domingo, 12 de abril de 2009

Pluralismo y Socialdemocracia, de Michael Walzer

Debats 77 Verano 2002 - QUADERN
Pluralismo y Social Democracia
Hoy quiero hablar como filósofo, pero como un filósofo práctico y comprometido. No quiero abogar por ninguna política en particular, pero tampoco quiero continuar en el nivel de los principios abstractos. Si la filosofía está comprometida con la política, es mejor que sea filosofía política y no metapolítica. ¿Qué deben hacer los filósofos políticos prácticos? Han de analizar, criticar, matizar y revisar los valores y compromisos de sus compañeros y, tras esto, deben describir honestamente las dificultades que aquellos valores y compromisos encuentran en el mundo contemporáneo: la naturaleza de la oposición, los escenarios de disputas políticas, los obstáculos institucionales y la tendencia general que rige el curso de las necesarias reformas.
Los compromisos de la izquierda son hoy lo que siempre han sido. No los pensamos de manera superficial; la seriedad ha sido una de nuestras señas históricas, a veces incluso se ha convertido en uno de nuestros defectos. Sin duda, reconocerán inmediatamente la siguiente estructura tripartita en la que pueden verse de forma clara tres de los principales ideales con los que la izquierda está comprometida. Estos ideales son: primero, libertad de hombres y mujeres; segundo, desarticular los viejos patrones de superioridad y subordinación; y, tercero, crear una esfera de cooperación común.
Nuestra comprensión de estos tres ideales: libertad, igualdad y solidaridad ha ido cambiando a través de los años; sin embargo, estos profundos compromisos perduran. Permítanme examinar cada uno de ellos por separado.
1º Libertad de hombres y mujeres
Lo que cualifica a hombres y mujeres como libres es la capacidad de elegir por sí mismos sus proyectos, sus asociaciones, su trabajo en el mundo, sus amigos, sus amantes, sus compañeros. Esto significa que el mundo debe estar abierto a sus elecciones (lo cual no quiere decir que siempre consigan lo que quieren) y también que deben tener recursos para sostener su elección de vida, de modo que sean y continúen siendo hombres y mujeres autónomos. Ya no admiramos a quienes se convierten a sí mismos en agentes de una necesidad histórica, instrumentos de un todopoderoso partido, discípulos de un líder sectario o fanáticos de una causa ideológica o religiosa. Sin embargo, tampoco aceptamos la ilusión postmodernista de la pura autocreación, que es la forma contemporánea del egotismo intelectual. Los seres humanos son criaturas sociales, los cuales son capaces de ser libres precisamente porque son personas singulares, con familias e historias, con lenguaje y cultura. Son ciudadanos de países, miembros de grupos; están educados, formados y socializados por otras personas, en un tiempo y lugar específico. Carácter e identidad, distinción e individualidad son lentamente adquiridas con la ayuda de otros y, también, a menudo, en rebelión y oposición a otros.
Los proyectos de hombres y mujeres libres son igualmente heredados que inventados. “Vosotros no estáis obligados a finalizar el trabajo”, dice un viejo proverbio judío, “pero tampoco sois libres de abandonarlo”. Por supuesto, es obvio que somos libres de abandonar, y esto es una parte importante de lo que la libertad significa. Sin embargo, éste no es todo el significado de libertad: de hecho, si no hubiera proyectos tan valiosos, tan centrales en nuestras vidas, como para estar dispuestos a imponerlos a nuestros hijos, la libertad de elegir (o rechazar) carecería prácticamente de sentido. No somos simpatizantes de un individualismo radical porque podemos imaginar proyectos de valor trazados a lo largo de generaciones: por ejemplo, la creación de una sociedad justa o, por lo menos, el argumento de a lo que una sociedad justa debiera parecerse. La libertad de hacer lo que uno quiera con su vida, con su cuerpo, con su tiempo y energía o con su dinero nunca ha sido obvia para la gente de izquierdas. Contrariamente a la ortodoxia religiosa y a la conformidad social, la exigencia de una elección libre, la defensa de la experimentación e innovación, son legítimas, importantes e inspiradoras. Sin embargo, incluso los hombres y mujeres más libres, a la hora de experimentar e innovar, están bajo constricciones morales, las cuales provienen de un mundo político y social que es su propia herencia y que, algunas veces, se convierte en una carga.
Heredan proyectos y argumentos, a los cuales se adhieren, elaboran, revisan o rechazan. Hay muchos proyectos y argumentos, y es este pluralismo el que posibilita la elección individual. Pero el pluralismo no es el producto de la elección individual, excepto en un sentido muy especial: el que lo define como el producto de diversas culturas, grupos, tradiciones, partidos y movimientos sostenidos a través de generaciones por hombres y mujeres, quienes, de buena gana, aceptaban la “tarea” –de continuar y mantener esas tradiciones y grupos– apremiados por sus predecesores o parientes. Supongo que deberíamos valorar la valentía y la libre andadura de los individuos que rechazan esa tarea, los cuales se distancian de todos los grupos y eligen entre ellos o entre sus “fragmentos”, creando así su propia identidad: éstos son los héroes del postmodernismo. Pero, también, debemos reconocer que esas figuras heroicas son radicalmente dependientes de la gente que está detrás, quienes habitan esos grupos y los mantienen con vida.
La mayoría de nuestros grupos más importantes son, en un sentido sociológico, asociaciones involuntarias: familias, naciones, clases, religiones e, incluso, a menudo, los partidos políticos. No decidimos unirnos a ellas, estamos ya enrolados por nuestros parientes (he aquí uno de los pocos descubrimientos fiables de la ciencia política: el mejor indicador de predicción de afinidad a un partido es la afinidad al partido por parentesco). Únicamente decidimos permanecer... o no. La solidaridad es una experiencia antes de ser una elección. Lo que es crucial para la libertad no es que la elección sea lo primero, lo cual requeriría que todos los grupos sociales fueran disueltos y formados nuevamente en cada generación, sino que, habiendo nacido en este o aquel grupo, sea posible salir y, habiendo salido, que sea posible encontrar asociaciones alternativas. Pero esta libertad de ir y venir requiere que haya algún lugar desde el cual venir o al cual ir: requiere un genuino pluralismo, una diversidad de grupos con miembros conectados, enredados, implicados y comprometidos con los mismos. En último término, lo que hace posible para mí elegir es el hecho de que otra gente haya elegido (o simplemente se hayan instalado donde sus parientes les dejaron) y mantengan viva una forma de vida, una comunidad, en la que yo pueda entrar y salir. No puedo ser un aventurero político o un vagabundo cultural a menos que otros sean sedentarios. El compromiso con la libertad exige entonces el soporte del sedentarismo o, mejor, de una variedad de formas sedentarias. Este planteamiento exige, a su vez, cierta resistencia, lo que en algún lugar he llamado los cuatro tipos de movilidad –social, geográfica, familiar y política– y que cortan de raíz las lealtades de clase, deshacen los vecindarios, desarticulan familias y debilitan profundamente los compromisos de partido y membresía.
La movilidad es el signo de una sociedad libre, cuyos miembros, hombres y mujeres, se determinan a sí mismos. Se mueven entre grupos y asociaciones varias, a través de fronteras étnicas, religiosas e ideológicas y, algunas veces, también políticas. Experimentan con el compromiso. Pero si se mueven demasiado rápido, y en tal número que los grupos y asociaciones no puedan sostener su propia forma de vida, si se comprometen tan puntualmente que no son marcados por la experiencia, entonces la libertad de movimiento y de experimentación llegará a ser cada vez menos significativa. La libertad se autodestruirá a menos que haya un esfuerzo colectivo para superar esos efectos: crear y recrear escenarios sociales estables –familias y comunidades– que produzcan individuos fuertes y les provean de diferentes posibilidades serias e interesantes.
De todo esto se siguen los compromisos continuos de la izquierda con la educación como un proyecto público (así como una serie de proyectos privados y comunes) de cierta clase: democrático, descentralizado y experimental. Las escuelas públicas siempre tienen una doble tarea. En primer lugar, deben producir estudiantes con una clara y firme comprensión de los valores sustantivos –también de los desacuerdos y cargas– que contribuyen a su común ciudadanía y a sus otras afiliaciones y fidelidades (religiosas, étnicas, raciales). Las escuelas promueven una clase de pertenencia y acomodo a otros. Sin embargo, también son agentes en pro de la individualización y, por tanto, en segundo lugar, deben ayudar a los estudiantes a adquirir un sentido de sus propias capacidades críticas. Aunque los estudiantes hereden la “tarea” de generaciones previas, deben elegir por ellos mismos qué hacer con ella y cómo llevarla (o no) adelante.
2º Desarticular los viejos patrones de superioridad y subordinación
Queremos crear una sociedad en la cual hombres y mujeres sean libres de la dominación del buen nacimiento, de la riqueza, del poder. Esto no significa que debamos ser todos absolutamente iguales en estatus, riqueza y poder. Una igualdad simple de esta suerte es una errada utopía de la vieja izquierda. Cualquiera que haya vivido el siglo XX o haya estudiado su historia sabe que el conflicto político y la competición por el liderazgo siempre contribuye a crear desigualdades de poder, que la actividad empresarial siempre contribuye a crear desigualdades económicas y que la comunicación social cotidiana (cotilleos, fanfarronadas, admiraciones y juicios) siempre tiende a crear desigualdades de estatus o reputación. Nada de esto se puede evitar sin continuas intervenciones tiránicas en la vida ordinaria. Permitir que el socialismo fuera identificado con una tiranía de esta clase fue un error histórico de grandes proporciones, por el que hemos pagado muy caro.
Demasiados izquierdistas de antaño hicieron de la igualdad un enemigo de la libertad y esta relación hostil ha llegado a ser una máxima fundamental de la filosofía política liberal. La máxima es particularmente verdadera, pero sólo en parte: hay una tendencia natural hacia la desigualdad en todas las esferas de producción y distribución, y esta tendencia es incluso más peligrosa, incita a los individuos que han adquirido superioridad en una esfera a usarla para medrar en el resto. Por ejemplo, usan su riqueza para comprar influencias o cargos políticos, un lugar para sus hijos en las universidades de elite o mejores formas y medios sanitarios que los accesibles para cualquiera. O bien usan sus cargos políticos para sacar dinero a los ciudadanos que buscan su ayuda, organizan servicios especiales para ellos mismos o, de nuevo, para favorecer las carreras de sus hijos. Estas tendencias deberían ser combatidas: el tipo de libertad que manifiestan debería ser constreñida. Pero este constreñimiento no sirve sólo a la igualdad. La conversión de unos bienes sociales en otros bienes, con los cuales éstos no tienen conexión intrínseca, es en sí misma un acto tiránico. Y, por tanto, las intervenciones políticas para prevenir o sancionar tales actos, así como para mantener la autonomía de las diferentes distribuciones, también representan una defensa de la libertad. El constreñimiento de algunos es necesario en pro de la libertad de la mayoría.
Intervenciones de esta clase, que limitan el alcance del poder político o que restringen el poder del dinero (de tal forma que todos los bienes sociales no estén a la venta), hacen posible a los diferentes individuos, diferentemente capacitados y dotados con intereses y ambiciones distintas, perseguir diversos bienes, confiados en que los bienes están disponibles realmente para perseguirlos y que pueden obtenerse por “razones correctas”: necesidad, talento, interés o mérito. Mientras los bienes estén disponibles en forma diversa, las distribuciones resultantes no estarán determinadas por formas estándares de dominación y usurpación. Las distribuciones serán hechas atendiendo a “la igualdad compleja”, lo que quiere decir atender de forma radical a desigualdades dispersas y disgregadas. Gente diferente será desigual en diversas formas, pero estas desigualdades no serán generalizadas a través de todas las esferas: no todos los bienes sociales terminarán en las manos de las mismas personas. Idealmente, esto debería hacer posible una sociedad libre de tiranía, donde los individuos están arriba o abajo con referencia a este o aquel bien, pero en la que nadie está arriba o abajo en todas las esferas. Nadie es degradado. Nadie es exaltado. La arrogancia por un lado y el miedo y la deferencia por otro dejan de ser las emociones normales de la interacción social.
Éste es un duro objetivo y ninguna sociedad así existe todavía. Incluso hay algunas señales que indican que después de un período de movimiento hacia la igualdad compleja, ahora nos estamos alejando de ella. O, mejor dicho, las sociedades democráticas liberales y las sociedades socialdemócratas occidentales han logrado realmente algo parecido a la igualdad compleja (en una versión más modesta) para un sector de la población, los dos tercios más favorecidos, si bien la posición de mucha de esa gente es precaria. Pero, por otra parte, el tercio más desfavorecido está experimentando, cada vez más, una radical exclusión de todas las esferas de producción y distribución: en forma de desempleo (en Europa), subempleo o solamente en los empleos del “segundo sector” de la economía, donde las regulaciones gubernamentales son raramente impuestas, los seguros médicos y las pensiones no están disponibles y la autodefensa colectiva es virtualmente imposible (modelo americano). Entre los dos tercios más favorecidos de la población, las desigualdades de poder institucional, riqueza, atención educativa, prestigio y ocio están relativamente dispersas, en comparación con formaciones sociales anteriores. Aquí, la gente consigue algo cercano a la sanidad que ellos necesitan, a los trabajos para los que están cualificados, a la escolaridad que ellos quieren o que pueden granjearse y que sus abuelos o bisabuelos no pudieron tener: éste es el (limitado) éxito histórico de la izquierda política. Sin embargo, en el tercio más desfavorecido de la población, la exclusión de todos estos bienes, o su mínima realización, produce e intensifica la desigualdad, de la cual parece no haber escape.
Hoy, la izquierda política engloba a mucha gente del primer sector de la población, los cuales viven en situaciones más o menos justas y se agrupan en asociaciones que defienden estas situaciones (defensa que encuentran cada vez más difícil). Al mismo tiempo, la izquierda está, o debería estar, comprometida con los hombres y mujeres excluidos del segundo sector de la población. Lo que esto significa en la práctica es que todos los partidos y movimientos de izquierdas están internamente divididos entre aquellos que ya se han beneficiado de políticas igualitarias y aquellos que sólo se han beneficiado mínimamente o nada en absoluto. El miedo a caerse del primer sector de la población, el resentimiento y odio a estar cayendo o a haber caído en el segundo sector, hace a muchos de sus miembros susceptibles de caer en una forma familiar de populismo que prontamente adopta formas derechistas, patrioteras o fundamentalistas. Como acostumbramos a decir, aquella gente está “objetivamente” en la izquierda, donde sus intereses presumiblemente yacen, pero a menudo son movilizados hacia cualquier otro lugar.
A causa de las transformaciones tecnológicas, de la globalización económica y, también, a causa de una agresiva campaña en nombre de la ideología del laissez faire y el poder del mercado, cada vez más gente en los países “avanzados” de Occidente está en peligro de deslizarse del primer sector de la población al segundo. Y, por esas mismas razones, la integración social y económica del segundo sector de población es cada vez más problemática. No voy a intentar entresacar las causas de estos problemas y peligros (fuertemente debatidas por gente que se autodenomina “expertos”). Pero sí quiero remarcar que esas causas no son impersonales o históricamente determinadas; algunas de ellas, al menos, son de naturaleza local, intencionada y política. Éstas tienen que ver con el propio engrandecimiento de unos pocos y con la debilidad de muchos, con el declive de los partidos y movimientos de izquierdas, con el imperialismo del mercado y con el fracaso de la defensa de las distribuciones autónomas en política, educación, bienestar, sanidad, etc.
A pesar de que estos últimos puntos son ciertos, hay remedios locales posibles, incluso si no son enteramente suficientes: por ejemplo, el trabajo de los partidos y movimientos de izquierdas de resistencia al poder del dinero en política; el de los sindicatos defendiendo los intereses materiales de sus miembros en el mercado laboral; el de los profesores insistiendo sobre la independencia de sus escuelas y rechazando servir a propósitos políticos, tendiendo la mano a los niños en problemas; el de los profesionales de la sanidad buscando vías para ayudar a sus pacientes más vulnerables; el de los trabajadores sociales, quienes no quieren vivir en primera línea de batalla y condenar a las personas que asisten a la disciplina del mercado necesariamente.
Pero todo esto no será suficiente para rescatar al creciente número de hombres y mujeres excluidos. En última instancia, ellos han de contribuir a integrarse, pues de esta capacidad de integración y del soporte de la larga comunidad política depende su inclusión en la ciudadanía.
3º Crear una esfera de cooperación común
La solidaridad entre los ciudadanos (la fraternidad de la revolución francesa, extendida ahora por igual a hombres y mujeres) es una complicada tarea. La solidaridad puede ser más que peligrosa cuando es solamente un sentimiento, un sustituto emocional, en vez de un reflejo real de la cooperación desarrollada día tras día y sobre el terreno. El sentido de proximidad respecto de otras personas ha de ser ganado luchando juntos, trabajando codo con codo por una causa; respondiendo juntos a las dificultades, crisis y desastres naturales; estudiando una historia y literatura común; celebrando fiestas y representando rituales de la vida común. Sin embargo, en el mundo moderno, todo esto no puede ser una experiencia colectiva uniforme y cualquier esfuerzo para lograrlo no puede ser auténtico. La mezcla de grupos, culturas e historias es un ineludible rasgo distintivo de todas las sociedades “avanzadas” (y más lo será cuanto más “avancen”). La proximidad, hoy día, sólo puede provenir de una serie de experiencias reiteradas, diferentes para gente diversa y para diferentes grupos de gente, pero afines y solapadas –de tal forma que lucho, trabajo, estudio, celebro... en una variedad de situaciones sociales y con una diversidad cambiante de hombres y mujeres–. Una reacción predecible ante estos compromisos que nos diferencian de terceros es el patriotismo étnico y nacional. Éste representa una demanda radical en pro de la simplificación y la homogeneización en un mundo que nunca será simple y homogéneo de nuevo. Sin embargo, la ciudadanía, propiamente entendida, puede incorporar diferencias; de hecho, la justicia social solamente se respetará si se hace esto.
Las personas experimentan la solidaridad de forma diferente y separadamente. Esto no es una paradoja, sino un simple hecho de la vida moderna. Sospecho que lo es de la vida social en general, en todos los tiempos y lugares, pero que ahora ha sido puesto en liza por múltiples procesos de diferenciación, rasgos distintivos de nuestro propio tiempo. Aprendemos a ser ciudadanos en muchas asociaciones diferentes: vecindarios, iglesias, sindicatos, grupos de profesionales, partidos y movimientos, asociaciones para una asistencia mutua, etc. Cuanto más intensa sea nuestra participación a este nivel, en estas situaciones, más comprometidos estaremos para ser ciudadanos de una extensa comunidad. La solidaridad debiera estar presente en estos espacios locales y particulares. La solidaridad se construye desde las bases hacia arriba. Los esfuerzos para comenzar por lo alto, las campañas dirigidas por el gobierno para la americanización o rusificación, o las campañas populistas contra los inmigrantes y extranjeros y las “influencias extrañas” reflejan una pérdida de fe en la construcción democrática de la vida común. Estos hechos favorecen una falsa solidaridad, la cual no será capaz de encontrar tests morales o políticos.
El test de la solidaridad, lo que marca una comunidad de cooperación común, es la asistencia mutua –el reconocimiento de nuestros conciudadanos, todos ellos, como hombres y mujeres hacia los cuales tenemos obligaciones en virtud del compañerismo. Ésta es la razón por la cual es tan importante que el compañerismo sea desempeñado concretamente, de forma que estemos realmente comprometidos unos con otros, no todos con todos (ya que no podría ser un compromiso real), pero sí unos con otros, en una gran pluralidad de asociaciones y actividades. La asistencia mutua será una de esas actividades, coexistiendo con otras y derivando de ellas este carácter obligatorio. El Estado solidario nunca funcionará bien y nunca será sostenido en esos momentos difíciles de restricciones presupuestarias, a menos que descanse sobre una sociedad solidaria y que el trabajo de los funcionarios y asistentes sociales esté secundado por el trabajo de principiantes, vecinos, voluntarios..., los cuales son simples ciudadanos. Los hombres y mujeres excluidos deberían formar parte de esta sociedad solidaria, recibiendo apoyo para ayudarse a sí mismos en todos los escenarios locales y de todas las formas concretas posibles, antes de que puedan desenvolverse eficientemente en el más amplio conjunto de la sociedad y en las diferentes esferas de producción y distribución.
Acabo de esbozar un argumento sobre la necesidad del pluralismo como soporte de la libertad, la igualdad y la solidaridad. El pluralismo que sostiene a la libertad está constituido por tradiciones políticas, étnicas, culturales, religiosas... y por los grupos de hombres y mujeres que las sustentan. Sin estas tradiciones y grupos, nunca podríamos adquirir esos mínimos fundamentales (de identidad, carácter y visión del mundo) que hacen coherente la posible elección.
El pluralismo que sostiene la igualdad está constituido, en primer lugar, por diferentes bienes sociales y por las esferas autónomas dentro de las cuales estos bienes son producidos y distribuidos y, en segundo lugar, por hombres y mujeres asociados –trabajadores, profesores, doctores, clérigos, periodistas, funcionarios, etc.– que trabajan dentro de esas esferas y defienden su autonomía. Sin esta defensa, los bienes más importantes serían acaparados por un solo grupo de gente: los más afortunados, los más poderosos, los más favorecidos por cuestión de su nacimiento (o, como, cada vez más probable en estos días, los mejor y más altamente educados); un grupo diferente en diferentes tiempos y lugares, pero con el mismo carácter singular y la misma ansiedad por la dominación.
El pluralismo que sostiene la solidaridad está constituido por todos los grupos y asociaciones cuyos miembros están unidos para sostener una forma de vida, mantener una concepción de justicia o defender un conjunto de intereses. Si por cada individuo hubiera una y sólo una asociación, la solidaridad sería una solidaridad parroquial y limitada, y los conflictos grupales serían intensos, e incluso mortales. Un gran error de los protagonistas de las “políticas identitarias” es ir hacia esta clase de singularidad. De hecho, etnicidad, religión, profesión, trabajo y residencia proporcionan una multiplicidad de identidades, algunas de las cuales están divididas y son ambiguas como resultado de la inmigración, los matrimonios mixtos, la movilidad social, etc. Pero todas estas identidades, múltiples y divididas, están incluidas dentro de los límites de la ciudadanía. Si la singularidad es imposible, no lo son las relaciones mutuas. Los activistas de los diferentes grupos deben tratar unos con otros no como extraños, sino como conciudadanos con similares o, al menos, afines y solapados intereses o preocupaciones.
La política es el arte de convertir ese entramado de acuerdos en un diseño coherente. Sin duda, esto es más difícil cuanto más diferenciadas son las sociedades; el argumento sobre el multiculturalismo en las escuelas refleja estas nuevas dificultades. Al mismo tiempo, la multiplicación de las diferencias trae a más y más gente a participar en la vida política, multiplicando también los lugares y los escenarios tanto para la actividad cooperativa como competitiva. Cuantos más escenarios y lugares, más puertas de acceso, cuantas más asociaciones en las que las culturas sean representadas y los valores sostenidos, más oportunidades para la defensa colectiva de los intereses, cuanto mayor sea el número de hombres y mujeres comprometidos, más libre e igualitaria será la sociedad. Pero no hablo de la libertad autocreada por los individuos para hacer lo que a ellos les plazca; tampoco hablo de la igual posesión de todos los bienes sociales por todos los hombres y mujeres. Éstas no son posibilidades reales y menos aún utopías atractivas. Estoy describiendo libertad e igualdad en formas complejas y socializadas, y mi reivindicación es que realmente pueden emerger coherentemente desde una completa escala de pluralismo.
Para ello es necesaria una pequeña ayuda del Estado. La social democracia fue identificada por mucho tiempo solamente con el Estado y con el proyecto de apoderarse de su poder. Pero, como práctica política, la social democracia debe comenzar, como yo he comenzado, por las múltiples asociaciones de la sociedad civil –entre las que se incluyen, por supuesto, los sindicatos, los partidos, las facciones, los equipos editoriales y los grupos de jóvenes de la social democracia misma. Desde que Robert Michaels escribió su ataque contra “La ley de hierro de la oligarquía”, estas estructuras raramente han sido objeto de reflexión teórica. Sin embargo, la social democracia implica una democratización de la sociedad. Las tendencias oligárquicas presentes en toda organización aumentan las dificultades de este proyecto, pero no necesariamente lo bloquean. La pluralidad de asociaciones (hay alrededor de doscientas mil asociaciones de voluntariado en los Estados Unidos), la posibilidad para la gente de “votar con los pies”1, las rebeliones intermitentes y las reformas institucionales hacen que la oligarquía sea siempre una situación inestable –todo esto sugiere que la democracia en el seno de una sociedad no requiere elecciones libres en cada grupo. De hecho, a veces, estamos satisfechos de ver que hay un cuerpo más o menos permanente de apoderados: ya que no tenemos tiempo para todas las reuniones que un mayor grado de democracia requeriría. Sin embargo, necesitamos algún último recurso contra la tiranía social. Y ese recurso debería proveerlo el Estado democrático.
Puede encontrarse ejemplos de tiranía social en casi todos los grupos que constituyen la sociedad civil. Una de las principales tareas de la crítica social es llamar a cada cosa por su propio nombre y decir: esto es tiranía. Por ejemplo, siempre que algunas asociaciones religiosas o culturales perpetúen a lo largo del tiempo prácticas opresivas (como la negación de educación a sus propias mujeres); o siempre que un conjunto de hombres y mujeres que controlan el mercado o el Estado dominen todo el resto de esferas distributivas; o siempre que todos los grupos, o los más fuertes entre ellos, adopten políticas exclusivistas, negando cada día oportunidades de hacer vida social a los inmigrantes, negros, judíos o cualquier otro grupo estereotipado y degradado con el rótulo “otros”.
En todos estos casos, el poder del Estado es el instrumento necesario para la justicia. Éste tiene que ser introducido en juego con sumo cuidado, ya que es un poder radicalmente desproporcionado, incluso peligroso, en comparación con el de los diferentes grupos que coexisten en la sociedad civil. Por lo tanto, debería ser usado solamente en respuesta al llanto de la opresión y a las demandas de justicia que provienen de la sociedad misma, y solamente en asociación y como soporte a los esfuerzos autodefensivos de los oprimidos. Pero debería ser usado; ya que es la razón de ser del Estado. Y si el Estado está para servir a este propósito, el Estado debería ser más plenamente inclusivo y democrático que ningún otro grupo cuya actividad regule. Sus ciudadanos deberán ser ciudadanos en el pleno sentido de la palabra: educados políticamente, competentes e informados; poseedores de todos los derechos civiles y libertades; y, lo más importante de todo, organizados en la mayor y más amplia gama de partidos, uniones, sindicatos, movimientos, círculos, escuelas, agrupaciones, etc.
El Estado regula la sociedad civil, pero éste se constituye a sí mismo como un Estado democrático por medio de la sociedad civil que regula. La singularidad de la comunidad política universal requiere el particularismo de la vida asociativa y las asociaciones requieren el armazón político del poder del Estado. El Estado depende de las asociaciones y las asociaciones del Estado. Esto no es un círculo vicioso, sino la profunda estructura de la democracia política en sí misma.
No es fácil decir lo que el Estado debería estar haciendo para sostener esta estructura ahora mismo, en un contexto de rápida globalización económica cuyos protagonistas reclaman que el poder del Estado es un anacronismo. Sólo quiero detenerme en un punto que es crucial para cualquier defensa desde la izquierda del pluralismo. Todos los grupos que he descrito, de los cuales dependemos para nuestra libertad individual, igualdad compleja y cooperación social, están amenazados hoy por la hegemonía del mercado:
(1) Las comunidades culturales, históricas, de fe y los compromisos políticos que proporcionan a los individuos el contenido de sus caracteres y que les da la primera experiencia de solidaridad son institucionalmente más débiles que nunca. Las carreras que estas comunidades ofrecen, por ejemplo, a los predicadores, a los líderes sindicales o a los editores de revistas, encuentran sus demandas en el idealismo moral, pero no en la ambición económica. La fidelidad que requieren estas comunidades es incompatible con las formas contemporáneas de movilidad social. Las historias que cuentan son inmediatamente menos excitantes que las de una cultura de masas cada vez más mercantilizada. Y en una sociedad radicalmente individualista y gobernada por las fuerzas del mercado, la ambición económica, la movilidad social y la cultura de masas son cada vez más dominantes.
(2) En todas las esferas de distribución, los grupos que defienden criterios internos –cuidados sanitarios para los enfermos, alojamiento para los sin techo, educación para todos los niños que sean capaces de aprender– están siendo desafiados de forma creciente por la teoría y la práctica (las dos crecieron juntas de un modo que la izquierda debería envidiar) del precio de mercado y del margen de beneficio. Pero el mercado es incapaz de ayudar al creciente número de hombres y mujeres excluidos y no les proporcionará puestos de trabajo ni suscribirá la autonomía de esferas cuya actividad sea ajena al propio mercado.
(3) Los servicios solidarios que se originan dentro de la sociedad civil, las diferentes clases de asistencia mutua esponsorizadas por iglesias, sindicatos y organizaciones fraternas también se encuentran en problemas: durante mucho tiempo, han dependido del subsidio estatal, así como de las contribuciones voluntarias de tiempo y dinero (en Estados Unidos, más del cincuenta por ciento del dinero gastado por organizaciones religiosas en servicios solidarios proviene de fondos públicos); además, los funcionarios están bajo una presión creciente para privatizar y buscar fórmulas de provisión social que sean capaces de generar beneficios. Pero estas fórmulas sólo funcionan correctamente para aquellos a quienes ya les va más o menos bien, dejando atrás un creciente número de hombres y mujeres, los cuales están efectivamente privados de todo, excepto de los más mínimos servicios, que son suministrados por funcionarios mal pagados o por voluntarios exhaustos que sólo disponen de recursos inadecuados.
Todo esto, quizás, es más visible en Estados Unidos que en Europa, pero es la tendencia general en todos los lugares. Y no hay otra forma de resistir esta tendencia excepto invocando a la solidaridad de los ciudadanos y usando el poder del Estado para recaudar y redistribuir el dinero.
La social democracia depende de la vitalidad de la vida asociativa. Pero las asociaciones que más altamente valoramos raramente son rentables económicamente. Las dotaciones culturales que ofrecen son costosas, las formas de autonomía que defienden están en el camino de la mercantilización y los servicios solidarios que organizan generan un beneficio no mesurable. Estos grupos sobrevivirán en cualquier caso, ya que responden a profundas necesidades humanas. Sin embargo, no prosperarán, ni se expandirán o arrastrarán a más gente hacia la participación diaria, a la ayuda a los excluidos a ayudarse a sí mismos, a menos que haya una decisión política a su favor y que el Estado universal selle una alianza social con la particularidad y la diferencia. La sociedad civil –como ha sido tomada desde Hegel– es el reino de la fragmentación. Sin embargo, también proporciona, o puede proporcionar con asistencia política, las condiciones necesarias para la libertad, la igualdad y la solidaridad.
© Dissent y Michael Walzer
Este artículo fue publicado en la revista Dissent (invierno, 1998) bajo el epígrafe “Pluralism and Social Democracy” y constituye una versión revisada de la conferencia pronunciada en el SPD en Octubre de 1996 bajo el título “ La filosofía al encuentro de la política”.

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