Manifiesto ecosocialista.
El siglo XXI se inicia de manera catastrófica, con un grado sin precedentes de deterioro ecológico y un orden mundial caótico, amenazado por el terror y por conglomerados de guerra desintegradora, de baja intensidad, que se extienden como gangrena a través de amplios segmentos del planeta -África Central, Medio Oriente, Asia Central y del Sur y noroeste de Sudamérica- y reverberan a través de las naciones.
En nuestra visión, la crisis ecológica y la crisis de deterioro social están profundamente interrelacionadas y deben ser vistas como distintas manifestaciones de las mismas fuerzas estructurales. La primera se origina ampliamente en la industrialización rampante que desborda la capacidad de la Tierra para amortiguar y contener la desestabilización ecológica. La segunda se deriva de la forma de imperialismo conocida como globalización, con efectos desintegradores en las sociedades que encuentra a su paso. Más aun, estas fuerzas subyacentes son esencialmente aspectos diferentes de una misma corriente, que debe ser identificada como la dinámica central que mueve a la totalidad: la expansión del sistema capitalista mundial.
Rechazamos todos los eufemismos o la suavización propagandística de la brutalidad de este régimen: todo intento de lavado verde de sus costos ecológicos, toda mistificación de sus costos humanos en nombre de la democracia y los derechos humanos. Insistimos, por el contrario, en mirar al capital desde la perspectiva de lo que realmente ha hecho.
Actuando sobre la naturaleza y su equilibrio ecológico, el régimen, con su imperativo de expansión constante de la rentabilidad, expone los ecosistemas a contaminantes desestabilizadores; fragmenta hábitats que han evolucionado durante eones para permitir el florecimiento de los organismos, despilfarra los recursos y reduce la sensual vitalidad de la naturaleza al frío intercambio requerido por la acumulación de capital.
En lo concerniente a la humanidad y sus demandas de autodeterminación, comunidad y una existencia plena de sentido, el capital reduce a la mayoría de la población mundial a mero reservorio de fuerza de trabajo, mientras descarta a muchos de los restantes como lastre inútil. Ha invadido y erosionado la integridad de las comunidades a través de su cultura global de masas de consumismo y despolitización. Ha incrementado las desigualdades en riqueza y poder hasta niveles sin precedentes en la historia humana. Ha trabajado en estrecha alianza con una red de estados clientes serviles y corruptos, cuyas élites locales ejecutan la tarea de represión ahorrándole al centro el oprobio de la misma. Y ha puesto en marcha una red de organizaciones supraestatales bajo la supervisión general de los poderes occidentales y del superpoder Estados Unidos, para minar la autonomía de la periferia y atarla al endeudamiento, mientras mantiene un enorme aparato militar para asegurar la obediencia al centro capitalista.
Creemos que el actual sistema capitalista no puede regular, y mucho menos superar, las crisis que ha desatado. No puede resolver la crisis ecológica, porque hacerlo requiere poner límites a la acumulación -una opción inaceptable para un sistema cuya prédica se apoya en la divisa: ¡ crecer o morir ! Y no puede resolver la crisis planteada por el terror y otras formas de rebelión violenta porque hacerlo significaría abandonar la lógica imperial, lo que impondría límites inaceptables al crecimiento y a todo el "modo de vida" sostenido por el ejercicio del poder imperial. Su única opción restante es recurrir a la fuerza bruta, incrementando así la alienación y sembrando las semillas del terrorismo... y del antiterrorismo que lo sigue, evolucionando hacia una variante nueva y maligna de fascismo.
En suma, el sistema capitalista mundial está en una bancarrota histórica. Se ha convertido en un imperio incapaz de adaptarse, cuyo propio gigantismo deja al descubierto su debilidad subyacente. Es, en términos ecológicos, profundamente insustentable y debe ser cambiado de manera fundamental, y mejor aun, reemplazado, si ha de existir un futuro digno de vivirse.
De este modo, regresa la categórica disyuntiva planteada una vez por Rosa Luxemburgo: ¡socialismo o barbarie!, en momentos en que el rostro de esta última refleja ahora el sello del siglo que empieza y asume el semblante de la ecocatástrofe, el terror-contraterror, y su degeneración fascista.
Pero, ¿por qué socialismo, por qué revivir esta palabra en apariencia destinada al basurero de la historia por los fracasos de sus interpretaciones del siglo XX?. Por esta única razón: por muy golpeada e irrealizada que esté, la noción de socialismo aún sigue en pié para la superación del capital. Si el capital ha de ser vencido, tarea que ahora tiene carácter urgente para la supervivencia de la civilización misma, el resultado será por fuerza "socialista", porque ése es el término que significa el paso hacia una sociedad poscapitalista. Si decimos que el capital es radicalmente insustentable y se fragmenta en la barbarie esbozada arriba, estamos diciendo también que necesitamos construir un "socialismo" capaz de superar las crisis que el capital ha venido desatando. Y si los "socialismos" del pasado fracasaron en hacerlo, entonces es nuestra obligación, al elegir no someternos a un destino bárbaro, luchar por uno que triunfe. Y tal como la barbarie ha cambiado de un modo que refleja el siglo transcurrido desde que Luxemburgo expresara su alternativa fatídica, así también el nombre y la realidad de "socialismo" deben hacerse adecuados para este tiempo.
Por estas razones escogimos llamar ecosocialismo a nuestra interpretación del "socialismo", y dedicarnos a su realización.
¿Por qué el ecosocialismo?
Vemos al ecosocialismo no como la negación sino como la realización de los socialismos "de primera época" del siglo XX, en el contexto de la crisis ecológica. Como aquéllos, éste se construye entendiendo el capital como trabajo objetivado, y se funda en el libre desarrollo de todos los productores o, en otras palabras, en el desmantelamiento de la separación de los productores respecto de los medios de producción. Entendemos que este objetivo no pudo ser realizado por los socialismos de primera época, por razones demasiado complejas de abordar aquí, excepto resumirlas en los diversos efectos del subdesarrollo en un contexto dominado por la hostilidad de los poderes capitalistas existentes. Esta coyuntura tuvo numerosos efectos nocivos en los socialismos existentes, principalmente la negación de la democracia interna junto a la emulación del productivismo capitalista, lo que terminó por conducir al colapso de esas sociedades y a la ruina de sus ambientes naturales.
El ecosocialismo mantiene los objetivos emancipatorios del socialismo de primera época y rechaza tanto las metas reformistas, atenuadas, de la socialdemocracia, como las estructuras productivistas de las variantes burocráticas de socialismo. En cambio, insiste en redefinir tanto la vía como el objetivo de la producción socialista en un marco ecológico. Lo hace específicamente con respecto a los "límites del crecimiento" esenciales para la sustentabilidad de la sociedad. Estos se adoptan, sin embargo, no en el sentido de imponer escasez, privación y represión. El objetivo, por el contrario, consiste en una transformación de las necesidades y un cambio profundo hacia la dimensión cualitativa, alejándose de la cuantitativa. Desde el punto de vista de la producción de mercancías, esto se traduce en una valorización de los valores de uso por sobre los valores de cambio -un proyecto de vasto significado, que se funda en la actividad económica directa.
La generalización de la producción ecológica bajo condiciones socialistas puede proporcionar la base para superar las crisis actuales. Una sociedad de productores libremente asociados no se detiene en su propia democratización. Debe, por el contrario, insistir en la liberación de todos los seres como fundamento y propósito. Supera así el impulso imperialista, subjetiva y objetivamente. Al realizar tal objetivo, lucha por superar todas las formas de dominación, incluyendo en especial las de género y raza. Y supera las condiciones que dan origen a las distorsiones fundamentalistas y sus manifestaciones terroristas. En suma, supone una sociedad mundial en un grado de harmonía ecológica con la naturaleza impensable en las condiciones actuales. Una consecuencia práctica de estas tendencias se expresaría, por ejemplo, en la extinción de la dependencia en los combustibles fósiles consustancial al capitalismo industrial. Y esto a su vez puede proporcionar la base material para la liberación de los países oprimidos por el imperialismo del petróleo, mientras que permite la contención del calentamiento global, junto a otros problemas de la crisis ecológica.
Nadie puede leer estas propuestas sin pensar, primero, en cuántos problemas prácticos y teóricos generan, y segundo y más abrumadoramente, en lo lejanas que están con respecto a la configuración actual del mundo, en su anclaje institucional y en la forma en que se imprime en la conciencia. No necesitamos desarrollar estos puntos, que deberían ser instantáneamente reconocibles para todos. Pero quisiéramos insistir en que sean tomadas desde una perspectiva apropiada. Nuestro proyecto no consiste ni en delinear cada paso de esta vía ni en ceder ante el adversario debido a la preponderancia del poder que ostenta. Se trata, en cambio, de desarrollar la lógica de una transformación suficiente y necesaria del orden actual, y en empezar a desarrollar las etapas intermedias en dirección a este objetivo. Lo hacemos para pensar con mayor profundidad en estas posibilidades y, al mismo tiempo, empezar el trabajo de diseñar junto a todos los que piensan parecido. Si algún mérito hay en estos argumentos, entonces debe ocurrir que pensamientos similares, y prácticas que realicen esos pensamientos, germinen coordinadamente en innumerables puntos alrededor del mundo. El ecosocialismo será internacional, y universal, o no será. Las crisis de nuestro tiempo pueden –y deben- ser vistas como oportunidades revolucionarias, lo que es nuestra obligación afirmar y dar nacimiento.
Joel Kovel y Michael LöwyParís, septiembre de 2001
El siglo XXI se inicia de manera catastrófica, con un grado sin precedentes de deterioro ecológico y un orden mundial caótico, amenazado por el terror y por conglomerados de guerra desintegradora, de baja intensidad, que se extienden como gangrena a través de amplios segmentos del planeta -África Central, Medio Oriente, Asia Central y del Sur y noroeste de Sudamérica- y reverberan a través de las naciones.
En nuestra visión, la crisis ecológica y la crisis de deterioro social están profundamente interrelacionadas y deben ser vistas como distintas manifestaciones de las mismas fuerzas estructurales. La primera se origina ampliamente en la industrialización rampante que desborda la capacidad de la Tierra para amortiguar y contener la desestabilización ecológica. La segunda se deriva de la forma de imperialismo conocida como globalización, con efectos desintegradores en las sociedades que encuentra a su paso. Más aun, estas fuerzas subyacentes son esencialmente aspectos diferentes de una misma corriente, que debe ser identificada como la dinámica central que mueve a la totalidad: la expansión del sistema capitalista mundial.
Rechazamos todos los eufemismos o la suavización propagandística de la brutalidad de este régimen: todo intento de lavado verde de sus costos ecológicos, toda mistificación de sus costos humanos en nombre de la democracia y los derechos humanos. Insistimos, por el contrario, en mirar al capital desde la perspectiva de lo que realmente ha hecho.
Actuando sobre la naturaleza y su equilibrio ecológico, el régimen, con su imperativo de expansión constante de la rentabilidad, expone los ecosistemas a contaminantes desestabilizadores; fragmenta hábitats que han evolucionado durante eones para permitir el florecimiento de los organismos, despilfarra los recursos y reduce la sensual vitalidad de la naturaleza al frío intercambio requerido por la acumulación de capital.
En lo concerniente a la humanidad y sus demandas de autodeterminación, comunidad y una existencia plena de sentido, el capital reduce a la mayoría de la población mundial a mero reservorio de fuerza de trabajo, mientras descarta a muchos de los restantes como lastre inútil. Ha invadido y erosionado la integridad de las comunidades a través de su cultura global de masas de consumismo y despolitización. Ha incrementado las desigualdades en riqueza y poder hasta niveles sin precedentes en la historia humana. Ha trabajado en estrecha alianza con una red de estados clientes serviles y corruptos, cuyas élites locales ejecutan la tarea de represión ahorrándole al centro el oprobio de la misma. Y ha puesto en marcha una red de organizaciones supraestatales bajo la supervisión general de los poderes occidentales y del superpoder Estados Unidos, para minar la autonomía de la periferia y atarla al endeudamiento, mientras mantiene un enorme aparato militar para asegurar la obediencia al centro capitalista.
Creemos que el actual sistema capitalista no puede regular, y mucho menos superar, las crisis que ha desatado. No puede resolver la crisis ecológica, porque hacerlo requiere poner límites a la acumulación -una opción inaceptable para un sistema cuya prédica se apoya en la divisa: ¡ crecer o morir ! Y no puede resolver la crisis planteada por el terror y otras formas de rebelión violenta porque hacerlo significaría abandonar la lógica imperial, lo que impondría límites inaceptables al crecimiento y a todo el "modo de vida" sostenido por el ejercicio del poder imperial. Su única opción restante es recurrir a la fuerza bruta, incrementando así la alienación y sembrando las semillas del terrorismo... y del antiterrorismo que lo sigue, evolucionando hacia una variante nueva y maligna de fascismo.
En suma, el sistema capitalista mundial está en una bancarrota histórica. Se ha convertido en un imperio incapaz de adaptarse, cuyo propio gigantismo deja al descubierto su debilidad subyacente. Es, en términos ecológicos, profundamente insustentable y debe ser cambiado de manera fundamental, y mejor aun, reemplazado, si ha de existir un futuro digno de vivirse.
De este modo, regresa la categórica disyuntiva planteada una vez por Rosa Luxemburgo: ¡socialismo o barbarie!, en momentos en que el rostro de esta última refleja ahora el sello del siglo que empieza y asume el semblante de la ecocatástrofe, el terror-contraterror, y su degeneración fascista.
Pero, ¿por qué socialismo, por qué revivir esta palabra en apariencia destinada al basurero de la historia por los fracasos de sus interpretaciones del siglo XX?. Por esta única razón: por muy golpeada e irrealizada que esté, la noción de socialismo aún sigue en pié para la superación del capital. Si el capital ha de ser vencido, tarea que ahora tiene carácter urgente para la supervivencia de la civilización misma, el resultado será por fuerza "socialista", porque ése es el término que significa el paso hacia una sociedad poscapitalista. Si decimos que el capital es radicalmente insustentable y se fragmenta en la barbarie esbozada arriba, estamos diciendo también que necesitamos construir un "socialismo" capaz de superar las crisis que el capital ha venido desatando. Y si los "socialismos" del pasado fracasaron en hacerlo, entonces es nuestra obligación, al elegir no someternos a un destino bárbaro, luchar por uno que triunfe. Y tal como la barbarie ha cambiado de un modo que refleja el siglo transcurrido desde que Luxemburgo expresara su alternativa fatídica, así también el nombre y la realidad de "socialismo" deben hacerse adecuados para este tiempo.
Por estas razones escogimos llamar ecosocialismo a nuestra interpretación del "socialismo", y dedicarnos a su realización.
¿Por qué el ecosocialismo?
Vemos al ecosocialismo no como la negación sino como la realización de los socialismos "de primera época" del siglo XX, en el contexto de la crisis ecológica. Como aquéllos, éste se construye entendiendo el capital como trabajo objetivado, y se funda en el libre desarrollo de todos los productores o, en otras palabras, en el desmantelamiento de la separación de los productores respecto de los medios de producción. Entendemos que este objetivo no pudo ser realizado por los socialismos de primera época, por razones demasiado complejas de abordar aquí, excepto resumirlas en los diversos efectos del subdesarrollo en un contexto dominado por la hostilidad de los poderes capitalistas existentes. Esta coyuntura tuvo numerosos efectos nocivos en los socialismos existentes, principalmente la negación de la democracia interna junto a la emulación del productivismo capitalista, lo que terminó por conducir al colapso de esas sociedades y a la ruina de sus ambientes naturales.
El ecosocialismo mantiene los objetivos emancipatorios del socialismo de primera época y rechaza tanto las metas reformistas, atenuadas, de la socialdemocracia, como las estructuras productivistas de las variantes burocráticas de socialismo. En cambio, insiste en redefinir tanto la vía como el objetivo de la producción socialista en un marco ecológico. Lo hace específicamente con respecto a los "límites del crecimiento" esenciales para la sustentabilidad de la sociedad. Estos se adoptan, sin embargo, no en el sentido de imponer escasez, privación y represión. El objetivo, por el contrario, consiste en una transformación de las necesidades y un cambio profundo hacia la dimensión cualitativa, alejándose de la cuantitativa. Desde el punto de vista de la producción de mercancías, esto se traduce en una valorización de los valores de uso por sobre los valores de cambio -un proyecto de vasto significado, que se funda en la actividad económica directa.
La generalización de la producción ecológica bajo condiciones socialistas puede proporcionar la base para superar las crisis actuales. Una sociedad de productores libremente asociados no se detiene en su propia democratización. Debe, por el contrario, insistir en la liberación de todos los seres como fundamento y propósito. Supera así el impulso imperialista, subjetiva y objetivamente. Al realizar tal objetivo, lucha por superar todas las formas de dominación, incluyendo en especial las de género y raza. Y supera las condiciones que dan origen a las distorsiones fundamentalistas y sus manifestaciones terroristas. En suma, supone una sociedad mundial en un grado de harmonía ecológica con la naturaleza impensable en las condiciones actuales. Una consecuencia práctica de estas tendencias se expresaría, por ejemplo, en la extinción de la dependencia en los combustibles fósiles consustancial al capitalismo industrial. Y esto a su vez puede proporcionar la base material para la liberación de los países oprimidos por el imperialismo del petróleo, mientras que permite la contención del calentamiento global, junto a otros problemas de la crisis ecológica.
Nadie puede leer estas propuestas sin pensar, primero, en cuántos problemas prácticos y teóricos generan, y segundo y más abrumadoramente, en lo lejanas que están con respecto a la configuración actual del mundo, en su anclaje institucional y en la forma en que se imprime en la conciencia. No necesitamos desarrollar estos puntos, que deberían ser instantáneamente reconocibles para todos. Pero quisiéramos insistir en que sean tomadas desde una perspectiva apropiada. Nuestro proyecto no consiste ni en delinear cada paso de esta vía ni en ceder ante el adversario debido a la preponderancia del poder que ostenta. Se trata, en cambio, de desarrollar la lógica de una transformación suficiente y necesaria del orden actual, y en empezar a desarrollar las etapas intermedias en dirección a este objetivo. Lo hacemos para pensar con mayor profundidad en estas posibilidades y, al mismo tiempo, empezar el trabajo de diseñar junto a todos los que piensan parecido. Si algún mérito hay en estos argumentos, entonces debe ocurrir que pensamientos similares, y prácticas que realicen esos pensamientos, germinen coordinadamente en innumerables puntos alrededor del mundo. El ecosocialismo será internacional, y universal, o no será. Las crisis de nuestro tiempo pueden –y deben- ser vistas como oportunidades revolucionarias, lo que es nuestra obligación afirmar y dar nacimiento.
Joel Kovel y Michael LöwyParís, septiembre de 2001
TERCER MILENIO
Ecosocialismo
Joel Kovel
Un socialismo digno del nombre tendrá que ser ecológicamente orientado, es decir, tendrá que estar consagrado a restaurar la integridad de nuestra relación con la naturaleza. La producción dentro del ecosocialismo debe orientarse hacia la reparación del daño de los ecosistemas y promoviendo sistemas naturales florecientes.
El homo sapiens ha estado luchando con sus efectos sobre la naturaleza desde los días del Paleolítico y las primeras grandes extinciones realizadas por las bandas de cazadores, pero no fue sino hasta los años setenta que estos efectos comenzaron a experimentarse como una gran crisis ecológica que amenaza el futuro de todas las especies. El movimiento ecologista moderno nació en ese momento, con sus Días de la Tierra, partidos verdes y ONG innumerables señalando una nueva, ecológicamente consciente, época que se había levantado para luchar contra la amenaza planetaria.
El optimismo de esos tempranos años ahora se ha marchitado totalmente. A pesar de ciertas intervenciones útiles, como el mayor reciclado de basura, el desarrollo de zonas verdes o de la aparentemente creciente masa de regulaciones gubernamentales, en las ONG medioambientales y los programas académicos se ha verificado el paso global de la decadencia ecológica. De hecho, desde que el primer Día de la Tierra fue proclamado se ha empeorado en áreas cruciales como las emisiones del carbono, la pérdida de arrecifes y la deforestación de la Amazonia; actualmente, todo esto se ha acelerado y ha comenzado a asumir un carácter exponencial. ¿Cómo explicar este molesto hecho? ¿Por qué la conciencia que debería inspirar los esfuerzos más vigorosos para ir más allá de los límites de ambientalismo actual no se amplió? Quiza Margaret Thatcher debe considerarse aquí. En los años tardíos de los setenta, el mismo decenio que iba a introducirnos en la era medioambiental, la “dama de hierro”, primera ministra del Reino Unido, anunció el surgimiento del TINA, las siglas en inglés para su eslogan “no hay ninguna alternativa” (There Is No Alternative) a la sociedad dada y, ciertamente, ninguna alternativa de la clase prevista por la primera oleada de activistas ecologistas.
El homo sapiens ha estado luchando con sus efectos sobre la naturaleza desde los días del Paleolítico y las primeras grandes extinciones realizadas por las bandas de cazadores, pero no fue sino hasta los años setenta que estos efectos comenzaron a experimentarse como una gran crisis ecológica que amenaza el futuro de todas las especies. El movimiento ecologista moderno nació en ese momento, con sus Días de la Tierra, partidos verdes y ONG innumerables señalando una nueva, ecológicamente consciente, época que se había levantado para luchar contra la amenaza planetaria.
El optimismo de esos tempranos años ahora se ha marchitado totalmente. A pesar de ciertas intervenciones útiles, como el mayor reciclado de basura, el desarrollo de zonas verdes o de la aparentemente creciente masa de regulaciones gubernamentales, en las ONG medioambientales y los programas académicos se ha verificado el paso global de la decadencia ecológica. De hecho, desde que el primer Día de la Tierra fue proclamado se ha empeorado en áreas cruciales como las emisiones del carbono, la pérdida de arrecifes y la deforestación de la Amazonia; actualmente, todo esto se ha acelerado y ha comenzado a asumir un carácter exponencial. ¿Cómo explicar este molesto hecho? ¿Por qué la conciencia que debería inspirar los esfuerzos más vigorosos para ir más allá de los límites de ambientalismo actual no se amplió? Quiza Margaret Thatcher debe considerarse aquí. En los años tardíos de los setenta, el mismo decenio que iba a introducirnos en la era medioambiental, la “dama de hierro”, primera ministra del Reino Unido, anunció el surgimiento del TINA, las siglas en inglés para su eslogan “no hay ninguna alternativa” (There Is No Alternative) a la sociedad dada y, ciertamente, ninguna alternativa de la clase prevista por la primera oleada de activistas ecologistas.
Lo que había pasado era que ese ambientalismo había extraviado el punto y estaba tratando con síntomas externos en lugar de atacar a la enfermedad básica. Thatcher no lo deletreó en detalle, pero no hubo ninguna equivocación de lo que ella tenía en mente y sostenía: “No había ninguna alternativa al capitalismo” –o, más exactamente, para el renacido, duro y afilado, tipo de capitalismo que se había instalado durante los años setenta en lugar del capitalismo del Estado benefactor que había prevalecido por más de un siglo. Esta era una respuesta deliberada a una seria crisis de acumulación que había convencido a los líderes de la economía global para instaurar lo que conocemos hoy como neoliberalismo. Thatcher fue emblemática, junto con Ronald Reagan en Estados Unidos, de su cara política. El neoliberalismo es un retorno a la pura lógica del capital; no es ninguna tormenta de paso, sino la verdadera condición del mundo capitalista que habitamos. Ha barrido las medidas que habían inhibido la agresividad del capital y los ha reemplazado con una desnuda explotación de la humanidad y la naturaleza. Al derribar las fronteras y límites de su acumulación se le conoce como “globalización” y es celebrada por ideólogos como Milton Friedman como una nueva época de progreso universal sostenido por las alas del mercado libre y la mercantilización de todo. Esta guerra relámpago o bombardeo neoliberal acabó con las débiles reformas liberales que los movimientos medioambientales de los años setenta habían ayudado a poner en orden para verificar la decadencia ecológica y como estos movimientos no han desarrollado ninguna crítica al capital, o una muy pequeña, flotan sin esperanza en un tiempo de crisis acelerada.
De modo que es el momento de reconocer la insuficiencia absoluta de las premisas básicas de ambientalismo de la primera ola y sus formas de organización. Hay una cierta urgencia de este reconocimiento para advertir los cambios profundos y, de hecho, sin precedentes en la existencia humana por la crisis ecológica. Este camino que se ha abierto ahora ante nosotros puede atribuirse al capital mismo, que nos pone sobre la huella del caos ecológico; mientras hay muchas y complejas evidencias correspondientes a la responsabilidad del capital en la crisis ecológica, lo cierto es que únicamente se mantiene una tendencia arrasadora: el capitalismo requiere el crecimiento incesante de la producción económica y como este crecimiento sirve a la causa del capital, pero no a las necesidades humanas reales, el resultado es la desestabilización continua de su integral relación con la naturaleza. La razón esencial de esto depende de la diferencia distintiva del capitalismo con todos los otros modos de producción, esto es, que éste está organizado alrededor de la producción del propio capital –de una entidad completamente abstracta, cuantitativa y numérica sin límite interior. Por lo tanto, arrastra al material mundo natural, que tiene límites muy definidos, junto con él en su enloquecida búsqueda de valorizar el valor, de valor y plusvalor, y no puede hacer nada más.
No tenemos ninguna opción frente al hecho de que la crisis ecológica pronostica un cambio radical, pero podemos escoger el tipo de cambio, el cual puede ser para la vida o para la muerte. Como Ian Angus lo pone en su página electrónica Clima y capitalismo, la opción es bastante simple: “Ecosocialismo o barbarie: no hay ninguna tercera vía”.
En realidad, esa es una paráfrasis de lo que la gran Rosa Luxemburgo dijo al principio del siglo XX, que la real disyuntiva de la humanidad estaba entre “socialismo o barbarie”. Esto es una gran verdad. El fracaso de las revoluciones socialistas (de manera inmediata, como en el caso de Luxemburgo y el levantamiento espartaquista en Alemania, y después con el fracaso de los otros socialismos del siglo XX, sobre todo aquellos organizados alrededor de la URSS y China), ha sido una condición para el presente triunfo del capitalismo bárbaro, con sus guerras interminables, la pesadilla del consumismo, el ensanchamiento entre ricos y pobres –y muy significativamente, con la crisis ecológica. De modo que la elección humana nos remite a lo mismo, excepto que la barbarie capitalista significa ahora ecocatástrofe. Esto es así porque la capacidad de la Tierra para limpiar los efectos de la producción humana se ha sobrepasado por el caos de su sistema productivo. Cualquier movimiento para la transformación social en nuestro tiempo tendrá que poner en primer plano este problema, porque la misma noción de un futuro depende en adelante de si podremos resolverlo o no.
Por esta razón, un socialismo digno del nombre tendrá que ser ecológicamente –o para ser más exactos, “ecocéntricamente”– orientado, es decir, tendrá que ser un “ecosocialismo” consagrado a restaurar la integridad de nuestra relación con la naturaleza. La distinción entre ecosocialismo y los socialismos de la “primer época” del último siglo no es meramente terminológica, como si para el ecosocialismo simplemente se necesitara el control obrero sobre el aparato industrial y alguna buena regulación medioambiental. Se requiere el control obrero en el ecosocialismo como en el socialismo de la “primera época,” porque los productores son libres sólo si trascienden al capitalismo, pero el aspecto ecológico también propone un nuevo y más radical problema que pone en cuestión el mismo carácter de la propia producción.
La producción capitalista, en su búsqueda interminable de ganancias, busca convertir todo en mercancía; sólo de este modo la acumulación puede continuar expandiéndose. Al liberarnos de la tiranía de la propiedad privada sobre los medios de producción, con el socialismo, sea de la primera época o como ecosocialismo, se haría posible interrumpir la tendencia mortal de ese canceroso crecimiento, el cual es determinado siempre por la competencia entre los capitales para ganar la porción más grande del mercado, pero eso deja abierta la pregunta de lo que se producirá y cómo, dentro de una sociedad ecosocialista.
Es claro que la producción tendrá que cambiar: de ser dominada por el intercambio –el camino de las mercancías– a otra que sea dominada por el uso, esto es, por la directa satisfacción de necesidades humanas; a su vez, esto requiere una definición, y en el contexto de la crisis ecológica, “uso” sólo puede significar aquello que se considera como necesidades esenciales para superar la crisis ecológica, que es la más grande necesidad de la civilización en su conjunto, y por consiguiente para cada mujer y hombre dentro de ella. De ahí se sigue que los seres humanos sólo pueden florecer en circunstancias en las que el daño a la naturaleza que el capital le ha inflingido sea superado, por ejemplo, dejando de emitir carbono a la atmósfera. En la medida en que la “naturaleza” es el juego interrelacionado de todos los ecosistemas, la producción dentro del ecosocialismo debe orientarse hacia la reparación del daño de los ecosistemas y, de hecho, promoviendo ecosistemas florecientes. Esto podría traer consigo granjas racionales, por ejemplo, o –ya que somos criaturas naturales que viven ecosistemáticamente, en comunidades– relaciones humanas ecológicamente dirigidas, incluyendo la crianza de los niños, las relaciones entre los géneros y de hecho, la totalidad espiritual y estética de la vida.
Este artículo está lejos, por ser demasiado breve, de permitir el desarrollo de estos temas, pero por lo que se ha dicho hasta ahora debe estar claro que hablando de ecosocialismo estamos diciendo mucho sobre lo que nuestra economía o tecnología deben cambiar. Ecosocialismo no es ninguna materia completamente económica, tal y como no era una mera cuestión económica el socialismo o el comunismo en la perspectiva de Marx. Es necesario precisar la transformación radical de la sociedad –y de la existencia humana– que Marx previó como la próxima fase en la evolución humana. De hecho, así debe ser si acaso vamos a sobrevivir a la crisis ecológica. Ecosocialismo es el indicador de, entonces, un modo completamente diferente de producción, uno en el que los trabajadores libremente asociados producen ecosistemas florecientes en lugar de mercancías. Definitivamente, esto plantea mucho más preguntas que respuestas, lo cual es la medida de cuán profunda es la crisis ecológica. ¿Qué, después de todo, parecería la vida si dejáramos de emitir enormes cantidades de carbono en la atmósfera y permitiéramos que el ecosistema del clima pueda re-equilibrarse, es decir, ser sanado? ¿Cómo sería, realmente, vivir completamente como humanos en armonía con la naturaleza dados los tremendos horrores hechos por nuestro sistema de sociedad? No hay ninguna certeza del resultado, pero hay una certeza que nosotros tenemos que construir: debe haber una alternativa.
No tenemos ninguna opción frente al hecho de que la crisis ecológica pronostica un cambio radical, pero podemos escoger el tipo de cambio, el cual puede ser para la vida o para la muerte. Como Ian Angus lo pone en su página electrónica Clima y capitalismo, la opción es bastante simple: “Ecosocialismo o barbarie: no hay ninguna tercera vía”.
En realidad, esa es una paráfrasis de lo que la gran Rosa Luxemburgo dijo al principio del siglo XX, que la real disyuntiva de la humanidad estaba entre “socialismo o barbarie”. Esto es una gran verdad. El fracaso de las revoluciones socialistas (de manera inmediata, como en el caso de Luxemburgo y el levantamiento espartaquista en Alemania, y después con el fracaso de los otros socialismos del siglo XX, sobre todo aquellos organizados alrededor de la URSS y China), ha sido una condición para el presente triunfo del capitalismo bárbaro, con sus guerras interminables, la pesadilla del consumismo, el ensanchamiento entre ricos y pobres –y muy significativamente, con la crisis ecológica. De modo que la elección humana nos remite a lo mismo, excepto que la barbarie capitalista significa ahora ecocatástrofe. Esto es así porque la capacidad de la Tierra para limpiar los efectos de la producción humana se ha sobrepasado por el caos de su sistema productivo. Cualquier movimiento para la transformación social en nuestro tiempo tendrá que poner en primer plano este problema, porque la misma noción de un futuro depende en adelante de si podremos resolverlo o no.
Por esta razón, un socialismo digno del nombre tendrá que ser ecológicamente –o para ser más exactos, “ecocéntricamente”– orientado, es decir, tendrá que ser un “ecosocialismo” consagrado a restaurar la integridad de nuestra relación con la naturaleza. La distinción entre ecosocialismo y los socialismos de la “primer época” del último siglo no es meramente terminológica, como si para el ecosocialismo simplemente se necesitara el control obrero sobre el aparato industrial y alguna buena regulación medioambiental. Se requiere el control obrero en el ecosocialismo como en el socialismo de la “primera época,” porque los productores son libres sólo si trascienden al capitalismo, pero el aspecto ecológico también propone un nuevo y más radical problema que pone en cuestión el mismo carácter de la propia producción.
La producción capitalista, en su búsqueda interminable de ganancias, busca convertir todo en mercancía; sólo de este modo la acumulación puede continuar expandiéndose. Al liberarnos de la tiranía de la propiedad privada sobre los medios de producción, con el socialismo, sea de la primera época o como ecosocialismo, se haría posible interrumpir la tendencia mortal de ese canceroso crecimiento, el cual es determinado siempre por la competencia entre los capitales para ganar la porción más grande del mercado, pero eso deja abierta la pregunta de lo que se producirá y cómo, dentro de una sociedad ecosocialista.
Es claro que la producción tendrá que cambiar: de ser dominada por el intercambio –el camino de las mercancías– a otra que sea dominada por el uso, esto es, por la directa satisfacción de necesidades humanas; a su vez, esto requiere una definición, y en el contexto de la crisis ecológica, “uso” sólo puede significar aquello que se considera como necesidades esenciales para superar la crisis ecológica, que es la más grande necesidad de la civilización en su conjunto, y por consiguiente para cada mujer y hombre dentro de ella. De ahí se sigue que los seres humanos sólo pueden florecer en circunstancias en las que el daño a la naturaleza que el capital le ha inflingido sea superado, por ejemplo, dejando de emitir carbono a la atmósfera. En la medida en que la “naturaleza” es el juego interrelacionado de todos los ecosistemas, la producción dentro del ecosocialismo debe orientarse hacia la reparación del daño de los ecosistemas y, de hecho, promoviendo ecosistemas florecientes. Esto podría traer consigo granjas racionales, por ejemplo, o –ya que somos criaturas naturales que viven ecosistemáticamente, en comunidades– relaciones humanas ecológicamente dirigidas, incluyendo la crianza de los niños, las relaciones entre los géneros y de hecho, la totalidad espiritual y estética de la vida.
Este artículo está lejos, por ser demasiado breve, de permitir el desarrollo de estos temas, pero por lo que se ha dicho hasta ahora debe estar claro que hablando de ecosocialismo estamos diciendo mucho sobre lo que nuestra economía o tecnología deben cambiar. Ecosocialismo no es ninguna materia completamente económica, tal y como no era una mera cuestión económica el socialismo o el comunismo en la perspectiva de Marx. Es necesario precisar la transformación radical de la sociedad –y de la existencia humana– que Marx previó como la próxima fase en la evolución humana. De hecho, así debe ser si acaso vamos a sobrevivir a la crisis ecológica. Ecosocialismo es el indicador de, entonces, un modo completamente diferente de producción, uno en el que los trabajadores libremente asociados producen ecosistemas florecientes en lugar de mercancías. Definitivamente, esto plantea mucho más preguntas que respuestas, lo cual es la medida de cuán profunda es la crisis ecológica. ¿Qué, después de todo, parecería la vida si dejáramos de emitir enormes cantidades de carbono en la atmósfera y permitiéramos que el ecosistema del clima pueda re-equilibrarse, es decir, ser sanado? ¿Cómo sería, realmente, vivir completamente como humanos en armonía con la naturaleza dados los tremendos horrores hechos por nuestro sistema de sociedad? No hay ninguna certeza del resultado, pero hay una certeza que nosotros tenemos que construir: debe haber una alternativa.
POR UNA ÉTICA ECOSOCILISTA
Michael Lowy
El capital es una formidable máquina de reificación. Después de la Gran transformación de la que habla Karl Polanyi, es decir, después de que la economía capitalista de mercado se ha autonomizado, de que se ha –por decirlo así– “desatorado”, ésta funciona únicamente según sus propias leyes, las leyes impersonales de la ganancia y de la acumulación. Ésta supone, subraya Polanyi, “la transformación de la sustancia natural y humana de la sociedad en mercancías”, gracias a un dispositivo, el mercado autorregulador, que tiende inevitablemente a “romper las relaciones humanas y... aniquilar el hábitat natural del hombre”.
Se trata de un sistema impiadoso, que avienta a los individuos de los estratos desfavorecidos “bajo las ruedas mortíferas del progreso, ese carro de Jagannâth”.
Max Weber ya había detectado en forma notable la lógica “cosificada” del capital en su gran obra Economía y Sociedad: “La reificación (Versachlichung) de la economía fundada sobre la base de la socialización del mercado sigue absolutamente su propia legalidad objetiva (sachlichen)... El universo reificado (versachlichte Kosmos) del capitalismo no deja ningún lugar a la orientación caritativa...” Weber deduce de esto que la economía capitalista es estructuralmente incompatible con los criterios éticos: “en contraste con las otras formas de dominación, la dominación económica del capital, por el hecho de su carácter impersonal, no podría ser regulada éticamente... La competencia, el mercado, el mercado de trabajo, el mercado monetario, es decir consideraciones objetivas, ni éticas, ni antiéticas, simplemente no-éticas... comandan el comportamiento en el punto decisivo e introducen instancias impersonales entre los seres humanos involucrados” . En su estilo neutral y no comprometido, Weber indica lo esencial: el capital es, por su esencia, “no-ético”.
A la raíz de esta incompatibilidad se encuentra el fenómeno de la cuantificación. Inspirado por la Rechenhaftigkeit –el espíritu del cálculo racional al que se refiere Weber– el capital es una formidable máquina de cuantificación. Reconoce solamente el cálculo de las pérdidas y las ganancias, las cifras de la producción, la medida de los precios, de los costos y los beneficios. Somete a la economía, a la sociedad y a la vida humana a la dominación del valor de cambio de la mercancía y, de su expresión más abstracta, del dinero. Estos valores cuantitativos, que se miden en 10, 100, 1.000 ó 1.000.000, no conocen ni lo justo ni lo injusto, ni el bien, ni el mal: disuelven y destruyen los valores cualitativos y, en particular, los valores éticos. Entre los dos hay “antipatía”, en el sentido antiguo, alquímico, del término: falta de afinidad entre dos sustancias.
Hoy, este reino total –de hecho, totalitario– del valor mercantil, del valor cuantitativo, del dinero, de la finanza capitalista, llegó a un grado sin precedentes en la historia humana. Sin embargo, la lógica del sistema había ya sido víctima de una crítica lúcida del capitalismo desde 1847: “Llegó finalmente un tiempo en donde todo lo que los hombres habían guardado como inalienable se volvió objeto de intercambio, de tráfico y podía ser alienado. Es el tiempo en el que las cosas mismas que hasta este momento eran comunicadas pero nunca intercambiadas, nunca vendidas, adquiridas pero no compradas –virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etcétera–, el tiempo en el cual todo pasó al comercio. Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal en el cual, para hablar en términos de la economía política, cada cosa, moral o física, transformándose en valor venal, es llevada al mercado para ser apreciada en su más justo valor”.
Las primeras reacciones, no solamente obreras, sino también campesinas y populares contra la mercantilización capitalista han ocurrido en el nombre de ciertos valores sociales, ciertas necesidades sociales consideradas como más legítimas que la economía política del capital. Estudiando estos movimientos de las multitudes, rebeliones del hambre en el siglo XVIII inglés, el historiador E.P. Thompson habla de la confrontación entre la “economía moral” de la plebe y la economía capitalista de mercado (que encuentra en Adam Smith su primer gran teórico). Las revueltas del hambre (en las que las mujeres jugaban un papel principal) eran una forma de resistencia al mercado –en el nombre de la antigua “economía moral” de las normas comunitarias tradicionales– que tenían su propia racionalidad y que, a largo plazo, habían salvado a los estratos populares de las hambrunas .
El socialismo moderno es el heredero de esta protesta social, de esta “economía moral”. Quiere fundar la producción ya no sobre los criterios del mercado y del capital –la “demanda solventable”, la rentabilidad, la ganancia, la acumulación– sino en función de la satisfacción de necesidades sociales, el “bien común”, la justicia social. Se trata de valores cualitativos, irreductibles a la cuantificación mercantil y monetaria. Rechazando el productivismo, Marx insistía en la prioridad del ser de los individuos –la plena realización de sus potencialidades humanas– por sobre el haber, la posesión de bienes. Para él, la primera necesidad social, la más imperativa, y la que habría las puertas del “Reino de la Libertad” era el tiempo libre, la reducción de la jornada de trabajo, la realización de los individuos en el juego, el estudio, la actividad ciudadana, la creación artística, el amor.
Entre estas necesidades hay una que toma una importancia siempre más decisiva hoy día –y que Marx no había tomado suficientemente en cuenta (salvo en algunos pasajes aislados) en su obra–: la necesidad de salvaguardar el entorno natural, la necesidad de un aire respirable, de agua potable, de alimentación libre de venenos químicos o de radiaciones nucleares. Una necesidad que se identifica, tendencialmente, con el imperativo mismo de la supervivencia de la especie humana en este planeta, en el cual el equilibrio ecológico está seriamente amenazado por las consecuencias catastróficas –efecto invernadero, destrucción de la capa de ozono, peligro nuclear– de la expansión infinita del productivismo capitalista.
El socialismo y la ecología comparten entonces valores sociales cualitativos, irreductibles al mercado. Comparten también una rebelión contra “la Gran transformación”, contra la autonomización reificada de la economía en relación con las sociedades y un deseo de “reubicar” a la economía en un entorno social y natural . Sin embargo, esta convergencia no es posible sino a condición de que los marxistas sometan a un análisis crítico su concepción tradicional de las “fuerzas productivas” –regresaremos a este punto– y que los ecologistas rompan con la ilusión de una “economía de mercado” limpia. Esta doble operación es la obra de una corriente, el ecosocialismo, que logró la síntesis entre las dos aproximaciones.
¿Qué es entonces el ecosocialismo? Se trata de una corriente de pensamiento y de acción ecológica que integra los aportes fundamentales del marxismo, liberándose de las escorias productivistas; una corriente que entendió que la lógica del mercado capitalista y de la ganancia –así como la del autoritarismo tecnoburocrático de las difuntas “democracias populares”– son incompatibles con la defensa del medio ambiente. En fin, una corriente que, criticando la ideología de las corrientes dominantes del movimiento obrero, sabe que los trabajadores y sus organizaciones son una fuerza esencial para toda transformación radical del sistema.
El ecosocialismo se desarrolló –a partir de las investigaciones de algunos pioneros rusos de final del siglo XIX e inicio del XX (Serge Podolinsky, Vladimir Vernadsky)– sobretodo en el curso de los últimos 25 años, gracias a los trabajos de pensadores de la talla de Manuel Sacristán, Raymond Williams, André Gorz (en sus primeros escritos), así como las importantes contribuciones de James O'Connor, Barry Commoner, Juan Martinez Allier, Francisco Fernández Buey, Jean-Paul Déléage, Elmar Altvater, Frieder Otto Wolf, Joel Kovel y muchos otros.
Esta corriente está lejos de ser políticamente homogénea. Sin embargo, la mayor parte de sus representantes comparte ciertos temas comunes. En ruptura con la ideología productivista del progreso –en su forma capitalista y/o burocrática (léase “socialista real”)– y opuesta a la expansión al infinito de un modo de producción y de consumo destructor del medio ambiente, representa en el movimiento ecológico la tendencia más avanzada, más sensible a los intereses de los trabajadores y los pueblos del sur, la que entendió la imposibilidad de un “desarrollo sostenible” en el marco de la economía capitalista de mercado. ¿Cuáles podrían ser los principales elementos de una ética ecosocialista, que se oponga radicalmente a la lógica destructora y “no-ética” (Weber) de la rentabilidad capitalista y del mercado total, este sistema de “venalidad universal” (Marx)? Avanzaré aquí algunas hipótesis, algunos puntos de partida para la discusión. En primer lugar, se trata a mi parecer de una ética social: no es una ética de comportamientos individuales, no apunta a culpabilizar las personas, promover el ascetismo o la autolimitación. Es importante que los individuos sean educados en el respeto del medio ambiente y el rechazo del desperdicio; sin embargo, el verdadero nudo está en otra parte: el cambio de las estructuras económicas y sociales capitalistas-mercantiles, el establecimiento de un nuevo paradigma de la producción y la distribución, fundado, como lo hemos visto más arriba, en la consideración de las necesidades sociales, –en particular, la necesidad esencial de vivir en un medio natural no degradado. Un cambio que exige a actores sociales, movimientos sociales, organizaciones ecológicas, partidos políticos y no solamente individuos de buena voluntad.
Esta ética es una ética humanista. Vivir en armonía con la naturaleza, proteger a las especies amenazadas son valores humanos –así como la destrucción, por la medicina, de las formas vivas que agreden la vida humana (microbios, virus, parásitos). El mosco anophel, portador de la fiebre amarilla, no tiene el mismo “derecho a la vida” que los niños del Tercer Mundo amenazados por esta enfermedad: para salvar a estos últimos, es éticamente legítimo erradicar, en ciertas regiones, la primera...
La crisis ecológica, amenazando el equilibrio natural del medio ambiente, pone en peligro no solamente la fauna y la flora, sino también y sobretodo la salud, las condiciones de vida, la supervivencia misma de nuestra especie. Ninguna necesidad entonces de hacer la guerra al humanismo o al “antropocentrismo” para ver en la defensa de la biodiversidad o de las especies animales en vía de desaparición, una exigencia ética y política El combate para salvar el medio ambiente, que es necesariamente el combate para un cambio de civilización, es un imperativo humanista, relativo no solamente a tal o cual clase social, sino al conjunto de los individuos.
Este imperativo está relacionado con las futuras generaciones, amenazadas con recibir en herencia un planeta inhabitable a causa de la acumulación siempre más incontrolable de los daños al medio ambiente. Pero, el discurso que centraba la ética ecológica fundamentalmente en este peligro, está hoy ampliamente superado. Se trata de una cuestión mucho más urgente relacionada directamente con las generaciones presentes: los individuos que viven al principio del siglo XXI conocen ya las consecuencias dramáticas de la destrucción y el envenenamiento capitalista de la biosfera, y arriesgan encontrarse –en todo caso los jóvenes– dentro de veinte o treinta años con verdaderas catástrofes.
Se trata también de una ética igualitaria: el modo de producción y de consumo actual de los países capitalistas avanzados, fundado en una lógica de acumulación ilimitada (de capital, de ganancias, de mercancías), de desperdicio de recursos, de consumo ostentoso y de destrucción acelerada del medio ambiente, no puede de ninguna manera ser extendido al conjunto del planeta, bajo el riesgo de una crisis ecológica mayor. Este sistema está entonces necesariamente fundado en el mantenimiento y la agravación de la desigualdad estridente entre norte y sur. El proyecto ecosocialista apunta a una redistribución planetaria de la riqueza y a un desarrollo en común de los recursos, gracias a un nuevo paradigma productivo.
La exigencia ético-social de la satisfacción de las necesidades sociales no tiene sentido sino al interior de un espíritu de justicia social, de igualdad –lo cual no quiere decir homogenización– y de solidaridad. Implica, en última instancia, la apropiación colectiva de los medios de producción y la distribución de bienes y servicios “a cada uno según sus necesidades”. No tiene nada que ver con la pretendida “equidad” liberal que quiere justificar las desigualdades sociales en la medida en que estarían “ligadas a funciones abiertas a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades” (Rawls) ; argumento clásico de los defensores de la “libre competencia” económica y social.
El ecosocialismo implica, de igual manera, una ética democrática: mientras que las decisiones económicas y las elecciones productivas queden en manos de una oligarquía de capitalistas, banqueros y tecnócratas, o en el desaparecido sistema de las economías estatalizadas, de una burocracia que escape a todo control democrático, no saldremos del ciclo infernal del productivismo, de la explotación de los trabajadores y de la destrucción del medio ambiente. La democratización económica –que implica la socialización de las fuerzas productivas– significa que las grandes decisiones sobre la producción y la distribución no serán tomadas por “los mercados” o por un politburó, sino por la sociedad misma después de un debate democrático y pluralista en el cual se opongan las propuestas y las opciones distintas. Es la condición necesaria para la introducción de otra lógica socioeconómica y de otra relación con la naturaleza.
Por último, el ecosocialismo es una ética radical, en el sentido etimológico de la palabra: una ética que se propone ir a la raíz del mal. Las medias medidas, las semirreformas, las conferencias de Río, los mercados de derecho de contaminación son incapaces de aportar una solución. Se requiere de un cambio radical de paradigma, un nuevo modelo de civilización, una transformación revolucionaria.
Esta revolución toca a las relaciones sociales de producción –la propiedad privada, la división del trabajo– pero también a las fuerzas productivas. Contra cierto marxismo vulgar –que puede apoyarse sobre algunos textos del fundador– que concibe el cambio únicamente como supresión –en el sentido del Aufhebung hegeliano– de las relaciones sociales capitalistas, “obstáculos al libre desarrollo de las fuerzas productivas”, hay que poner en cuestión la estructura misma del proceso de producción.
Para parafrasear la célebre fórmula de Marx sobre el Estado después de la Comuna de Paris: los trabajadores, el pueblo, no pueden apropiarse del aparato productivo y hacerlo simplemente funcionar en su provecho: tienen que “romperlo” y sustituirlo con otro. Lo que quiere decir una transformación profunda de la estructura técnica de la producción y de las fuentes de energía –esencialmente fósiles o nucleares– que le dan forma. Una tecnología que respecte el medio ambiente, y las energías renovables –en particular la solar– está en el corazón del proyecto ecosocialista .
La utopía del socialismo ecológico, de un “comunismo solar” no significa que no haya que combatir desde hoy para objetivos inmediatos que prefiguran el porvenir y están inspirados en estos mismos valores: - Privilegiar a los transportes públicos contra la proliferación monstruosa de los automóviles individuales y el transporte por carretera.
- Salir de la trampa nuclear y desarrollar fuentes energéticas renovables. - Exigir el respeto de los acuerdos de Kyoto sobre el efecto invernadero, rechazando la mitificación del “mercado de los derechos de contaminación”.
- Luchar por una agricultura biológica, combatiendo las multinacionales de las semillas y sus OGM. Son solamente algunos ejemplos, se podría fácilmente extender el listado. Encontramos estas demandas, y otras similares, entre las reivindicaciones del movimiento internacional contra la globalización capitalista y el neoliberalismo, que ha surgido de la conferencia “intergaláctica” contra el neoliberalismo y por la humanidad, organizada por los zapatistas en las montañas de Chiapas, y que reveló su fuerza de protesta en las manifestaciones en las calles de Seattle (1999), Praga, Québec, Niza (2000) y Génova (2001). Un movimiento que no es solamente crítico de las monstruosas injusticias sociales producidas por el sistema, sino que es también capaz de proponer alternativas concretas, como por ejemplo en el Foro Social Mundial de Porto Alegre (enero de 2001).
Ese movimiento, que rechaza la mercantilización del mundo, encuentra la inspiración moral de su rebelión y de sus propuestas en una ética de la solidaridad inspirada en valores sociales y ecológicos cercanos a los enunciados aquí.
Se trata de un sistema impiadoso, que avienta a los individuos de los estratos desfavorecidos “bajo las ruedas mortíferas del progreso, ese carro de Jagannâth”.
Max Weber ya había detectado en forma notable la lógica “cosificada” del capital en su gran obra Economía y Sociedad: “La reificación (Versachlichung) de la economía fundada sobre la base de la socialización del mercado sigue absolutamente su propia legalidad objetiva (sachlichen)... El universo reificado (versachlichte Kosmos) del capitalismo no deja ningún lugar a la orientación caritativa...” Weber deduce de esto que la economía capitalista es estructuralmente incompatible con los criterios éticos: “en contraste con las otras formas de dominación, la dominación económica del capital, por el hecho de su carácter impersonal, no podría ser regulada éticamente... La competencia, el mercado, el mercado de trabajo, el mercado monetario, es decir consideraciones objetivas, ni éticas, ni antiéticas, simplemente no-éticas... comandan el comportamiento en el punto decisivo e introducen instancias impersonales entre los seres humanos involucrados” . En su estilo neutral y no comprometido, Weber indica lo esencial: el capital es, por su esencia, “no-ético”.
A la raíz de esta incompatibilidad se encuentra el fenómeno de la cuantificación. Inspirado por la Rechenhaftigkeit –el espíritu del cálculo racional al que se refiere Weber– el capital es una formidable máquina de cuantificación. Reconoce solamente el cálculo de las pérdidas y las ganancias, las cifras de la producción, la medida de los precios, de los costos y los beneficios. Somete a la economía, a la sociedad y a la vida humana a la dominación del valor de cambio de la mercancía y, de su expresión más abstracta, del dinero. Estos valores cuantitativos, que se miden en 10, 100, 1.000 ó 1.000.000, no conocen ni lo justo ni lo injusto, ni el bien, ni el mal: disuelven y destruyen los valores cualitativos y, en particular, los valores éticos. Entre los dos hay “antipatía”, en el sentido antiguo, alquímico, del término: falta de afinidad entre dos sustancias.
Hoy, este reino total –de hecho, totalitario– del valor mercantil, del valor cuantitativo, del dinero, de la finanza capitalista, llegó a un grado sin precedentes en la historia humana. Sin embargo, la lógica del sistema había ya sido víctima de una crítica lúcida del capitalismo desde 1847: “Llegó finalmente un tiempo en donde todo lo que los hombres habían guardado como inalienable se volvió objeto de intercambio, de tráfico y podía ser alienado. Es el tiempo en el que las cosas mismas que hasta este momento eran comunicadas pero nunca intercambiadas, nunca vendidas, adquiridas pero no compradas –virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia, etcétera–, el tiempo en el cual todo pasó al comercio. Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal en el cual, para hablar en términos de la economía política, cada cosa, moral o física, transformándose en valor venal, es llevada al mercado para ser apreciada en su más justo valor”.
Las primeras reacciones, no solamente obreras, sino también campesinas y populares contra la mercantilización capitalista han ocurrido en el nombre de ciertos valores sociales, ciertas necesidades sociales consideradas como más legítimas que la economía política del capital. Estudiando estos movimientos de las multitudes, rebeliones del hambre en el siglo XVIII inglés, el historiador E.P. Thompson habla de la confrontación entre la “economía moral” de la plebe y la economía capitalista de mercado (que encuentra en Adam Smith su primer gran teórico). Las revueltas del hambre (en las que las mujeres jugaban un papel principal) eran una forma de resistencia al mercado –en el nombre de la antigua “economía moral” de las normas comunitarias tradicionales– que tenían su propia racionalidad y que, a largo plazo, habían salvado a los estratos populares de las hambrunas .
El socialismo moderno es el heredero de esta protesta social, de esta “economía moral”. Quiere fundar la producción ya no sobre los criterios del mercado y del capital –la “demanda solventable”, la rentabilidad, la ganancia, la acumulación– sino en función de la satisfacción de necesidades sociales, el “bien común”, la justicia social. Se trata de valores cualitativos, irreductibles a la cuantificación mercantil y monetaria. Rechazando el productivismo, Marx insistía en la prioridad del ser de los individuos –la plena realización de sus potencialidades humanas– por sobre el haber, la posesión de bienes. Para él, la primera necesidad social, la más imperativa, y la que habría las puertas del “Reino de la Libertad” era el tiempo libre, la reducción de la jornada de trabajo, la realización de los individuos en el juego, el estudio, la actividad ciudadana, la creación artística, el amor.
Entre estas necesidades hay una que toma una importancia siempre más decisiva hoy día –y que Marx no había tomado suficientemente en cuenta (salvo en algunos pasajes aislados) en su obra–: la necesidad de salvaguardar el entorno natural, la necesidad de un aire respirable, de agua potable, de alimentación libre de venenos químicos o de radiaciones nucleares. Una necesidad que se identifica, tendencialmente, con el imperativo mismo de la supervivencia de la especie humana en este planeta, en el cual el equilibrio ecológico está seriamente amenazado por las consecuencias catastróficas –efecto invernadero, destrucción de la capa de ozono, peligro nuclear– de la expansión infinita del productivismo capitalista.
El socialismo y la ecología comparten entonces valores sociales cualitativos, irreductibles al mercado. Comparten también una rebelión contra “la Gran transformación”, contra la autonomización reificada de la economía en relación con las sociedades y un deseo de “reubicar” a la economía en un entorno social y natural . Sin embargo, esta convergencia no es posible sino a condición de que los marxistas sometan a un análisis crítico su concepción tradicional de las “fuerzas productivas” –regresaremos a este punto– y que los ecologistas rompan con la ilusión de una “economía de mercado” limpia. Esta doble operación es la obra de una corriente, el ecosocialismo, que logró la síntesis entre las dos aproximaciones.
¿Qué es entonces el ecosocialismo? Se trata de una corriente de pensamiento y de acción ecológica que integra los aportes fundamentales del marxismo, liberándose de las escorias productivistas; una corriente que entendió que la lógica del mercado capitalista y de la ganancia –así como la del autoritarismo tecnoburocrático de las difuntas “democracias populares”– son incompatibles con la defensa del medio ambiente. En fin, una corriente que, criticando la ideología de las corrientes dominantes del movimiento obrero, sabe que los trabajadores y sus organizaciones son una fuerza esencial para toda transformación radical del sistema.
El ecosocialismo se desarrolló –a partir de las investigaciones de algunos pioneros rusos de final del siglo XIX e inicio del XX (Serge Podolinsky, Vladimir Vernadsky)– sobretodo en el curso de los últimos 25 años, gracias a los trabajos de pensadores de la talla de Manuel Sacristán, Raymond Williams, André Gorz (en sus primeros escritos), así como las importantes contribuciones de James O'Connor, Barry Commoner, Juan Martinez Allier, Francisco Fernández Buey, Jean-Paul Déléage, Elmar Altvater, Frieder Otto Wolf, Joel Kovel y muchos otros.
Esta corriente está lejos de ser políticamente homogénea. Sin embargo, la mayor parte de sus representantes comparte ciertos temas comunes. En ruptura con la ideología productivista del progreso –en su forma capitalista y/o burocrática (léase “socialista real”)– y opuesta a la expansión al infinito de un modo de producción y de consumo destructor del medio ambiente, representa en el movimiento ecológico la tendencia más avanzada, más sensible a los intereses de los trabajadores y los pueblos del sur, la que entendió la imposibilidad de un “desarrollo sostenible” en el marco de la economía capitalista de mercado. ¿Cuáles podrían ser los principales elementos de una ética ecosocialista, que se oponga radicalmente a la lógica destructora y “no-ética” (Weber) de la rentabilidad capitalista y del mercado total, este sistema de “venalidad universal” (Marx)? Avanzaré aquí algunas hipótesis, algunos puntos de partida para la discusión. En primer lugar, se trata a mi parecer de una ética social: no es una ética de comportamientos individuales, no apunta a culpabilizar las personas, promover el ascetismo o la autolimitación. Es importante que los individuos sean educados en el respeto del medio ambiente y el rechazo del desperdicio; sin embargo, el verdadero nudo está en otra parte: el cambio de las estructuras económicas y sociales capitalistas-mercantiles, el establecimiento de un nuevo paradigma de la producción y la distribución, fundado, como lo hemos visto más arriba, en la consideración de las necesidades sociales, –en particular, la necesidad esencial de vivir en un medio natural no degradado. Un cambio que exige a actores sociales, movimientos sociales, organizaciones ecológicas, partidos políticos y no solamente individuos de buena voluntad.
Esta ética es una ética humanista. Vivir en armonía con la naturaleza, proteger a las especies amenazadas son valores humanos –así como la destrucción, por la medicina, de las formas vivas que agreden la vida humana (microbios, virus, parásitos). El mosco anophel, portador de la fiebre amarilla, no tiene el mismo “derecho a la vida” que los niños del Tercer Mundo amenazados por esta enfermedad: para salvar a estos últimos, es éticamente legítimo erradicar, en ciertas regiones, la primera...
La crisis ecológica, amenazando el equilibrio natural del medio ambiente, pone en peligro no solamente la fauna y la flora, sino también y sobretodo la salud, las condiciones de vida, la supervivencia misma de nuestra especie. Ninguna necesidad entonces de hacer la guerra al humanismo o al “antropocentrismo” para ver en la defensa de la biodiversidad o de las especies animales en vía de desaparición, una exigencia ética y política El combate para salvar el medio ambiente, que es necesariamente el combate para un cambio de civilización, es un imperativo humanista, relativo no solamente a tal o cual clase social, sino al conjunto de los individuos.
Este imperativo está relacionado con las futuras generaciones, amenazadas con recibir en herencia un planeta inhabitable a causa de la acumulación siempre más incontrolable de los daños al medio ambiente. Pero, el discurso que centraba la ética ecológica fundamentalmente en este peligro, está hoy ampliamente superado. Se trata de una cuestión mucho más urgente relacionada directamente con las generaciones presentes: los individuos que viven al principio del siglo XXI conocen ya las consecuencias dramáticas de la destrucción y el envenenamiento capitalista de la biosfera, y arriesgan encontrarse –en todo caso los jóvenes– dentro de veinte o treinta años con verdaderas catástrofes.
Se trata también de una ética igualitaria: el modo de producción y de consumo actual de los países capitalistas avanzados, fundado en una lógica de acumulación ilimitada (de capital, de ganancias, de mercancías), de desperdicio de recursos, de consumo ostentoso y de destrucción acelerada del medio ambiente, no puede de ninguna manera ser extendido al conjunto del planeta, bajo el riesgo de una crisis ecológica mayor. Este sistema está entonces necesariamente fundado en el mantenimiento y la agravación de la desigualdad estridente entre norte y sur. El proyecto ecosocialista apunta a una redistribución planetaria de la riqueza y a un desarrollo en común de los recursos, gracias a un nuevo paradigma productivo.
La exigencia ético-social de la satisfacción de las necesidades sociales no tiene sentido sino al interior de un espíritu de justicia social, de igualdad –lo cual no quiere decir homogenización– y de solidaridad. Implica, en última instancia, la apropiación colectiva de los medios de producción y la distribución de bienes y servicios “a cada uno según sus necesidades”. No tiene nada que ver con la pretendida “equidad” liberal que quiere justificar las desigualdades sociales en la medida en que estarían “ligadas a funciones abiertas a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades” (Rawls) ; argumento clásico de los defensores de la “libre competencia” económica y social.
El ecosocialismo implica, de igual manera, una ética democrática: mientras que las decisiones económicas y las elecciones productivas queden en manos de una oligarquía de capitalistas, banqueros y tecnócratas, o en el desaparecido sistema de las economías estatalizadas, de una burocracia que escape a todo control democrático, no saldremos del ciclo infernal del productivismo, de la explotación de los trabajadores y de la destrucción del medio ambiente. La democratización económica –que implica la socialización de las fuerzas productivas– significa que las grandes decisiones sobre la producción y la distribución no serán tomadas por “los mercados” o por un politburó, sino por la sociedad misma después de un debate democrático y pluralista en el cual se opongan las propuestas y las opciones distintas. Es la condición necesaria para la introducción de otra lógica socioeconómica y de otra relación con la naturaleza.
Por último, el ecosocialismo es una ética radical, en el sentido etimológico de la palabra: una ética que se propone ir a la raíz del mal. Las medias medidas, las semirreformas, las conferencias de Río, los mercados de derecho de contaminación son incapaces de aportar una solución. Se requiere de un cambio radical de paradigma, un nuevo modelo de civilización, una transformación revolucionaria.
Esta revolución toca a las relaciones sociales de producción –la propiedad privada, la división del trabajo– pero también a las fuerzas productivas. Contra cierto marxismo vulgar –que puede apoyarse sobre algunos textos del fundador– que concibe el cambio únicamente como supresión –en el sentido del Aufhebung hegeliano– de las relaciones sociales capitalistas, “obstáculos al libre desarrollo de las fuerzas productivas”, hay que poner en cuestión la estructura misma del proceso de producción.
Para parafrasear la célebre fórmula de Marx sobre el Estado después de la Comuna de Paris: los trabajadores, el pueblo, no pueden apropiarse del aparato productivo y hacerlo simplemente funcionar en su provecho: tienen que “romperlo” y sustituirlo con otro. Lo que quiere decir una transformación profunda de la estructura técnica de la producción y de las fuentes de energía –esencialmente fósiles o nucleares– que le dan forma. Una tecnología que respecte el medio ambiente, y las energías renovables –en particular la solar– está en el corazón del proyecto ecosocialista .
La utopía del socialismo ecológico, de un “comunismo solar” no significa que no haya que combatir desde hoy para objetivos inmediatos que prefiguran el porvenir y están inspirados en estos mismos valores: - Privilegiar a los transportes públicos contra la proliferación monstruosa de los automóviles individuales y el transporte por carretera.
- Salir de la trampa nuclear y desarrollar fuentes energéticas renovables. - Exigir el respeto de los acuerdos de Kyoto sobre el efecto invernadero, rechazando la mitificación del “mercado de los derechos de contaminación”.
- Luchar por una agricultura biológica, combatiendo las multinacionales de las semillas y sus OGM. Son solamente algunos ejemplos, se podría fácilmente extender el listado. Encontramos estas demandas, y otras similares, entre las reivindicaciones del movimiento internacional contra la globalización capitalista y el neoliberalismo, que ha surgido de la conferencia “intergaláctica” contra el neoliberalismo y por la humanidad, organizada por los zapatistas en las montañas de Chiapas, y que reveló su fuerza de protesta en las manifestaciones en las calles de Seattle (1999), Praga, Québec, Niza (2000) y Génova (2001). Un movimiento que no es solamente crítico de las monstruosas injusticias sociales producidas por el sistema, sino que es también capaz de proponer alternativas concretas, como por ejemplo en el Foro Social Mundial de Porto Alegre (enero de 2001).
Ese movimiento, que rechaza la mercantilización del mundo, encuentra la inspiración moral de su rebelión y de sus propuestas en una ética de la solidaridad inspirada en valores sociales y ecológicos cercanos a los enunciados aquí.
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