miércoles, 9 de junio de 2010

El socialismo frances - Ignacio Sotelo - 2010

EL PAÍS

El 21 de marzo se celebran en Francia elecciones a los consejos regionales. Desde 1986 funcionan las regiones como puros órganos de gestión, sin disponer de poder legislativo, por lo que no pueden compararse sin más con las comunidades autónomas. La primera secretaria del partido socialista, Martine Aubry, espera que los resultados señalen por fin el comienzo de la recuperación. En efecto, el partido socialista no ha levantado cabeza desde la catástrofe de las elecciones presidenciales de 2002, en las que Lionel Jospin fue eliminado en la primera vuelta por el líder de la extrema derecha. Los socialistas volvieron a perder las presidenciales de 2007 y en las europeas de junio de 2009 obtuvieron un raquítico 16,4% de los votos, un 0,2% más que Los Verdes, que puso en cuestión la supremacía hasta dentro de la izquierda.
El último año ha sido uno perdido para el socialismo francés. No ha podido acordar un programa acoplado a las necesidades de la sociedad globalizada, ni tampoco consolidar un liderazgo claro, dos cuestiones estrechamente ligadas que hasta ahora han impedido salir del atolladero. Los socialistas no arrancan, pese al considerable declive de la popularidad de Nicolas Sarkozy, sin que los resultados previstos en las elecciones regionales -cuentan con cierto prestigio por la eficacia de su gestión en este ámbito- permitan divisar las presidenciales de 2012 con cierto optimismo.
En los años setenta los socialistas españoles vieron en el socialismo francés un modelo a imitar. Con la perspectiva de estos 40 años ha quedado patente que ha sido víctima de lo que entonces se consideraron sus dos virtudes principales: un desplazamiento hacia la izquierda, desprendiéndose de la socialdemocracia del norte de Europa -socialismo democrático frente a socialdemocracia- y haber propiciado una organización en corrientes para potenciar la presencia de las bases. Dos querencias que en el socialismo español sólo mantiene izquierda socialista, pero que de alguna manera influyeron sobre el Zapatero de la anterior legislatura.
El afán de superar a la socialdemocracia, que en junio de 1971 se plasmó en el famoso Congreso de Épinay, ha concluido en un vacío ideológico, al diluirse la izquierda tradicional con la caída del bloque soviético, sin haber podido acomodarse al liberalismo de la nueva socialdemocracia. La división básica del socialismo francés transcurre entre los que no conciben más que una alianza electoral con los partidos y grupúsculos a su izquierda, y los que aspiran a constituir un centro progresista con partidos de centro y con parte de los verdes más centrados. En ambos casos, la decisión implica asumir de antemano los contenidos ideológicos del presunto aliado, sin que quepa plantear un programa propio.
Lo grave es que esta indefinición programática se corresponde con una organización en corrientes, en la que cada una se perfila por la táctica que propugna para llegar al poder, relegando a un segundo plano los contenidos ideológicos que en principio tendrían que ser los elementos comunes que los unifican en un partido. La elección de Martine Aubry en el congreso de Reims en el otoño de 2008, cuya limpieza se ha puesto incluso en cuestión en un libro (Antonin André y Karim Rissouli, Hold-uPS, arnaques et trahisons, 2009), no ha eliminado las pretensiones de los candidatos alternativos, Ségolène Royal, Dominique Strauss-Kahn, Laurent Fabius. Sigue abierta la cuestión capital del candidato a la presidencia en 2012, y aunque parece asumida la propuesta de celebrar primarias, hasta ahora no hay acuerdo sobre si sólo participarían los afiliados, o también los simpatizantes, incluyendo o no a los miembros de otros partidos.
La experiencia del socialismo francés es de gran valor a la hora de encarar la crisis profunda del sistema de partidos en la Europa comunitaria. Las medidas de democratización interna emprendidas por el socialismo francés, donde el militante cuenta y participa más directamente a través de las distintas corrientes, han llevado a que se consuma en luchas internas que llevan a que el elector acabe por darle la espalda. El monolitismo de los partidos que desemboca en que todo el poder se centre en la cúspide está llevando, no a que el electorado dé la espalda a un partido, sino a la democracia representativa en su conjunto.

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