena Para llenar los baches de su calle a apostarle a intangibles, como el futuro que ofrece el heredero de un muerto. O el brindis de paz de un guerrillero que baja desarmado del monte. De golpe, Colombia pasó del gamonalismo a la metafísica, del bipartidismo a la poesía, y es en el legado personal y político de los tres candidatos asesinados, donde parece encontrarse la materia prima para llenar de hechos y contenidos este ventarrón de renovación.
De Luis Carlos Galán queda para el futuro su talla de estadista en empaque (le tipo sencillo. Su pelea contra maquinarias, corruptelas y varones electorales. Su guerra contra el narcotráfico. Su convicción visceral de que hay que ser recto y condenar los comportamientos inconstitucionales o inmorales porque la ética no es desechable ni blodegradable.
De Bernardo Jaramillo queda su encanto viril y campechano. Su empeño en los derechos humanos y sindicales. El don de hablar sin engañar: cuando dijo pan no quiso decir vino, y cuando dijo no a la lucha armada quiso decir exactamente eso. Su valor para denunciar. Sus ganas de una vida equitativa y digna para todos los colombianos.
De Carlos Pizarro queda su belleza legendaria. Su convicción democrática. Su empeño en sacar al país del siglo XIX y empujarlo hacia el siglo XXI. Su comprensión final de que no basta con repudiar los horrores de la guerra, sino también la alegría de la guerra, que es -según explicó el sabio Estanislao Zuleta- la seguridad malsana que produce ser íntimo amigo de los amigos y acérrimo enemigo de los enemigos.
Se puede lanzar una predicción sibilina, confiando en que, en este insondable país de la sinrazón, un oráculo en noche de luna llena tal vez resulte más científico que las cifras de las encuestas electorales: el verdadero liderazgo de Colombia, el que la rescate de la miseria y de la guerra y le abra las puertas del futuro, estará en manos de quien sepa recoger -olvidándose de viejos odios y, de sectarismos de partido- el legado conjunto de los tres candidatos asesinados.
La herencia de los tres muertos-héroes, que, como dijo en su columna Arturo Guerrero, "vigilan con un ojo alelado ante la maravilla del misterio y otro pegado a este país donde sus ideas se convertirán en fuerza".
Laura Restrepo es periodista y escritora, autora de Historia de una traición y La isla de la pasión (Planeta).

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