TRIBUNA: NORMAN BIRNBAUM
La historia y la izquierda
NORMAN BIRNBAUM 14/03/2005
En el último medio siglo, la izquierda socialista de Europa occidental (a menudo, aliada con movimientos sociales cristianos) construyó unos Estados de bienestar aparentemente duraderos. En Estados Unidos, los demócratas (con la ayuda de algunos republicanos) hicieron lo mismo. Tanto en Europa como en Estados Unidos se dio a la ciudadanía un contenido social y económico. Ahora existe una contraofensiva que elimina de forma sistemática estas conquistas morales. ¿A qué se debe el continuo retroceso de la izquierda?
Durante dos siglos, la izquierda ha intentado hacer realidad tres clases de valores que se proclamaron en las revoluciones inglesa, americana y francesa.
Ante todo, la ciudadanía activa como condición previa de la democracia. La esfera pública debía convertirse en un experimento pedagógico continuo, en el que los ciudadanos aprenderían por sí mismos a dirigir la sociedad. Los conservadores aceptan a poblaciones pasivas que confíen en sus superiores; los demócratas radicales, no. Sin embargo, los partidos de masas que debían promover la democracia produjeron resultados ambiguos. Se burocratizaron y concentraron el poder en la cima. Los demagogos nacionalistas formaron partidos de masas que representaron la plasmación del fascismo. En el estalinismo, el partido se convirtió en una burla de sí mismo. Las democracias populares no pertenecían al pueblo.
El renacimiento de la democracia parlamentaria en Europa occidental tras la guerra se transformó rápidamente en un consenso rutinario. Los trabajadores tenían cada vez más acceso a un producto social en expansión. La posibilidad de más ocio permitió una cultura en la que el consumo adquirió más importancia que la ciudadanía.
El vacío político subsiguiente fue un pluralismo deformado y dominado gradualmente por el poder del capital organizado. La prensa y la televisión propagaban un mensaje embrutecedor: las cosas eran como eran, no podían ser de otra forma. Los partidos de la izquierda, con su electorado y sus miembros transformados, flotaban en el espacio histórico, alejados de sus propias tradiciones. En otro tiempo habían sido iglesias de salvación seculares; ahora se convirtieron en máquinas electorales. El New Deal de Franklin Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson no eran más que recuerdos ceremoniales, y los demócratas estadounidenses sufrieron el mismo destino.
La izquierda valoraba la solidaridad, la igualdad de oportunidades en la vida. Los cristianos sociales, también, y la expresión nacionalsocialismo era significativa: la solidaridad era compatible con las distintas variedades de autoritarismo. Sin embargo, la izquierda no sólo buscaba la redistribución; pretendía el autogobierno en la economía. Pero ese ideal quedó abandonado a cambio del control de la economía nacional por parte del Estado. Durante gran parte del periodo de posguerra, los socialistas europeos y los demócratas estadounidenses utilizaron sus Estados para regular el mercado y el trabajo, invertir en bienes públicos y redistribuir la renta nacional.
Este triunfo de posguerra se ha convertido en una actitud defensiva y derrotista, mientras los Estados luchan, en la nueva economía internacional, con fuerzas que desbordan su control. La movilidad del capital ha provocado la desindustrialización en las democracias industriales. El empleo en los sectores técnico y de servicios es inseguro, y ahora se ve amenazado por la mano de obra barata en el resto del mundo. No existen instituciones internacionales capaces de proteger el empleo y las normas laborales en las viejas economías industriales y, al mismo tiempo, aumentar las rentas y la protección social en las economías emergentes. En las economías asentadas, el envejecimiento de la población ha creado tensiones en los sistemas de seguridad social. El conflicto generacional no ha sustituido al conflicto de clases, pero quienes están empeñados en liquidar el Estado de bienestar occidental explotan esas tensiones para propagar un nuevo darwinismo social.
En Europa, la inmigración aporta jóvenes trabajadores procedentes de África y Asia (y el este de Europa), pero su incorporación a los bloques políticos que defienden la igualdad económica es extremadamente difícil por los conflictos culturales. Ha sido más sencillo en Estados Unidos, donde el conflicto racial tiene un efecto divisivo equivalente al de la xenofobia en Europa. La movilidad mundial del capital, los cambios demográficos que afectan a los sistemas de seguridad social y la inmigración, combinados, han dejado a los partidos socialistas europeos en una actitud reactiva, cuando no pasiva y sin habla. Los demócratas estadounidenses, en cambio, están fuertemente divididos; algunos proponen que se olvide el hecho de que alguna vez fueron defensores del Estado de bienestar.
Las dificultades de la izquierda para abordar la nueva economía son aún mayores por lo contradictorio de su legado filosófico, la idea ilustrada de la autonomía y la soberanía humana. Marx pensaba que el socialismo permitiría a la humanidad supeditar el terreno de la necesidad al de la libertad, que, según él, estaba en continua creación.
Ha habido varias formas elementales de emancipación. Las mujeres tienen más igualdad legal y social, los niños están protegidos y los trabajadores tienen la ciudadanía. El liberalismo es tan responsable de estos cambios como el socialismo. Viene a la mente otra observación de Marx, en la que venía a decir que, después de que los súbditos pasaran a ser ciudadanos, todavía tenían que llegar a seres humanos. Es posible que los partidos socialdemócratas movilicen a votantes con una mentalidad más moral; las pruebas no son concluyentes. Pero, independientemente de los objetivos que busquen en la actualidad los partidos de la izquierda, entre sus proyectos electorales no está una transformación radical de la naturaleza humana.
Desde el punto de vista filosófico, la izquierda ha adoptado los poderes liberadores de la ciencia y la tecnología. En nuestro mundo, éstos son a menudo independientes del propósito moral, instrumentos para lograr el máximo poder y el máximo provecho. Los Verdes han criticado, con razón, la aceptación por parte de los socialdemócratas, muchas veces sin reparos de ningún tipo, de que la naturaleza está a nuestra disposición y la producción puede aumentar de manera infinita. Los socialdemócratas, en teoría, están de acuerdo con ellos, pero en la práctica se han mostrado muy lentos a la hora de elaborar ideas sobre pautas de consumo alternativas.
Respecto a la inauguración de una era de paz entre las na
-
ciones, el final de la violencia en las relaciones internacionales, se trata de algo muy incompleto. Desde luego, la Unión Europea es muestra de la decisión de los países europeos de acabar con sus guerras fratricidas, pero no fue obra exclusiva de los socialdemócratas. En Estados Unidos, el partido de la reforma social está integrado en el Estado de la guerra y el bienestar. La reciente oposición de los socialdemócratas europeos (con la excepción de los laboristas británicos) y algunos demócratas estadounidenses al unilateralismo de EE UU ha ido acompañada de un proyecto alternativo (fortalecimiento de Naciones Unidas, ayuda internacional al desarrollo, interés por transiciones democráticas sustanciales, y no formales, en los Estados autoritarios). Este contraproyecto no está relacionado con la política nacional de las fuerzas reformistas.
Fundamentalmente, la idea de la izquierda sobre una progresión inevitable hacia un mundo racional y laico es ahistórica. No hay más que ver la coexistencia de la literalidad bíblica y el racionalismo tecnológico en Estados Unidos. La izquierda podría desarrollar alianzas estratégicas con las corrientes críticas y actuales en las religiones mundiales, que son depósitos de recuerdos de luchas pasadas y esperanzas para el futuro. Además, el internacionalismo de la izquierda debería obligarle a revisar su hipótesis implícita de que la división actual entre países pobres y países ricos va a ir desapareciendo poco a poco. Esta división es una incitación continua a la violencia, pese a que, en estos momentos, la violencia procede de Estados Unidos. La globalización, que causa la inmigración hacia las sociedades más ricas y el empobrecimiento dentro de ellas, ha suscitado reacciones autoritarias y racistas en la clase obrera de Occidente. Esto representa una seria crítica del fracaso pedagógico de la izquierda en este último medio siglo de centrarse en la redistribución, que ya no puede garantizar.
Por último, los viejos partidos de la izquierda y los sindicatos tienen que dialogar con los grupos vinculados al Foro Social. Su oposición a la homogeneización cultural, la destrucción ambiental, la explotación, el empobrecimiento y la tiranía podrían ayudar a renovar la propia izquierda, que, como ocurre desde 1641, se enfrenta a un futuro incierto. Su renovación no es una certeza, sino una posibilidad.
Norman Birnbaum es profesor emérito del Centro de Leyes en la Universidad de Georgetown, y su último libro es Después del progreso: reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Durante dos siglos, la izquierda ha intentado hacer realidad tres clases de valores que se proclamaron en las revoluciones inglesa, americana y francesa.
Ante todo, la ciudadanía activa como condición previa de la democracia. La esfera pública debía convertirse en un experimento pedagógico continuo, en el que los ciudadanos aprenderían por sí mismos a dirigir la sociedad. Los conservadores aceptan a poblaciones pasivas que confíen en sus superiores; los demócratas radicales, no. Sin embargo, los partidos de masas que debían promover la democracia produjeron resultados ambiguos. Se burocratizaron y concentraron el poder en la cima. Los demagogos nacionalistas formaron partidos de masas que representaron la plasmación del fascismo. En el estalinismo, el partido se convirtió en una burla de sí mismo. Las democracias populares no pertenecían al pueblo.
El renacimiento de la democracia parlamentaria en Europa occidental tras la guerra se transformó rápidamente en un consenso rutinario. Los trabajadores tenían cada vez más acceso a un producto social en expansión. La posibilidad de más ocio permitió una cultura en la que el consumo adquirió más importancia que la ciudadanía.
El vacío político subsiguiente fue un pluralismo deformado y dominado gradualmente por el poder del capital organizado. La prensa y la televisión propagaban un mensaje embrutecedor: las cosas eran como eran, no podían ser de otra forma. Los partidos de la izquierda, con su electorado y sus miembros transformados, flotaban en el espacio histórico, alejados de sus propias tradiciones. En otro tiempo habían sido iglesias de salvación seculares; ahora se convirtieron en máquinas electorales. El New Deal de Franklin Roosevelt y la Gran Sociedad de Lyndon Johnson no eran más que recuerdos ceremoniales, y los demócratas estadounidenses sufrieron el mismo destino.
La izquierda valoraba la solidaridad, la igualdad de oportunidades en la vida. Los cristianos sociales, también, y la expresión nacionalsocialismo era significativa: la solidaridad era compatible con las distintas variedades de autoritarismo. Sin embargo, la izquierda no sólo buscaba la redistribución; pretendía el autogobierno en la economía. Pero ese ideal quedó abandonado a cambio del control de la economía nacional por parte del Estado. Durante gran parte del periodo de posguerra, los socialistas europeos y los demócratas estadounidenses utilizaron sus Estados para regular el mercado y el trabajo, invertir en bienes públicos y redistribuir la renta nacional.
Este triunfo de posguerra se ha convertido en una actitud defensiva y derrotista, mientras los Estados luchan, en la nueva economía internacional, con fuerzas que desbordan su control. La movilidad del capital ha provocado la desindustrialización en las democracias industriales. El empleo en los sectores técnico y de servicios es inseguro, y ahora se ve amenazado por la mano de obra barata en el resto del mundo. No existen instituciones internacionales capaces de proteger el empleo y las normas laborales en las viejas economías industriales y, al mismo tiempo, aumentar las rentas y la protección social en las economías emergentes. En las economías asentadas, el envejecimiento de la población ha creado tensiones en los sistemas de seguridad social. El conflicto generacional no ha sustituido al conflicto de clases, pero quienes están empeñados en liquidar el Estado de bienestar occidental explotan esas tensiones para propagar un nuevo darwinismo social.
En Europa, la inmigración aporta jóvenes trabajadores procedentes de África y Asia (y el este de Europa), pero su incorporación a los bloques políticos que defienden la igualdad económica es extremadamente difícil por los conflictos culturales. Ha sido más sencillo en Estados Unidos, donde el conflicto racial tiene un efecto divisivo equivalente al de la xenofobia en Europa. La movilidad mundial del capital, los cambios demográficos que afectan a los sistemas de seguridad social y la inmigración, combinados, han dejado a los partidos socialistas europeos en una actitud reactiva, cuando no pasiva y sin habla. Los demócratas estadounidenses, en cambio, están fuertemente divididos; algunos proponen que se olvide el hecho de que alguna vez fueron defensores del Estado de bienestar.
Las dificultades de la izquierda para abordar la nueva economía son aún mayores por lo contradictorio de su legado filosófico, la idea ilustrada de la autonomía y la soberanía humana. Marx pensaba que el socialismo permitiría a la humanidad supeditar el terreno de la necesidad al de la libertad, que, según él, estaba en continua creación.
Ha habido varias formas elementales de emancipación. Las mujeres tienen más igualdad legal y social, los niños están protegidos y los trabajadores tienen la ciudadanía. El liberalismo es tan responsable de estos cambios como el socialismo. Viene a la mente otra observación de Marx, en la que venía a decir que, después de que los súbditos pasaran a ser ciudadanos, todavía tenían que llegar a seres humanos. Es posible que los partidos socialdemócratas movilicen a votantes con una mentalidad más moral; las pruebas no son concluyentes. Pero, independientemente de los objetivos que busquen en la actualidad los partidos de la izquierda, entre sus proyectos electorales no está una transformación radical de la naturaleza humana.
Desde el punto de vista filosófico, la izquierda ha adoptado los poderes liberadores de la ciencia y la tecnología. En nuestro mundo, éstos son a menudo independientes del propósito moral, instrumentos para lograr el máximo poder y el máximo provecho. Los Verdes han criticado, con razón, la aceptación por parte de los socialdemócratas, muchas veces sin reparos de ningún tipo, de que la naturaleza está a nuestra disposición y la producción puede aumentar de manera infinita. Los socialdemócratas, en teoría, están de acuerdo con ellos, pero en la práctica se han mostrado muy lentos a la hora de elaborar ideas sobre pautas de consumo alternativas.
Respecto a la inauguración de una era de paz entre las na
-
ciones, el final de la violencia en las relaciones internacionales, se trata de algo muy incompleto. Desde luego, la Unión Europea es muestra de la decisión de los países europeos de acabar con sus guerras fratricidas, pero no fue obra exclusiva de los socialdemócratas. En Estados Unidos, el partido de la reforma social está integrado en el Estado de la guerra y el bienestar. La reciente oposición de los socialdemócratas europeos (con la excepción de los laboristas británicos) y algunos demócratas estadounidenses al unilateralismo de EE UU ha ido acompañada de un proyecto alternativo (fortalecimiento de Naciones Unidas, ayuda internacional al desarrollo, interés por transiciones democráticas sustanciales, y no formales, en los Estados autoritarios). Este contraproyecto no está relacionado con la política nacional de las fuerzas reformistas.
Fundamentalmente, la idea de la izquierda sobre una progresión inevitable hacia un mundo racional y laico es ahistórica. No hay más que ver la coexistencia de la literalidad bíblica y el racionalismo tecnológico en Estados Unidos. La izquierda podría desarrollar alianzas estratégicas con las corrientes críticas y actuales en las religiones mundiales, que son depósitos de recuerdos de luchas pasadas y esperanzas para el futuro. Además, el internacionalismo de la izquierda debería obligarle a revisar su hipótesis implícita de que la división actual entre países pobres y países ricos va a ir desapareciendo poco a poco. Esta división es una incitación continua a la violencia, pese a que, en estos momentos, la violencia procede de Estados Unidos. La globalización, que causa la inmigración hacia las sociedades más ricas y el empobrecimiento dentro de ellas, ha suscitado reacciones autoritarias y racistas en la clase obrera de Occidente. Esto representa una seria crítica del fracaso pedagógico de la izquierda en este último medio siglo de centrarse en la redistribución, que ya no puede garantizar.
Por último, los viejos partidos de la izquierda y los sindicatos tienen que dialogar con los grupos vinculados al Foro Social. Su oposición a la homogeneización cultural, la destrucción ambiental, la explotación, el empobrecimiento y la tiranía podrían ayudar a renovar la propia izquierda, que, como ocurre desde 1641, se enfrenta a un futuro incierto. Su renovación no es una certeza, sino una posibilidad.
Norman Birnbaum es profesor emérito del Centro de Leyes en la Universidad de Georgetown, y su último libro es Después del progreso: reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
EL PAÍS
22 de Octubre e 2004
El problema de la izquierda en EE UU
Norman Birnbaum * - El País¿Quién recuerda hoy que Karl Marx pensó en la posibilidad de que Estados Unidos, libre de los suplicios históricos y metafísicos de Europa, encabezara la marcha hacia el socialismo? ¿Qué es, hoy, la izquierda en Estados Unidos?
Existen cuatro corrientes distintas en la oposición estadounidense. Una busca una socialdemocracia norteamericana. Otra pretende construir un internacionalismo desmilitarizado y social para Estados Unidos. La tercera lucha por los derechos civiles, los negros y las minorías étnicas, las mujeres y los homosexuales. La cuarta implica un debate sobre culturas alternativas: para vivir mejor es necesario vivir de otra forma. Estas posturas carecen de denominador común, y sus partidarios se ven obligados a defender las victorias conseguidas frente a la contraofensiva de los agentes del imperio y el mercado.
El principal vehículo de la izquierda en Estados Unidos es el Partido Demócrata, pero es un vehículo en mal estado. Con Clinton y los nuevos demócratas, que repudiaron gran parte de la historia del partido, los demócratas perdieron la mayoría en las dos cámaras del Congreso, varios puestos de gobernadores importantes y las cámaras en unos cuantos Estados cruciales. En su mayoría, los demócratas preferían como candidato presidencial al congresista Gephardt (próximo a los sindicatos) o al gobernador Dean (por su oposición a la guerra). Sin embargo, al final se conformaron con el senador Kerry, que anuncia en voz alta que "no va a haber redistribución" y cuya posición sobre Irak está envuelta en la niebla de la guerra. El partido no es un grupo de afiliados, sino una mezcla inestable de aparatos políticos estatales, grupos de intereses y donantes. Está dividido ideológicamente, entre los herederos de Franklin Roosevelt y Lyndon Johnson, que defienden el Estado de bienestar, y los nuevos demócratas, que buscan compromisos aún más amplios con el capital organizado.
La fuerza de la izquierda estadounidense se encuentra en las organizaciones que financian las campañas y movilizan a los ciudadanos. Las más importantes son los sindicatos pertenecientes a la federación AFL-CIO. Pero los sindicatos sólo incluyen alrededor del 13% de los trabajadores (hubo un tiempo en el que llegaban a un tercio), y su debilidad es la causa más visible de la fragilidad de la socialdemocracia en Estados Unidos. Están perdiendo a los trabajadores de más edad, a medida que la economía se desindustrializa, y esa pérdida no se compensa con los trabajadores del sector de servicios ni los que tienen más nivel educativo, aparte de los enseñantes. Algunos dirigentes sindicales elaboran nuevas estrategias de movilización política, especialmente con los inmigrantes más recientes, pero, hasta ahora, los resultados han sido discretos.
A la lucha de los sindicatos por los derechos económicos se une la de los grupos de interés público que se dedican a defender al consumidor, proteger el medio ambiente, regular el capitalismo descontrolado y aumentar la participación política mediante la reforma de unos procedimientos electorales defectuosos. Gran parte de la acción se desarrolla en el Congreso, a veces en las cámaras de los Estados y con frecuencia en forma de razonamientos constitucionales y legales ante los tribunales. La críptica politización del proceso judicial y la fragmentación de la política legislativa hacen muy difícil el desarrollo de una estrategia común. La izquierda no ha conseguido explotar la vaga desconfianza de la sociedad estadounidense hacia el capital, entre otras cosas, porque en el propio Partido Demócrata hay representantes de ese capital muy bien establecidos.
Durante muchos años, además de Kennedy en el Senado, los líderes de estas fuerzas fuera del Congreso fueron el reverendo Jesse Jackson (cuyos intereses no se limitaban, ni mucho menos, a representar a los negros) y Ralph Nader. Jackson sigue trabajando sin descanso. Nader, resentido contra los demócratas, vuelve a presentarse a las elecciones. Hay varios Estados importantes en los que no se ha admitido su candidatura, pero tiene la capacidad de destruirse a sí mismo y dañar a los que antes eran sus amigos. En el año 2000 se presentó por el Partido Verde, pero, en esta ocasión, ellos presentan otro candidato. En Estados Unidos, los Verdes tienen bastante fuerza en algunos Estados (Maine y Nuevo México, por ejemplo), pero nuestro sistema mayoritario, en el que el voto no es proporcional, les perjudica sobremanera. Lo que sí tienen es gran capacidad de movilización local.
El voto proporcional permitiría que las elecciones presidenciales dejaran de depender de unos cuantos Estados. En la actualidad, las campañas nacionales oscilan entre el vacío ideológico (para no ofender a nadie) y la capitulación oportunista ante el chantaje electoral (utilizado por los grupos de presión que propugnan la cristianización de la vida pública, el acceso sin límites a las armas de fuego, la destrucción del Gobierno de Castro, etcétera). El voto proporcional, que repartiría los votos electorales de cada Estado con arreglo a los votos reales, en vez de dárselos todos al ganador, avanza con gran lentitud. Nuestra Constitución, que se muestra contraria al voto mayoritario, porque así se quiso para impedir la eliminación de la esclavitud por métodos democráticos, no se ha sometido todavía a ningún gran debate público.
La división de la izquierda es muy pronunciada, sobre todo en lo relacionado con el imperio. (La agrupación que reúne a la izquierda del partido, la Campaña para el Futuro de América, evita mencionar la guerra de Irak.) Las dos organizaciones de masas que se oponen a la militarización de la política nacional son la Iglesia católica, con el 25% del país, y las iglesias protestantes del Consejo Nacional de las Iglesias, que representan al 50%. Lo que opinan los obispos, teólogos, rectores de iglesias, pastores y sacerdotes no siempre lo comparten los fieles. La angustia, la ignorancia y el patrioterismo hacen que muchos ciudadanos (por ejemplo, los sindicalistas) no se den cuenta de que a los pueblos del mundo les gustaría que Estados Unidos dejase de intentar salvarlos de sí mismos.
Contamos con una clase intelectual antiimperialista, aunque no en las páginas editoriales o en los departamentos de relaciones internacionales de las universidades. Hay muchos altos funcionarios y diplomáticos más dispuestos a enfrentarse a Bush que la mayoría de los demócratas del Congreso. La "guerra contra el terror" no ha parado a los "terroristas", pero sí ha intimidado a periodistas y políticos. La reforma social en Estados Unidos está en deuda con el catolicismo.
* Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Facultad de Derecho de Georgetown y autor de Después del progreso (Tusquets). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Norman Birnbaum * - El País¿Quién recuerda hoy que Karl Marx pensó en la posibilidad de que Estados Unidos, libre de los suplicios históricos y metafísicos de Europa, encabezara la marcha hacia el socialismo? ¿Qué es, hoy, la izquierda en Estados Unidos?
Existen cuatro corrientes distintas en la oposición estadounidense. Una busca una socialdemocracia norteamericana. Otra pretende construir un internacionalismo desmilitarizado y social para Estados Unidos. La tercera lucha por los derechos civiles, los negros y las minorías étnicas, las mujeres y los homosexuales. La cuarta implica un debate sobre culturas alternativas: para vivir mejor es necesario vivir de otra forma. Estas posturas carecen de denominador común, y sus partidarios se ven obligados a defender las victorias conseguidas frente a la contraofensiva de los agentes del imperio y el mercado.
El principal vehículo de la izquierda en Estados Unidos es el Partido Demócrata, pero es un vehículo en mal estado. Con Clinton y los nuevos demócratas, que repudiaron gran parte de la historia del partido, los demócratas perdieron la mayoría en las dos cámaras del Congreso, varios puestos de gobernadores importantes y las cámaras en unos cuantos Estados cruciales. En su mayoría, los demócratas preferían como candidato presidencial al congresista Gephardt (próximo a los sindicatos) o al gobernador Dean (por su oposición a la guerra). Sin embargo, al final se conformaron con el senador Kerry, que anuncia en voz alta que "no va a haber redistribución" y cuya posición sobre Irak está envuelta en la niebla de la guerra. El partido no es un grupo de afiliados, sino una mezcla inestable de aparatos políticos estatales, grupos de intereses y donantes. Está dividido ideológicamente, entre los herederos de Franklin Roosevelt y Lyndon Johnson, que defienden el Estado de bienestar, y los nuevos demócratas, que buscan compromisos aún más amplios con el capital organizado.
La fuerza de la izquierda estadounidense se encuentra en las organizaciones que financian las campañas y movilizan a los ciudadanos. Las más importantes son los sindicatos pertenecientes a la federación AFL-CIO. Pero los sindicatos sólo incluyen alrededor del 13% de los trabajadores (hubo un tiempo en el que llegaban a un tercio), y su debilidad es la causa más visible de la fragilidad de la socialdemocracia en Estados Unidos. Están perdiendo a los trabajadores de más edad, a medida que la economía se desindustrializa, y esa pérdida no se compensa con los trabajadores del sector de servicios ni los que tienen más nivel educativo, aparte de los enseñantes. Algunos dirigentes sindicales elaboran nuevas estrategias de movilización política, especialmente con los inmigrantes más recientes, pero, hasta ahora, los resultados han sido discretos.
A la lucha de los sindicatos por los derechos económicos se une la de los grupos de interés público que se dedican a defender al consumidor, proteger el medio ambiente, regular el capitalismo descontrolado y aumentar la participación política mediante la reforma de unos procedimientos electorales defectuosos. Gran parte de la acción se desarrolla en el Congreso, a veces en las cámaras de los Estados y con frecuencia en forma de razonamientos constitucionales y legales ante los tribunales. La críptica politización del proceso judicial y la fragmentación de la política legislativa hacen muy difícil el desarrollo de una estrategia común. La izquierda no ha conseguido explotar la vaga desconfianza de la sociedad estadounidense hacia el capital, entre otras cosas, porque en el propio Partido Demócrata hay representantes de ese capital muy bien establecidos.
Durante muchos años, además de Kennedy en el Senado, los líderes de estas fuerzas fuera del Congreso fueron el reverendo Jesse Jackson (cuyos intereses no se limitaban, ni mucho menos, a representar a los negros) y Ralph Nader. Jackson sigue trabajando sin descanso. Nader, resentido contra los demócratas, vuelve a presentarse a las elecciones. Hay varios Estados importantes en los que no se ha admitido su candidatura, pero tiene la capacidad de destruirse a sí mismo y dañar a los que antes eran sus amigos. En el año 2000 se presentó por el Partido Verde, pero, en esta ocasión, ellos presentan otro candidato. En Estados Unidos, los Verdes tienen bastante fuerza en algunos Estados (Maine y Nuevo México, por ejemplo), pero nuestro sistema mayoritario, en el que el voto no es proporcional, les perjudica sobremanera. Lo que sí tienen es gran capacidad de movilización local.
El voto proporcional permitiría que las elecciones presidenciales dejaran de depender de unos cuantos Estados. En la actualidad, las campañas nacionales oscilan entre el vacío ideológico (para no ofender a nadie) y la capitulación oportunista ante el chantaje electoral (utilizado por los grupos de presión que propugnan la cristianización de la vida pública, el acceso sin límites a las armas de fuego, la destrucción del Gobierno de Castro, etcétera). El voto proporcional, que repartiría los votos electorales de cada Estado con arreglo a los votos reales, en vez de dárselos todos al ganador, avanza con gran lentitud. Nuestra Constitución, que se muestra contraria al voto mayoritario, porque así se quiso para impedir la eliminación de la esclavitud por métodos democráticos, no se ha sometido todavía a ningún gran debate público.
La división de la izquierda es muy pronunciada, sobre todo en lo relacionado con el imperio. (La agrupación que reúne a la izquierda del partido, la Campaña para el Futuro de América, evita mencionar la guerra de Irak.) Las dos organizaciones de masas que se oponen a la militarización de la política nacional son la Iglesia católica, con el 25% del país, y las iglesias protestantes del Consejo Nacional de las Iglesias, que representan al 50%. Lo que opinan los obispos, teólogos, rectores de iglesias, pastores y sacerdotes no siempre lo comparten los fieles. La angustia, la ignorancia y el patrioterismo hacen que muchos ciudadanos (por ejemplo, los sindicalistas) no se den cuenta de que a los pueblos del mundo les gustaría que Estados Unidos dejase de intentar salvarlos de sí mismos.
Contamos con una clase intelectual antiimperialista, aunque no en las páginas editoriales o en los departamentos de relaciones internacionales de las universidades. Hay muchos altos funcionarios y diplomáticos más dispuestos a enfrentarse a Bush que la mayoría de los demócratas del Congreso. La "guerra contra el terror" no ha parado a los "terroristas", pero sí ha intimidado a periodistas y políticos. La reforma social en Estados Unidos está en deuda con el catolicismo.
* Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Facultad de Derecho de Georgetown y autor de Después del progreso (Tusquets). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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