sábado, 11 de abril de 2009

Se hace camino al andar de HG Wells y Edward Bellamy

EL SIGLO
“Miseria de los zapatos”, de Wells, y “El mercado”, de Bellamy
EL DIDACTICISMO SOCIALISTA HACE 100 AÑOS

Por Josu Montalbán
Habrá que practicar de nuevo el didacticismo para hacer posible el socialismo ahora que la economía del mercado, propia del capitalismo, constituye el fundamento y la fe de los socialismos democráticos. La economía del mercado no sólo fue propia del capitalismo, sino que fue de la propiedad de los capitalistas. Ahora constituye la base doctrinal de todos los gobiernos democráticos. Da la impresión de que el liberalismo económico garantiza la libertad de los individuos. Sin embargo, la libertad de las personas tiene mucho que ver con sus economías particulares o domésticas, y suele tener mucho menos que ver con las grandes cifras de la economía que, por incomprensibles, sólo son interpretadas por los sumos sacerdotes de las instituciones económicas y financieras que se han convertido en sus servidores, cuando no en sus esclavos.
Hace un siglo que Herbert George Wells escribió Miseria de los zapatos, y Edward Bellamy escribió El Mercado. Curiosamente, dichas obras fueron publicadas, las dos juntas, en una colección que se tituló Se hace camino al andar. El libro –folleto más bien– se publicó en un tamaño reducido en sus dimensiones; además sólo ocupó cuarenta páginas. Sus pretensiones, confluyentes, sólo eran explicar y mostrar lo que es el socialismo por medio de dos escritos alegóricos. De lo directo y escueto de ambos relatos cabe sacar una conclusión inmediata: el socialismo es sencillo, se explica fácilmente y está en todos los ámbitos de la vida de las personas.
Aunque ambas obras tienen idéntico objetivo, es preciso establecer alguna diferencia porque Wells aborda aspectos humanos mientras Bellamy se queda más en cuestiones que tienen que ver con la configuración del sistema de mercado como columna vertebral del capitalismo.
El novelista Wells dedicó buena parte de su tiempo a divulgar las ideas socialistas, aunque el resto de su obra deambula en los abstractos campos de la ciencia ficción. Su Miseria de los zapatos comienza de modo harto original: “No tiene sentido, decía uno de mis amigos, reflexionar sobre los zapatos”. Pero él encontró sentido para hacerlo porque su vida había transcurrido durante demasiado tiempo en la cocina de un sótano desde la cual, a través de una tronera, se veían los zapatos de las gentes que pasaban por la calle. Y no sólo los zapatos, sino que a la vista de ellos uno podía también imaginar los pies y el sufrimiento o el placer de las gentes que los calzaban. Si los zapatos eran analizados con minuciosidad, era lógico establecer categorías en base al material empleado y al modo como habían sido confeccionados. De todo ello Wells sacó conclusiones sencillas que casi siempre pasan desapercibidas: los malos zapatos, sea por la baja calidad de los materiales o por la defectuosa elaboración, influían en la calidad de vida de quienes los usaban, que eran las gentes de las clases sociales más humildes. Se deformaban los pies y ello motivaba que apenas se despojaran de ellos para tomar el sol o estar cómodos, por la vergüenza de mostrarlos. La configuración excesivamente rudimentaria les hacía crujir en exceso al caminar, lo que movía a quienes los portaban a caminar poco. Se producían demasiados roces, siempre dolorosos. Se desgastaban en exceso las suelas, lo cual provocaba formas de caminar ridículas para evitar levantar demasiado los pies del suelo. Y se abrían fácilmente grietas y vías de agua.
Los niños sometidos a estos rigores comenzaban en inferioridad de condiciones su desarrollo. Por eso, aunque se atrevía a afirmar “qué idiotas son los niños que no caminan y hacen excursiones” cuando veía a los niños pobres sentados ante sus casas, pronto comprendió que se trataba de una flagrante injusticia que había que resolver porque eran sus zapatos de mala calidad los que les inmovilizaban. Frente a las gentes que asumían las desigualdades como dictados inevitables del destino, él se rebelaba con una sencilla reflexión: “Y no diga «es la vida». No crea que esas miserias son consecuencia de una maldición inevitable. Hay gentes, no más merecedoras que otras, que no sufren por ninguna de esas cosas. Puede tener la idea de que usted no merece más que una vida miserable y pobre en la que los zapatos le harán siempre daño, pero ¿es que los niños, los jóvenes y toda la multitud de pobres y honestas gentes no merecen nada mejor?. Para él, cada vez que veía “un niño que llora o refunfuña o tropieza en el pavimento, o a una vieja campesina arrastrarse penosamente a lo largo de un sendero, no ve ya en ello la garra del destino, sino la perversa mano de los hombres del Estado y la gente poderosa”.
De este modo deposita en el Estado y en sus hombres la responsabilidad de la lucha por la dignidad de las personas porque “si a la maldición (de la pobreza y la miseria) puede escapar uno, los demás también”. La justicia es posible, se trata de responder a las dudas que le van surgiendo. Si hay que hacer zapatos buenos para todos, es preciso preguntarse si hay cuero suficiente para todos esos zapatos. Si hace falta cuero en gran cantidad es preciso que haya campos y ganado suficiente sobre los campos. Y si hay que producir zapatos a partir de los grandes acopios de cuero, será preciso que alguien asuma los costos de la producción. Al final, en el extremo de esta cadena de necesidades y formas de satisfacerlas hay un obstáculo de increíbles dimensiones: la propiedad privada. Intervenir sobre la propiedad privada corresponde al Estado, pero a un Estado valiente que crea en sí mismo. Ciertamente, su reflexión de principios del siglo XX debería ser matizada en nuestros días. Si entonces constituía una bella utopía, ahora es una utopía inalcanzable que llevaría a un establecimiento psiquiátrico a quien la plantease: “La idea de que todas las cosas pueden ser reclamadas como propiedad privada pertenece a las edades sombrías de la humanidad, y no es sólo una monstruosa injusticia, sino un inconveniente todavía más monstruoso”.
El problema más importante del capitalismo, para Wells ”no radica en el capital, sino en los capitalistas, es decir, en los acaparadores. Pone el ejemplo de un niño que acude junto a otros muchos a una guardería infantil, pero el niño, que ha sido muy mimado, coge todos los juguetes y pretende guardarlos y no dejar ninguno a los otros... y se pregunta: “¿Es que no desposeería a este niño, por muy sinceramente convencido que estuviera de que su manera de obrar era justa?”. A veces basta un razonamiento tan sencillo para demostrar que un sistema, en este caso el capitalista, es tan injusto que se comporta de modo bien diferente cuando administra la economía de mercado que cuando los capitalistas administran sus economías domésticas y cotidianas.
En El mercado, Edward Bellamy utiliza otra alegoría: “Érase una tierra muy seca y el pueblo que vivía en ella estaba en una gran necesidad de agua. No hacían más que buscar agua desde la mañana a la noche y muchos perecían porque no podían encontrarla”. Y bien, ¿hay algún sustento o alimento tan imprescindible como el agua? Sin embargo, “había algunos más hábiles que el resto, que habían incluso almacenado agua mientras los demás no habían encontrado ninguna. Estos hombres se llamaron capitalistas”. De este modo inicia Bellamy su tesis, sencilla, a partir del hecho de que los capitalistas ofrecen un penique por cada cubo de agua que los demás lleven a sus depósitos, mientras que cobran dos peniques por cada cubo que sale para ser usado. “La diferencia de precio será nuestro beneficio, argumentan los capitalistas, teniendo en cuenta que si no fuese por ese beneficio no haríamos nada por vosotros y todos pereceríais”. Tal es la coartada del capitalismo y de los capitalistas que se consideran benefactores de los desheredados y descapitalizados, precisamente a manos de los “hipercapitalizados” del planeta.
Bellamy fue un periodista y escritor norteamericano. Entre sus libros destaca El año 2000, en el que desarrolla su utopía socialista preconizando una sociedad muy mecanizada en la que todos los individuos tengan satisfechas sus necesidades materiales. Su socialismo estuvo basado en el poder del Estado para resolver las desigualdades y las injusticias. Pero El mercado desarrolla su razonamiento desde el racionalismo. Cada frase produce la siguiente y es una producción de la anterior, para terminar en este paisaje idílico: “Y nadie tuvo más sed en aquella tierra, ni tuvo hambre, ni estuvo desnudo, ni con frío, ni con ninguna otra necesidad, y cada hombre decía a su compañero hermano”.
Ahora, cien años después, los relatos de Wells y Bellamy resultan extemporáneos, pero son terriblemente didácticos. Las ideologías han evolucionado pero, mientras la economía del mercado se ha impuesto hasta constituir la base económica y social de todo el planeta desarrollado, el socialismo ha ido perdiendo gran parte de su fortaleza, debilitando las políticas del llamado Estado del bienestar y convirtiendo al Estado en un mero administrador y protector de la economía de mercado. Urge, pues, el didacticismo para devolver al socialismo todos sus valores y su profundo significado. Como Wells, estoy convencido de que “lo importante es sacar a las grandes masas de su confusión intelectual y de la indecisión... Tenemos que pensar en el socialismo, leer y discutir sobre él. Tenemos que confesar nuestra fe abierta y francamente”. Tenemos, quienes decimos ser de izquierdas, ser socialistas, ser también didácticos para los demás, como lo fueron Wells y Bellamy, para que “podamos ser contados por muchos millones”, para que un nuevo mundo sea nuestro.
Nuevo, y más justo e igualitario.

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