martes, 1 de junio de 2010

España como poder constituyente - Gregorio Peces-Barba - 2006

EL PAÍS

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho y rector de la Universidad Carlos III de Madrid.



El artículo 1.1 de la Constitución de 1978 establece que "España se constituye en un Estado Social y Democrático de Derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". Esta afirmación, que no es retórica sino rigurosamente normativa, reconoce que España como realidad nacional y social es el poder constituyente, del que emanan todos los poderes constituidos, que en su vértice superior son el Estado Social y Democrático de Derecho y los valores superiores que como Ética Pública van a identificar el ordenamiento jurídico. La nación española es así, previa a la Constitución, la realidad fundante básica, el poder constituyente originario. Aparece también como expresión de la soberanía nacional, que reside en el pueblo español. España es la que sostiene, en su condición de poder constituyente, el poder constituido. La legitimidad de origen y de ejercicio del poder y la justicia de su derecho traen causa de la realidad que llamamos España, garantizadora y firme apoyatura de la eficacia de ambas. Toda la estructura de la Constitución de 1978, del poder y del derecho que emanan de ella, se basan en su poder constituyente: España.

Todas las demás realidades reguladas en la Constitución, ordenación de los poderes, formas políticas del Estado, derechos fundamentales y autonomía de las nacionalidades y regiones son posteriores, dependen y han sido creadas por la Constitución. Sólo España es anterior. Si no se parte de esa realidad indiscutible, no se entiende nada o se construye sobre el vacío de algunas ensoñaciones y unas fantasías sin base real alguna o se persiste en agravios históricos ficticios. Creo que en este contexto se puede explicar el debate producido por la presentación en el Congreso de los Diputados del proyecto de Estatuto de Autonomía de Cataluña sobre si esta es o no una nación. La intransigente y permanente posición del Partido Popular es conocida. Ya desde mucho antes de la presentación del texto en el Congreso de los Diputados, primero Fraga, después Aznar y hoy Rajoy han negado siempre que Cataluña sea una nación. Para su planteamiento de un nacionalismo español radical, el término "nacionalidades", que se utiliza en el artículo 2, es irrelevante y no se puede identificar con nación.

Es verdad que Cataluña no es una nación con el mismo contenido que España porque no supone ni poder constituyente, ni soberanía, que tiene como tal un valor jurídico previo y esencial, pero sí reúne las condiciones de una nación cultural, con los rasgos que desde Tönnies se atribuyen a las comunidades, cuya máxima expresión es la nación y que se deben distinguir de las sociedades, formas racionales de organización cuya expresión máxima es el Estado. Así aparece clara la falsedad del principio romántico de las nacionalidades del siglo XIX, que sostenía que toda nación tenía derecho y vocación a convertirse en Estado. Estamos ante dos órdenes sociales diferentes, que no son necesariamente imprescindibles el uno para el otro. España es una nación soberana, una nación Estado, mientras que Cataluña es una nación cultural. Como hemos dicho, España es previa a la Constitución y la fundamenta como poder constituyente, mientras Cataluña es una comunidad que reúne unas condiciones de lengua, de historia y de esperanzas comunes, de literatura y arte propios que la identifican como nación cultural diferenciada, pero cuya relevancia jurídica es posterior a la Constitución. Antes de ser reconocida por ésta bajo el término nacionalidad como comunidad autónoma, carecía de relevancia jurídica, aunque era una nación, comunidad de cultura.

Es, pues, Cataluña nación para el derecho porque la Constitución la reconoce y la garantiza y la sitúa en el interior de la nación España. Así podemos hablar de España como nación de naciones y de regiones, como sostienen entre otros los profesores José María Jover y Francisco Tomás y Valiente, y como yo he afirmado reiteradamente. Esta afirmación no es incompatible, sino todo lo contrario, con la afirmación, igualmente cierta, que hizo el señor Rajoy de que España es una nación de ciudadanos. Si nos situamos en el ámbito del Estado, podemos decir que éste está formado por comunidades autónomas, organizaciones políticas y jurídicas, del orden de las sociedades, como el Estado situadas dentro de éste, formado también por ciudadanos.

Para un profesor, desde un punto de vista abstracto si analizamos el tema desde un velo de ignorancia de la realidad, con las condiciones y desde las perspectivas que acabo de apuntar, no debería haber inconveniente para hablar de Cataluña como nación. Eso supone aceptar que la nación soberana, poder constituyente único, es España, y que a Cataluña habría que añadirle el adjetivo cultural: nación cultural. Curiosamente, aunque no con los mismos fundamentos, el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español rechazan el uso del término nación para identificar a Cataluña, en la reforma del Estatuto que se presenta. Creo que aciertan, aunque ya he señalado que las razones justificadoras del Partido Popular no tienen fundamento. Para llegar a la conclusión de la improcedencia del uso del término nación, se debe acudir a una lectura del proyecto de Estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña el 30 de septiembre de 2005. La sorpresa es enorme cuando se constata que en un texto de 227 artículos, 58 más que la Constitución, con 12 disposiciones adicionales, 3 disposiciones transitorias y 5 disposiciones finales, no aparece ni una sola vez ni el concepto ni la palabra España. Lo que no deja de ser sorprendente, tratándose del poder constituyente de la Constitución de 1978, de la que depende jerárquicamente cualquier norma inferior como los Estatutos de Autonomía, entre ellos el catalán. Por consiguiente, si no se puede aceptar el uso del término nación para Cataluña, ni aunque se añadiese el adjetivo cultural, es porque los propios redactores del proyecto rompen todas las reglas de funcionamiento de un ordenamiento delque se deben predicar su unidad, su coherencia y su plenitud. La negativa se la han ganado a pulso. Ningún reproche se puede hacer a quienes rechazan la inclusión del concepto, son los planteamientos propios y los errores propios los que dan motivo para fundamentar el rechazo.

En otro artículo anterior sostuve que se debía entrar en el fondo del debate del Proyecto de Estatuto porque, a diferencia del modelo vasco, se habían respetado los procedimientos. Creo que fue sensata y razonable la admisión a trámite para ser discutido en sus contenidos. De la misma forma afirmo que deben hacerse, a mi juicio, muchas modificaciones para conseguir ajustarlo a la Constitución. Parece que no se acepta que España sea el poder constituyente, ni siquiera que sea un interlocutor. Siempre se utiliza el término Estado Español, con lo que el texto se sitúa en la filosofía de que España es un Estado plurinacional, pero no una nación. Para estos planteamientos, Castilla, Aragón y León son los interlocutores nacionales de Cataluña.

El Gobierno y el Partido Socialista tienen una gran responsabilidad porque son los únicos que realmente quieren reformar el proyecto en el sentido en que ese concepto debe ser entendido en la cultura política y jurídica constitucional. El Partido Popular no quiere realmente la reforma. Su conversión, desde el rechazo del debate y su pretensión de enviar el texto al Tribunal Constitucional, hasta su actual postura de presentación de enmiendas y de participación en el debate ante la comisión constitucional, es demasiado rápida y además cínica cuando reclama del PSOE un consenso. Parece que olvida lo que ha dicho y ha hecho hasta ahora, como si tuviera una inocencia histórica sobre el pasado. Probablemente era tan insostenible su "mantenella y no enmendalla" que se han visto obligados a simular un giro poco creíble.

Y si el Partido Popular no cree en su reforma de verdad, los partidos catalanes, tal como se desprende de su propuesta, no creen en la Constitución. Si creyeran en ella, no habrían hecho más que un proyecto confederal, donde la Generalitat aparece en una relación bilateral y en igualdad de condiciones de sus órganos con los del Estado, sin reconocer la soberanía ni la existencia de España como poder constituyente. Se confirma que el PSOE soporta la enorme responsabilidad de defender la Constitución, que tanto progreso y tanta libertad nos ha producido, y al mismo tiempo abrirla a las legítimas aspiraciones de los pueblos organizados en comunidades autónomas. Como decía Baudelaire, "para levantar un peso tan grande, Sísifo, hace falta tu coraje". La defiende en solitario con algún otro pequeño grupo y creo que con la inmensa mayoría de los ciudadanos. El Partido Popular la empequeñece hasta convertirla en mezquina y conservadora, y los nacionalistas con su proyecto la desvirtúan, abusan de ella y la transforman en un inmenso fraude. Lo único que puede explicar su comportamiento es que intentan aplicar aquella filosofía que Weber apuntó como estrategia de los pueblos en la historia: tienden a pedir lo imposible para ir alcanzando poco a poco lo posible. Esta hipótesis la podremos comprobar al final del debate en la comisión constitucional del Congreso.

Tengo la absoluta seguridad de que el Partido Socialista Obrero Español va a hacer todos los esfuerzos y va a emplear toda su inteligencia para una adaptación suave y realista del texto remitido a la Constitución, y en ese sentido, va a impulsar la reforma posible. Si los nacionalistas aceptan los resultados y además contribuyen a su redacción final, habremos visto cómo han aplicado con juicio y con mesura la filosofía de Weber. En caso contrario, habrán retrasado para muchos años su progreso autonómico, porque el Partido Socialista habrá salido escaldado y escarmentado en su buena fe y en su juego limpio. Ahora sólo queda esperar al debate en la Comisión Constitucional del Congreso, que preside Alfonso Guerra, lo que para mí y para muchos es una garantía. No adelantemos acontecimientos, no describamos la gran cantidad de normas del Proyecto de Estatuto que deben ser modificadas. Confiemos en la buena fe y en el sentido constructivo de unos y de otros, desde la tranquilidad que nos da un Partido Socialista garante de la lealtad constitucional.

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