Bruno Kreisky, ex canciller de Austria
HERMANN TERTSCH - Madrid - 30/07/1990
Bruno Kreisky murió ayer en Viena a pocos meses de cumplir los 80 años. Tras casi 10 años de grave insuficiencia renal, el gran señor de la socialdemocracia austriaca concluyó ayer su retiro de la vida política que nunca aceptó de buena gana. En sus declaraciones a la prensa, cada vez más escasas según le abandonaban las fuerzas, nunca resistió la tentación de dar consejos a todo el mundo, siempre con su estilo gruñón y la fina ironía de este hijo de una familia de la alta burguesía judía del imperio austrohúngaro.La última vez que nos vimos, en la celebración del cumpleaños de otro legendario socialdemócrata que le ha sobrevivido, Willy Brandt, con uno de sus impecables trajes a medida y sus carísimos zapatos de encargo en Herederos de Nagy, hizo uno de sus caústicos comentarios sobre la nueva élite socialdemócrata que en realidad no ha hecho sino imitarle: "Estos chicos elegantes no han ganado a la derecha, se la han comido. Pero no lo escriba, que yo a Felipe González le quiero mucho".
Nació el 22 de enero de 1911 en este entorno que era el de tantos austríacos célebres de las artes, las letras y la filosofía. Por eso Kreisky siempre fue mucho más que un político. Desde muy joven, movido y conmovido por la miseria de aquella Viena hundida tras la I Guerra Mundial, capital de un minúsculo Estado tras perder un gran imperio, con ejércitos de indigentes habitando los suburbios, se unió al partido socialista. En los años veinte, el partido de Viktor Adler y Otto Bauer hizo aquel milagro social que fue la Viena roja con sus inmensos complejos de viviendas sociales y prestaciones para la clase obrera.
Con la anexión al III Reich y la peste parda, Kreisky cayó a los 27 años en manos de la Gestapo. Tras cinco meses en prisión, emigró a Suecia para retornar ya en 1949 y jugar un papel decisivo tanto en la firma del acuerdo de Estado que restableció en 1955 la soberanía austriaca en neutralidad como en el futuro de este país que alcanzó con él un grado sin precedentes de desarrollo, justicia social y relevancia en la escena política internacional.
Con Brandt y Olof Palme, fue la gran autoridad moral y política de un proceso de distensión que -muchos olvidan hoy- llevó al Acta de Helsinki y produjo la primera fisura en las dictaduras del Este que ahora han caído. Él lo ha podido aún contemplar con cierta lucidez y tuvo que ser grande su satisfacción por la liberación de aquel espacio centroeuropeo que siempre vio como cuna de su identidad cultural. "Yo no viviré para verlo, pero eso no aguantará mucho", me dijo un día refiriéndose al mundo. Se equivocó, porque lo vio.
En su país se le quiso menos que fuera, quizá porque el austriaco medio, que nada tiene que ver con el vienés, detesta a quienes no sólo son brillantes sino que lo saben y lo demuestran. Quien viera a Kreisky en sus campañas electorales nunca olvidará su virtuosismo retórico que despertaba compasión hacia sus adversarios. Fuera sirvió como un campeón del entendimiento para paliar crisis, solucionar conflictos tanto en Oriente Próximo como en Latinoamérica y hacer política con el más noble objetivo: evitar sufrimientos y buscar un marco social que hiciera posible la felicidad en todo el mundo para aquellas capas sociales que tanto vio sufrir él en su juventud en Viena.
Nació el 22 de enero de 1911 en este entorno que era el de tantos austríacos célebres de las artes, las letras y la filosofía. Por eso Kreisky siempre fue mucho más que un político. Desde muy joven, movido y conmovido por la miseria de aquella Viena hundida tras la I Guerra Mundial, capital de un minúsculo Estado tras perder un gran imperio, con ejércitos de indigentes habitando los suburbios, se unió al partido socialista. En los años veinte, el partido de Viktor Adler y Otto Bauer hizo aquel milagro social que fue la Viena roja con sus inmensos complejos de viviendas sociales y prestaciones para la clase obrera.
Con la anexión al III Reich y la peste parda, Kreisky cayó a los 27 años en manos de la Gestapo. Tras cinco meses en prisión, emigró a Suecia para retornar ya en 1949 y jugar un papel decisivo tanto en la firma del acuerdo de Estado que restableció en 1955 la soberanía austriaca en neutralidad como en el futuro de este país que alcanzó con él un grado sin precedentes de desarrollo, justicia social y relevancia en la escena política internacional.
Con Brandt y Olof Palme, fue la gran autoridad moral y política de un proceso de distensión que -muchos olvidan hoy- llevó al Acta de Helsinki y produjo la primera fisura en las dictaduras del Este que ahora han caído. Él lo ha podido aún contemplar con cierta lucidez y tuvo que ser grande su satisfacción por la liberación de aquel espacio centroeuropeo que siempre vio como cuna de su identidad cultural. "Yo no viviré para verlo, pero eso no aguantará mucho", me dijo un día refiriéndose al mundo. Se equivocó, porque lo vio.
En su país se le quiso menos que fuera, quizá porque el austriaco medio, que nada tiene que ver con el vienés, detesta a quienes no sólo son brillantes sino que lo saben y lo demuestran. Quien viera a Kreisky en sus campañas electorales nunca olvidará su virtuosismo retórico que despertaba compasión hacia sus adversarios. Fuera sirvió como un campeón del entendimiento para paliar crisis, solucionar conflictos tanto en Oriente Próximo como en Latinoamérica y hacer política con el más noble objetivo: evitar sufrimientos y buscar un marco social que hiciera posible la felicidad en todo el mundo para aquellas capas sociales que tanto vio sufrir él en su juventud en Viena.
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